Enemigos de la prosperidad
«El capitalismo democrático, que dio alas a la integración y el crecimiento económico en casi todo el mundo en cuatro décadas, anda ahora en crisis»
Si la polarización política es la principal razón por la que la economía española se encuentra detenida desde hace más de una década, no hay tampoco dónde agarrarse en la escena internacional: la fragmentación en grandes bloques comerciales lleva también desde hace varios años lastrando el crecimiento. Los datos demuestran que la división, tanto interna como externa, es enemiga de la prosperidad. Y, por desgracia, nos han tocado vivir tiempos en las que ambas coinciden. De tal forma que el capitalismo democrático, que dio alas a la integración y el crecimiento económico en casi todo el mundo en las últimas cuatro décadas, anda ahora en crisis.
Vayamos a la cosa nacional. La falta de grandes pactos entre los principales partidos ha supuesto el aplazamiento de una agenda reformista que solucione los problemas de estancamiento de la economía española. Los grandes retos estructurales siguen pendientes. España tiene hoy una renta per cápita inferior en un 17% a la media europea. Detrás de ello se encuentra la baja productividad y la reducida tasa de empleo comparada con otras economías avanzadas de nuestro entorno. Ambas, interrelacionados, son los motores principales que permiten avanzar en la mejora del nivel de vida. La realidad es que, desde hace casi tres lustros, España no ha parado de perder puestos frente a sus competidores europeos en casi todos los frentes. No sólo en la renta per cápita y la productividad, sino también en el desequilibrio de sus cuentas públicas, con un preocupante déficit fiscal estructural entre los más altos de la UE y una deuda que no ha parado de crecer y que cuyo pago y servicio condicionarán los recursos destinados a las partidas de los presupuestos que sirven para garantizar la cohesión social y la competitividad del país.
El entorno de incertidumbre económica internacional tampoco ayuda. Tras el paréntesis abierto para salir del socavón provocado por la pandemia, con el generoso estímulo fiscal de 700.000 millones de euros aprobado por la UE (la mitad a fondo perdido), la relajación de las reglas fiscales y una política monetaria ultra laxa, vivimos tiempos de repliegue. Los efectos de las subidas de los tipos de interés del Banco Central Europeo para atajar la inflación (seis incrementos en un año pasando del menos 0,5% al 4%) aún están siendo encajados por la economía. Ello sin descartar, como ya ha advertido el banco emisor, que estos aún suban más. A ello se suma el inminente regreso a las reglas fiscales atendiendo a la petición de unos países acreedores afectados por la crisis energética derivada de la invasión rusa de Ucrania y frustrados por el uso poco transparente de los fondos NextGen.
Pero nada de esto está en el debate público. Dominado por la posible voladura de los consensos del 78 si Pedro Sánchez claudica a las exigencias de los 392.634 votos que ha obtenido Junts en Cataluña, la quinta fuerza autonómica, por detrás del PP, con 469.117 votos. ¿Qué tiene que decir por ejemplo el Cercle de Economía al respecto? Porque apenas dos meses antes del endiablado resultado del 23J los 1.300 socios del influyente lobby económico catalán se pronunciaron más claramente que otras veces: «Hoy la dificultad principal de la política española es una dinámica de polarización parlamentaria de los dos grandes partidos, que tiene consecuencias preocupantes desde un punto de vista legislativo y en la implementación de una agenda reformista. El consenso siempre es garantía de una política más estable. La falta de consenso debilita al Estado». ¿Lo sostienen ahora que el procesismo y la polarización, que se promete más intensa que nunca en nuestra democracia, está a punto de instalarse en el Congreso nacional?
Si miramos al exterior, el equivalente a la polarización en la política nacional es el de la fragmentación en el comercio internacional. La eliminación de las barreras al libre comercio desde poco antes del final de la Guerra Fría fue el gran motor del crecimiento mundial. Desde principios de los años 80 hasta mediados de los 2000, el comercio internacional creció a una tasa anual del 6%, casi el doble que el crecimiento mundial, según datos del FMI.
La fenomenal integración económica de los últimos 40 años perdió fuelle durante la Gran Recesión y fue definitivamente interrumpida con la llegada de Donald Trump al Gobierno estadounidense en 2017 y su política indiscriminada de sanciones.
«Como advierte el FMI, la división y el proteccionismo sólo aumentarán la fragilidad de la economía mundial»
No sólo dirigida a China, socio desleal en la competencia, pero también a sus aliados occidentales. Su Make America Great Again, que aspiraba inútil y populistamente a recuperar los puestos de trabajo de las industrias tradicionales en una economía ya dependiente de las cadenas de producción exteriores y dominada por los servicios. La salida accidentada de la crisis de la pandemia, cuando la oferta era incapaz de satisfacer la boyante demanda que fruto del ahorro acumulado caracterizó esa recuperación, puso en evidencia la vulnerabilidad de Occidente al suministro de componentes producidos en terceros países. Desde entonces ha habido un repliegue de la producción hacia países cercanos geográficamente y más confiables políticamente. La crisis energética derivada de la invasión rusa de Ucrania intensificó esta tendencia.
Todo ello ha contribuido a que la política intervencionista y proteccionista haya sido apenas desmantelada por su sucesor demócrata Joe Biden. Los distintos paquetes de gasto público que ha aprobado su administración, valorados en más de dos billones de dólares a gastar en 10 años, tienen ese carácter. No hay más que echar un vistazo al Inflation Reduction Act, que movilizará 400.000 millones de dólares, aprobada hace un año, para lograr la reducción de las emisiones de carbono, la disminución de los costes de atención médica y la mejora del cumplimiento tributario. Los recursos destinados a todos estos loables fines exigen que tanto las empresas que quieran participar en esa transformación como los materiales o componentes usados para la misma sean de origen estadounidense.
Ante esta afrenta geopolítica o geoeconómica, Europa aún no ha dado respuesta. Pese a verse perjudicada por no poder exportar su tecnología y competir en igualdad de condiciones. O sí, pero fragmentada. Como es el caso de Alemania, con el anuncio de una inversión de 220.000 euros en la transformación de su industria de aquí a 2026 que levantó recelos entre sus socios. Pero, oiga, ¿qué se lo impide? Han sido solidarios con el resto de sus socios (son contribuyentes netos y a fondo perdido al plan NextGen), están en recesión y tienen unas cuentas públicas suficientemente saneadas como para hacerlo.
Pero volviendo a la respuesta europea. Por un lado, es una buena noticia que el conjunto de Europa no responda al proteccionismo estadounidense con una política similar. Por otro, cabe cuestionarse si, en los tiempos de competencia desleal por la defensa particular de los intereses de la unión, debería hacerlo. No tengo respuesta. Lo cierto es que la lucha contra la inflación, que se situaba hace un año en las tasas más altas en cuatro décadas, ha provocado tensiones entre las economías más prósperas. Las políticas para atajarla, más allá del giro restrictivo de los bancos centrales, ha supuesto la intervención del Estado en la economía como hace décadas no se veía, con políticas de control de los precios, imponiendo techos, subvencionando el consumo o directamente con colosales subvenciones públicas, medidas no exentas de externalidades no deseables.
La realidad es que el flujo de bienes, servicios y capital ha crecido en los últimos cinco años a un ritmo mucho menor que el de las últimas décadas. Entre 1990 y 2019 la producción de bienes y servicios en el mundo se multiplicó por tres y 1.500 millones de personas lograron salir de la pobreza, según los datos del FMI. Pero la tensión geopolítica y económica que protagonizan las dos grandes potencias rivales, EEUU y China, ha puesto en suspenso toda esa integración. Las relaciones entre ambos países atraviesan sus horas más bajas desde que China empezó su apertura económica con Deng Xiaoping a principios de los ochenta, sentando las bases para el espectacular avance del gigante asiático en los años posteriores. También los partidos de extrema derecha e izquierda en otras economías avanzadas, cuyas populistas tesis contrarias a ceder soberanismo han ido ganando terreno (basta escuchar a la vicepresidenta Yolanda Díaz arremetiendo contra la política monetaria del BCE, ignorando que el valor y credibilidad de la moneda dependen de la independencia de la autoridad monetaria), han contribuido al retroceso de esa integración.
Como advierte el FMI, la división y el proteccionismo sólo aumentarán la fragilidad de la economía mundial. De mantenerse las restricciones al comercio establecidas desde 2019 (los aranceles se han triplicado en el periodo transcurrido hasta hoy), la producción mundial a largo plazo puede reducirse un 7% (7,4 billones de dólares). Lo que equivale al PIB anual combinado de Alemania y Francia o a tres veces la producción anual de toda África subsahariana.
Todos los datos demuestran que la polarización en la política nacional y la fragmentación en el comercio mundial son una pésima combinación para el progreso económico. Por un lado, la posible reedición de un Gobierno liderado por Pedro Sánchez, rehén de unas fuerzas independentistas a las que se refanfinfla un proyecto común de país y que atienden sólo a sus propios intereses, agudizará la decadencia económica que padece España. ¿Seguirá condenada a seguir perdiendo peso en la economía mundial? En 2007 era la octava potencia. Ahora ocupa el puesto 15. Por otro, sólo la desescalada de las hostilidades en el comercio mundial puede volver a impulsar el que hasta hace poco fue el gran motor del crecimiento y de la integración económica (y social) mundial. Pero frente a la cooperación, que se ha demostrado esencial para superar los sucesivos shocks como los vividos en los últimos cinco años, sigue extendiéndose la división. Y su precio será la prosperidad.