THE OBJECTIVE
Ignacio Vidal-Folch

El ladrón de dentaduras

«La dentadura postiza es el último vínculo del ser en declive con la sociedad»

Opinión
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El ladrón de dentaduras

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Ahora se ha sabido que el pasado día 10 de agosto, en Les Franqueses del Vallès, provincia de Barcelona, en la estación de tren de Corró d’Avall, un chico de 22 años le dio una paliza a un hombre de cerca de 60 con discapacidad. Le asestó repetidos puñetazos en la cara y lo tumbó en el andén, para acto seguido robarle el móvil, la cartera y, para más inri… también la dentadura postiza. 

Por fortuna pasaron por allí unos agentes de la policía que atendieron al desdichado, que estaba muy maltrecho pero no tanto como para no poderles contar lo que le acababa de pasar e indicar por dónde se había ido el agresor. Éste fue detenido pocos minutos después, con su botín, que fue devuelto ipso facto a su legítimo propietario. 

Hombre, ese delincuente parece un desalmado de marca mayor, por elegir una víctima especialmente indefensa y ensañarse con ella. O quizá también él adolece de alguna tara mental, porque ya entra dentro de la psicopatología robar una dentadura postiza.

¿Qué pretendías hacer con ella, maleante, abusica? ¿Ponerla a la venta en Los Encantes? ¿O en Wallapop? ¿O acaso tienes una mamá desdentada y querías probar a ver si le cuadra esa prótesis, para que en adelante pueda exhibir sonrisas robadas?

Estamos en el esperpento. ¡La dentadura postiza es el último vínculo del ser en declive con la sociedad! Despojar de ella a un discapacitado intelectual demuestra una gran brutalidad o inconsciencia. Sin la dentadura, natural o postiza, cuando uno sonríe lo que muestra es la decadencia física, el encaminamiento hacia el final, el bostezo abismal de la nada, y, como la ortodoncia es cara y no la cubre la Seguridad social, también pregona la pobreza. 

Vi ayer, en Le Cafe de la Plage, en la mesa contigua, a un hombre moreno, ya de alguna edad pero vigoroso, que al sonreír a la mujer sentada ante él —cosa que hacía con frecuencia— mostraba unos dientes artificiosamente parejos, de un ostentoso blanco nuclear, que parecían ocuparle toda la boca. Cuánto contrastaba su resplandeciente blancura con su piel bronceada. Evidentemente era obra hecha a medida, o una prótesis de quita y pon, lo cual no obstaba a que el hombre mostrase gran aplomo y seguridad, pues lo importante, ante la sociedad, no es si los dientes son auténticos o falsos, sino si los tienes —señal de que has podido conservarlos o pagarlos— o si no los tienes —señal de que no puedes, o de que te abandonas y te da igual tu aspecto: y entonces estás poniéndote al margen de la comunidad humana—.

«Estas referencias hacen que nos parezca especialmente reprobable y cruel el atraco al discapacitado en la estación de tren de Corró d’Avall»

El anciano que, caídos los dientes, se niega a suplirlos con sucedáneos, sea por miedo al dolor que le puedan provocar las metálicas herramientas del odontólogo o sea porque son demasiado caros, es que ha tirado la toalla. «Seguid sin mí, dejadme aquí, viejo y desdentado, renuncio al bistec, me resigno a la sopa y la papilla. Total, para lo que me queda…» 

En un brillante y exasperado monólogo que dura varias páginas, Solal, el seductor protagonista de Bella del señor, de Albert Cohen, reprocha a su amada Ariane que nunca se hubiera enamorado de él si le hubiera faltado alguna de las 32 piezas óseas, bien distribuidas por la arcada superior e inferior de la boca; la felicidad de Solal, y el amor de Ariane, no dependen de una comunión de las almas, de una sintonía de sensibilidades, de una mutua admiración, sino de esos 32 «huesecitos» (como él repite neuróticamente), huesecitos que son la garantía de que el varón (y la mujer, claro) tiene intactas sus defensas, será capaz de morder y desgarrar cuando convenga, y podrá presentarse en público sonriendo con absoluta confianza de quien pisa fuerte en la vida.  

Esto parece una exageración, pero recuerdo que en uno de los apuntes para un dietario de los años sesenta, Josep Pla explica que está en Nápoles, adonde ha llegado en buque mercante, como solía hacer, única manera, gracias a un amigo armador, de viajar en tiempo de apreturas. Es Nochevieja, toda la ciudad está celebrando las fiestas, las luces de los fuegos artificiales iluminan brevemente el cielo nocturno y las olas del mar oscuro, y en seguida se apagan, por todas partes se oyen risas y brindis y pasan las parejas tiernamente abrazadas… y él se encuentra solo y deprimido en la ciudad extranjera. Ni siquiera sabe qué sentido tiene haber ido allí. Como le pasa a menudo, y ya es un hombre mayor. ¡Qué vida llevo!, se exclama.

Y se propone enderezarla. Y para ello, toma dos determinaciones que piensa poner en marcha en cuanto regrese a casa: «el râtelier, y casarme». O sea, primero conseguir la dentadura postiza que le haga parecer presentable y rejuvenecido, artilugio imprescindible para, a continuación, buscar, con alguna posibilidad de éxito, a una mujer que le haga compañía en su senectud. Es uno de los pasajes más tristes de la literatura universal que yo haya leído. ¡El râtelier! ¡Último puente a la esperanza! 

Ninguno de esos dos propósitos de año nuevo llevó a buen puerto, dicho sea de paso. 

Estas referencias hacen que nos parezca especialmente reprobable y cruel el atraco al discapacitado en la estación de tren de Corró d’Avall; y nos alegra mucho que haya recuperado esas cosas tan personales, tan importantes.  

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