THE OBJECTIVE
Manuel Arias Maldonado

La flecha en el arco

«La negociación con los nacionalistas se hace sin esperar de su parte ninguna contrapartida vinculada con el interés general de los españoles»

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La flecha en el arco

Carles Puigdemont.

Sin descartar que haya aspectos de las negociaciones de investidura que aún desconozcamos y pendientes de saber qué pide el PNV en esta ocasión, se van perfilando las exigencias de los separatistas catalanes para investir a Pedro Sánchez. No son modestas: mejora de la financiación autonómica, celebración de un referéndum de autodeterminación y aprobación de una amnistía para todos los encausados por el procés. Por su parte, no está claro si la introducción del plurilingüismo en el Parlamento ha sido reclamada por los nacionalistas u ofrecida por la izquierda española para mejorar la disposición de sus socios. Tanto da: el oficialismo ha decidido que forme parte del paquete de investidura y no pasa día sin que leamos a un tuitero extremeño manifiestando su deseo de aprender euskera. Hay gente para todo.

Me voy a centrar aquí en los temas de los que se ha hablado más en estas semanas, la amnistía y las lenguas; convengamos que la hipótesis de un referéndum de autodeterminación juega en otra liga. Aclaro que no pongo en el mismo plano la amnistía y el plurilingüismo; ni la una ni el otro tienen, empero, un sencillo encaje constitucional. Y es que conviene recordar que nuestro sistema político no está infinitamente abierto a la reinterpretación que del mismo hagan los partidos: lo que nuestra democracia pueda ser está señalado en la Constitución y sus distintos elementos se relacionan con principios bien acrisolados en la tradición liberal-democrática. De ahí que tanto la amnistía como un parlamento plurilingüe planteen dificultades que no pueden sortearse mediante apelaciones genéricas a la reconciliación social o llamamientos bienintencionados al reconocimiento de la diferencia subnacional.

«Amnistiar a los condenados en las distintas causas abiertas con motivo del procés equivale a dar la razón al nacionalismo cuando habla de «represión» allí donde solo hubo aplicación de la ley democrática»

Hay buenas razones por las cuales una amnistía no cabe en la democracia; nuestra constitución solo autoriza los indultos particulares y nunca generales. Pero incluso si se resolviese que la falta de alusión constitucional explícita permite al Gobierno promover la amnistía y aprobarla en el Congreso con el voto favorable de los beneficiados por la misma, eso no justificaría en modo alguno esta amnistía: las leyes que se aplicaron en defensa del orden constitucional durante el procés —algunas desactivadas ya por el gobierno en la anterior legislatura— no pueden considerarse ilegítimas ni afectadas de ningún «déficit democrático». Amnistiar a los condenados en las distintas causas abiertas con motivo del procés equivale a dar la razón al nacionalismo cuando habla de «represión» allí donde solo hubo aplicación de la ley democrática.

En lo que al plurilingüismo se refiere, hay que hacer notar que hablamos de lenguas cooficiales en algunas comunidades autónomas; se ha desinformado tanto estos días que incluso el Financial Times habló de lenguas «oficiales en España». No en vano, el artículo 3.1 de la constitución —que hasta donde sabemos sigue vigente— dispone que el castellano es la lengua oficial del Estado y la única que los ciudadanos españoles tienen el deber de conocer. Si a ello le sumamos que el Congreso de los Diputados es la cámara de representación nacional —toca al Senado ser cámara de representación territorial— y que la soberanía reside en el pueblo español, no está claro cuál es el fundamento constitucional  de la propuesta según la cual los diputados nacionalistas deben poder expresarse en el Parlamento —existiendo desde antiguo una lengua común— en catalán, eusquera, gallego e incluso aragonés.

Sobre todo, atendamos al plano simbólico: quienes tratan de reformular la nación constitucional española como «nación de naciones» o «país de países» tienen un evidente interés en introducir otras lenguas —pinganillos mediante— en el Parlamento nacional, porque con ello se reforzará la idea de que la España de 1978 es la unión coyuntural de un conjunto de pueblos prepolíticos con derechos históricos propios que trascienden el ordenamiento jurídico positivo. Para la izquierda, ese relato es funcional porque refuerza su proyecto confederal: se trata de proporcionar a los nacionalistas tantas ventajas que no quieran irse y sigan apoyando sus gobiernos en Madrid. Y es posible que sea ya un relato dominante. Quienes estén de acuerdo con la descripción de España como entidad plurinacional —Suiza meridional— verán con buenos ojos el plurilingüismo bicameral; quienes la entiendan como una adulteración sobrevenida del 78, en cambio, recelarán de los presuntos efectos benéficos que justo ahora —también es casualidad— se le atribuyen.

Todo lo anterior, sin embargo, debe considerarse anecdótico. O, como diría un marxista de vieja escuela, epifenoménico: como casi todo el mundo sabe y tantos fingen ignorar, la clave del asunto está en las condiciones políticas bajo las que se desarrollan estas negociaciones y en las razones que mueven a la izquierda española a hacer suya la agenda confederal de los separatistas.

Sostienen estos días algunos comentaristas que los acuerdos de Sánchez con el nacionalismo son iguales que los de González o Aznar; lo hacen a pesar de que las diferencias entre unos y otros saltan a la vista. De un lado, el nacionalismo se ha convertido en separatismo; solo el cinismo o la ingenuidad explican que haya quien siga razonando como si no hubiera tenido lugar el procés. De otro, tanto González —hace 30 años— como Aznar —hace 27— estaban impulsando con mayor o menor acierto un proceso autonómico en marcha; el mismo que ha alcanzado ya sus límites y necesita más bien algún tipo de racionalización. Para colmo, los separatistas catalanes insisten en que ho tornarem a fer y ningún nacionalista ha acudido a la ronda de consultas con el Rey que marca el comienzo del proceso de investidura: no hay siquiera una sombra de reciprocidad y se agradece la franqueza.

Se pone así de manifiesto que las exigencias nacionalistas nada tienen que ver con la reconciliación democrática ni con el reconocimiento de la diferencia subnacional: solo persiguen nuevos avances en el camino hacia el troceamiento confederal del Estado, la obtención de privilegios y el blindaje de las políticas nacionalizadoras que aplican en sus comunidades. Y la abierta hostilidad de los nacionalistas hacia la democracia española deja en evidencia que la negociación entablada con ellos se hace sin esperar de su parte ninguna contrapartida que pueda vincularse con el interés general de los españoles.

Porque tampoco el candidato Sánchez busca la reconciliación democrática o el reconocimiento de la diferencia subnacional: solo quiere ser presidente del Gobierno. A estas alturas, semejante constatación parecerá trivial; habrá quien me acuse de no haber leído a Maquiavelo. Pero Maquiavelo no condonaba las acciones del Príncipe, ni este se desenvolvía en un marco democrático. Lo cierto es que negociar la amnistía a cambio de una investidura carece de justificación pública razonable; de ahí que se fabriquen marcos comunicativos dirigidos a presentar ese intercambio bajo una luz favorable e incluso «progresista». Se produce así una disociación entre las razones aparentes y las razones auténticas: los argumentos nacen vacíos. Por lo demás, no se puede hacer mucho al respecto: la flecha está ya en el arco. Y en ésas estamos.

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