THE OBJECTIVE
Javier Benegas

¿Populismo? Sí, por favor

«La vanguardia parece determinada a empobrecernos y a limitar nuestra libertad. Un desafío frente al que sólo cabe oponer la política que apela al pueblo»

Opinión
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¿Populismo? Sí, por favor

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Nos hemos acostumbrado, o tal vez nos han acostumbrado, a percibir el populismo invariablemente como una actitud política extremadamente peligrosa. Un populista sólo puede ser entendido como el político que promueve medidas destinadas a ganar la simpatía de la gente, aun cuando esas medidas socaven la democracia y acaben perjudicando a la propia gente que las apoya.

Sin embargo, el populismo no es por definición negativo o peligroso, puede ser muy útil, incluso puede ser necesario, en especial en aquellas sociedades en las que la política, lejos de ser esa actividad dedicada a analizar problemas y proponer alternativas, se ha vuelto inoperante o, peor, contraproducente porque no atiende a problemas reales sino a intereses marginales.

Es cierto que buenos políticos populistas ha habido muy pocos, aunque ciertamente los ha habido. La razón es que el populismo bien entendido, lejos de ser un recurso fácil, representa un enorme desafío para el que muy pocos son aptos. El político populista, además de tener ciertas cualidades, como don de gentes y capacidad para explicar la naturaleza de los problemas de manera que casi todo el mundo pueda entenderlos, ha de trabajar duro para, con la ayuda de terceros, adquirir un conocimiento certero de la situación y atinar en las propuestas.

Por si esto fuera poco, además el político populista necesita ser radical porque su razón no es practicar la política ordinaria en un país que funciona con normalidad, sino afrontar situaciones límite que ponen en grave riesgo la libertad y el bienestar de sus conciudadanos. Ocurre que radical es otro término que no goza de buena prensa. No hay nada que más tema un político con aspiraciones de llegar al poder por el mero automatismo de la alternancia que ser tachado de radical, porque teme, y con razón, que esa etiqueta le deje sin turno pues, al fin y al cabo, poco o nada tiene que ofrecer.

» Radical es aquel que es partidario de reformas extremas, especialmente en sentido democrático»

Sin embargo, también aquí las palabras no son lo que parecen. Radical literalmente es aquel que es partidario de reformas extremas, especialmente en sentido democrático. Y en una democracia donde las instituciones y la política se han degradado de forma extraordinaria cualquier iniciativa que aspire a revertir la situación será por fuerza radical. Y no porque lo sea en sí misma, sino porque la situación es extrema.

Esta dificultad a la hora de practicar el buen populismo hace que la inmensa mayoría de los aspirantes sólo alcancen a representarlo pésimamente. Pueden, si acaso, señalar problemas y hacer ostentación de su amor al pueblo, pero sus propuestas, o bien son brindis al sol, o bien, de ser auténticas, abundan en el error.

De alguna manera, hoy casi todos los políticos son malos populistas porque se limitan a decir lo que creen que la gente quiere oír y, a la hora de la verdad, no mitigan los problemas; en el mejor de los casos, los dejan como están y en el peor, los agravan. Faltaría, si acaso, el ingrediente de la radicalidad. Pero, a su manera, también lo poseen. Aunque cuiden las formas, su tendencia a recurrir a las más severas admoniciones, si no se les vota, los convierte en extremistas.

Pero el uso del término populismo para desacreditar a todo aquel que se salga del recuadro revela, sobre todo, una pretensión incompatible no ya con la democracia, sino con la más elemental participación del pueblo en los asuntos públicos. Esta pretensión consiste en convencernos de que los problemas que afrontamos son demasiado complejos como para que la acción política tenga en cuenta nuestra opinión. De esta forma, la política puede quedar restringida a una vanguardia convenientemente acreditada que no sólo determinará los problemas presentes y cómo abordarlos, sino que estará facultada para identificar riesgos futuros y, en consecuencia, confeccionar políticas a aplicar de forma anticipada.

Así, la vanguardia justifica su desatención sobre aquello que el común considera prioritario, incluso puede dictar leyes y normas que le supongan graves perjuicios. Y lo hará por su bien porque, como vanguardia, va varios pasos por delante y ve mucho más allá de lo que la gente, absorta como está en sus pequeños asuntos, es capaz de ver.

Es esta vanguardia la que argumenta que el populismo es peligroso porque propone invariablemente soluciones simples a problemas complejos, esos problemas que, por su puesto, el común es incapaz de comprender. Pero frente a esta acusación se contrapone una realidad: que el populismo surge precisamente porque la vanguardia desprecia al común, sólo atiende a sus proyecciones sobre el futuro para distraer su inoperancia respecto del presente.

«Lo extraordinario es que esta vanguardia se califique a sí misma de progresista cuando todas sus políticas resultan regresivas»

Si ya es complicado, incluso para los especialistas en la materia, determinar los resultados de una medida aislada, confeccionar planes que entrelazan infinidad de medidas para abordar desafíos futuros, no ya a años, sino a décadas vista, difícilmente acabará bien. Pero ¿cómo puede el común discriminar si determinadas políticas son acertadas o equivocadas cuando están destinadas a atender lo que está por suceder? Sencillamente, no puede. He ahí el truco. Pero sí puede comprobar si le facilitan o complican la vida en el presente. Y lo cierto es que, por lo general, se la complican cada vez más. Por eso el populismo tiene una nutrida clientela.

En realidad, la vanguardia, que se presenta a sí misma como empírica y racional, resulta bastante taumatúrgica. Al fin y al cabo, confiar en su clarividencia es un acto de fe: exige que creamos en aquello que no podemos ver, que demos pábulo a sus profecías. Es como un augur que nos advierte de terribles males venideros en base a hipótesis y a cálculos tan enrevesados que algunos prefieren validarlos, aun sin comprenderlos, por lo que pueda suceder. Después de todo, si las intenciones son buenas, ¿cómo puedes oponerte?

Con todo, lo más extraordinario es que esta vanguardia se califique a sí misma de progresista cuando prácticamente todas sus políticas, orientadas como están a prevenir el apocalipsis que ella misma profetiza, resultan regresivas para la industria, la agricultura, la ganadería, el comercio y, en general, el crecimiento económico y la prosperidad.

De hecho, la vanguardia no tiene reparo en señalar al crecimiento económico como la principal amenaza de nuestro tiempo, aunque se cuida mucho de contraponer expresiones que dulcifiquen esta conclusión, como crecimiento sostenible. En la práctica, la vanguardia vacía la idea de progreso convirtiéndola a todos los efectos en una religión que exige actos de fe y renuncias, que excomulga a los críticos y enaltece a los crédulos. Y que por supuesto, cobra mucho más que un diezmo, a los que son sus feligreses… y a los que no. Porque ese progreso no es como cualquier otra religión. La vanguardia lo convierte en una religión obligatoria mediante el poder político.

Es cierto que a menudo los políticos populistas usan la desesperación del pueblo como una palanca con la que catapultar su carrera. Pero no menos cierto es que la vanguardia, con el pretexto de evitarnos terribles males futuros, parece determinada a empobrecernos y a limitar nuestra libertad de manera radical. Un desafío frente al que sólo cabe oponer la política que apela al pueblo, no con falsas promesas, sino explicando las cosas, enfocándose en las cuestiones ampliamente compartidas para sumar voluntades, proponiendo alternativas bien trabajadas y devolviendo el protagonismo a quien corresponde a cambio, claro está, de que asuma la parte de responsabilidad que le corresponde.

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