La religión del perdón selectivo
«El progresismo dice buscar la igualdad pero en realidad su continuidad depende de la posibilidad de perpetuar la desigual relación de poder»
Es imposible comprender en toda su magnitud los enfoques sobre los grandes temas de la agenda pública española de las últimas semanas sin tomar en cuenta la incidencia de la perspectiva del progresismo woke. Y no me refiero solamente al beso de Rubiales o a la delirante persecución a un grupo de chavales por los comentarios desafortunados que pudieran hacer en privado por whatsapp, sino también a la eventual posibilidad de una amnistía a los implicados en el procés.
Es que resulta harto evidente que el progresismo se ha transformado en la religión de los tiempos presuntamente seculares, aun cuando esto incomode a sus devotos y aun cuando, naturalmente, haya resistencias.
Es más, como bien indicara un colaborador de este mismo espacio, Miguel Ángel Quintana Paz, la nueva religión progresista, a pesar de su obsesión contra la tradición judeocristiana y la Iglesia, se ha apropiado de muchos de sus símbolos, como ser, por ejemplo, el énfasis en la víctima. Claro que, en esta apropiación, el aprecio por la víctima deviene glorificación del victimismo con la consecuente divisoria entre personas que, por su color de piel, religión, género, etc. están determinados a ser víctimas o victimarios.
Sin embargo, Quintana Paz agrega que hay un aspecto central de la tradición judeocristiana con la que el progresismo no se lleva bien: el perdón.
Efectivamente, más allá de la retórica garantista, una acción que contradiga los valores neopuritanos de la nueva dogmática, será perseguida de manera implacable independientemente del momento en que haya ocurrido. El linchamiento público puede ocurrir por un comentario en una red social realizado 15 años atrás; o, peor aún, en esta lógica de aplicación retroactiva de los linchamientos, utilizando los valores de la sociedad actual se pueden juzgar las acciones ocurridas hace 500 o 1000 años, tal como atestigua la moda del derribo de estatuas o la censura a determinadas obras y autores clásicos.
Sin embargo, llegados a este punto, es necesario hacer algunas consideraciones.
«Nada de lo que hagan los varones blancos y heteros será suficiente»
En primer lugar, esta particular relación que el progresismo tiene con el perdón debe entenderse a la luz de lo que es, desde mi punto de vista, uno de sus rasgos esenciales, esto es, la construcción de los vínculos sociales a través de la noción de «deuda». Efectivamente, como decíamos antes, la sociedad progresista es una sociedad partida en dos donde hay víctimas y victimarios. Si eres no hombre, no blanco, no hetero, etc. perteneces al bando de las víctimas. Si no, lamentablemente, eres un privilegiado y te toca estar del lado de los victimarios. Esa condición es inamovible porque lo que lo define es una identidad y no las acciones de los individuos. Así, a estas personas que son víctimas «por esencia» se les debe algo que sería, por definición, imposible de pagar y, por ende, el victimario tiene una deuda que, también por definición, sería imposible de saldar. En otras palabras, nada de lo que hagan los varones blancos y heteros será suficiente. Nunca. Entonces el progresismo dice buscar la igualdad, pero en realidad su continuidad depende de la posibilidad de perpetuar la desigual relación de poder existente entre acreedores y deudores.
En la comparación entre el castigo social en forma de linchamiento «virtual», tan de moda últimamente, y el castigo por la vía judicial, está el mejor ejemplo del funcionamiento de este progresismo que no perdona y postula deudas eternas. Es que cuando una persona realiza un acto que está fuera de la ley, existe una penalidad en función del acto. Es lo que se conoce como «proporcionalidad». Para tal acto, tal castigo en proporción al acto realizado. Desde la pena más baja a la pena más alta. Pero lo central allí es que con el cumplimiento de la pena, sea la que fuera, «la deuda» se extingue, aun para los peores crímenes. Eso quiere decir que el malviviente «paga» y cuando «paga» no debe más. Su castigo no es eterno. No sucede lo mismo con las «faltas» juzgadas por el progresismo woke. Allí no hay proporcionalidad, ni purga ni redención; el castigo no termina nunca, del mismo modo que la cancelación es para siempre.
A su vez, en segundo lugar, dado que no hay proporcionalidad, el acto más trivial puede ser juzgado con una severidad inusitada según el humor de la turba. En otras palabras, como todo es lo mismo, alguien puede decir que lo de Rubiales es una agresión sexual que merece la cárcel, o un comentario idiota en un whatsapp privado puede iniciar una «cacería» mediática que, en el mejor de los casos, solo acabe con el fin de la carrera académica de un estudiante y su humillación pública.
Ahora bien, si el progresismo fuera coherente en esta dinámica tan nociva, alcanzaría con advertir que estamos transitando una pendiente resbaladiza hacia una sociedad asfixiante que atenta contra nuestras libertades. Pero me temo que hay algo peor, de modo que a aquella advertencia hay que sumar una segunda vinculada a la particular selectividad que muestra el progresismo al implementar su pasión persecutoria sobre determinadas personas y determinados hechos.
«La propia noción de ‘amnistía’ deriva del griego ‘amnestía‘ que significa, justamente, ‘olvido’»
Pensemos, si no, en la eventual amnistía que se estaría negociando a cambio de los votos necesarios para la investidura de Pedro Sánchez. Se trata curiosamente de un concepto vinculado a la idea del «perdón». De hecho, la propia noción de «amnistía» deriva del griego «amnestía» que significa, justamente, «olvido», y del cual se sigue un sinfín de conceptos caros a nuestra civilización occidental, al menos desde Platón a la fecha.
En este caso puntual y por evidentes razones políticas, de repente puede haber perdón y olvido aun cuando la acusación que pesa sobre Puigdemont y demás intervinientes, tiene como objeto una acción que en cualquier lugar del mundo sería juzgada con la máxima severidad.
Entonces ya ni siquiera es el problema de que todo parece lo mismo y de que acciones menores de eventual incivilidad o falta de decoro, se evalúen de manera desproporcionada, sino que acciones que deben considerarse desde el punto de vista penal, de repente, gozan del beneficio del olvido y el perdón solo por la conveniencia del poder de turno. Resulta así evidente que el progresismo ha devenido una religión en la que hay perdón, pero solo de manera selectiva.
Aun con un grado de cinismo, permítaseme concluir estas líneas afirmando que podríamos perdonarles que fueran sectarios y fascistas, pero lo que no vamos a aceptar es que sean incoherentes; aunque mejor sería acabar con aquella frase que pronunciara un gran cantautor catalán cuando en un perfecto castellano afirmara: «si no fueran tan temibles, nos darían risa».