La luz de Savater
«La desaparición de ETA por la que él y tantos otros valientes abogaron no era sólo la de sus crímenes, sino la del anhelo político que dio pábulo a la violencia»
Creo que Savater, y los firmantes del manifiesto contra la exhibición del documental sobre Josu Ternera en el Festival de Cine de San Sebastián, se equivocan al pedir que no se proyecte. No dudo en cambio de la oportunidad de recordar y censurar el secular sectarismo de la organización de ese tan icónico Festival y su connivencia con la urdimbre política que ha alimentado el terrorismo de ETA. Creo, más allá del compromiso que debemos mantener con algunos principios que el mismo Savater nos ha enseñado a reverenciar, que no hay nada menos normalizador del terrorismo de ETA que exhibir las entrañas de la bestia. Claro que esta consideración empírica es perfectamente falsable con los hechos, hechos que eventualmente desmentirán también mi confianza en la sensibilidad y sensatez ciudadana. Pero no es de esto en realidad de lo quiero hoy escribir.
Savater charló con Andreu Jaume el pasado jueves en la Fundación Ortega y desgranó muchos momentos de su trayectoria ejemplar como académico y ciudadano. En un momento Jaume trajo a colación alguna de sus viejas disputas, concretamente la que mantuvo con el dramaturgo Alfonso Sastre en El País allá por noviembre de 1983. Y uno, que es de natural curioso, acudió a las fuentes originales de ese intercambio (a la espléndida Hemeroteca del Buitre accesible en Internet y que les recomiendo vivamente). También porque Sastre fue durante años el marido de Genoveva Forest (una presunta cooperadora en el atentado que ETA cometió en 1974 en la cafetería Rolando, cuyos autores y cómplices nunca llegaron a ser juzgados en aplicación de la ley de amnistía del 77 y que la banda reivindicó finalmente en 2018) y hacía poco que me había vuelto a topar con una evocación de aquel asesinato masivo leyendo Contranarrativa de la transición política en España de María Luisa Balaguer, actualmente magistrada en el Tribunal Constitucional.
En este libro la profesora Balaguer recuerda sectorialmente el período del advenimiento de la democracia en España y dedica un capítulo al «terrorismo», capítulo en el que son protagonistas ETA y la violencia de la extrema derecha, la guerra sucia contra ETA y las «reacciones fascistas a los atentados», pero en el que no hay casi mención ni al GRAPO ni al FRAP. Del atentado de la calle Correo la magistrada recuerda que la abogada Lidia Falcón se vio «envuelta en una situación», verbigracia, haberle dejado a Forest la llave de la casa en la que «… cobijó a algunas personas que llevaron a cabo actos terroristas». Balaguer se concentra en el conflicto que surgió entre Falcón y Forest, las torturas a las que las sometió Billy el Niño, el desmarque del PCE, los manifiestos internacionales pidiendo la liberación de los detenidos. La dimensión concreta de ese hecho se escamotea: 13 muertos entre clientes y trabajadores de la cafetería.
«Se trataba, y se trata, de blanquear la salvajada de aquella bomba indiscriminada por la vía ‘explicativa’»
Bien es cierto que la autora nos ahorra ese expediente tan bochornosamente frecuente en ciertos pagos de la izquierda española – también la historiográfica- que ha consistido en tratar de encontrar y contar a toda costa entre las víctimas a quienes no fueran civiles. Por ejemplo Concepción Pérez Paíno, que, por lo que parece, dada su condición de «administrativa de la Dirección General de Seguridad» era mucho menos «inocente» y perfectamente sacrificable en el altar de la lucha por los derechos del pueblo vasco. Se trataba, y se trata, ahora sí, de blanquear la salvajada de aquella bomba indiscriminada por la vía «explicativa», esa que enseguida dará pábulo a la «excusa» si es que no rectamente a la «justificación» (y si no me creen pueden leer Un atentado en busca de autor: engaños sobre la bomba en la calle del Correo en el diario digital El salto de 13 de noviembre de 2018).
Vuelvo al intercambio Sastre-Savater de 1983. Al primero no le gustaba nada que una supuesta intelligentsia madrileña jaleara un reciente discurso del presidente Felipe González prometiendo reforzar la vía policial contra ETA. Junto a ese lamento el dramaturgo reivindicaba la «teoría» aunque, como bien le espetaba Savater en su respuesta, por mucho que se espigara en su torturada tribuna no se alcanzaba a ver ni de qué teoría se hablaba ni mucho menos el modo en el que vendría a resolver el problema de la violencia. En lo dicho y en lo implicado por Sastre no había más que tinieblas, las que nos habrían de acompañar durante casi 30 años más desde entonces en la forma del asesinato, secuestro, chantaje, exilio, miedo, sometimiento al fin de la sociedad española.
Y el caso es que ha sido desde aquel momento precisamente Savater quien más luz ha arrojado sobre este asunto de la «teorización» del terrorismo de ETA. Lo volvió a hacer el jueves: la desaparición de ETA por la que él y tantos otros –o quizá no tantos- valientes abogaron públicamente y se dejaron incluso la vida, no era sólo la de sus crímenes y el subsiguiente terror causado, sino la de, efectivamente, el anhelo político que dio pábulo a ese uso de la violencia. Muerto el perro no se acabó la rabia, podríamos condensar savaterianamente.
Y en uno de esos destellos que a tantos nos han cautivado desde que leímos Ética para Amador, Savater lo ejemplificó con el caso de la violencia de género. Quienes han promovido toda una batería de medidas jurídicas e institucionales, nada menos que un «pacto de Estado», para acabar con la violencia que ejercen los hombres contra sus parejas o exparejas, no nos instan sólo a lamentar y condenar esos asesinatos de los que se nos da cuenta puntualmente, sino a comulgar con la rueda de molino teórica de que esa específica violencia es debida a que los hombres matan a las mujeres «por el hecho de serlo» para lo cual basta con que el autor sea un varón pareja o expareja de la víctima y ésta una mujer.
De la patraña teórica que alimenta esa tan preponderante ideología de la violencia de género no cabe dar mejor prueba que el hecho de que, por mucho que vociferen las representantes del Ministerio de Igualdad, Antonio, la sevillana que saltó a las primeras páginas de la prensa esta semana por su pasado maltratador y su actual condición de mujer (trans), ya no contará a partir de ahora como autor de delitos de violencia de género – no así los que haya cometido antes del cambio- para lo cual le ha bastado esa mera declaración de voluntad en el Registro Civil que incorporó como único requisito la infame ley trans promovida por las mismas que sostienen la pintoresca causalidad de la violencia de género. Como he señalado en alguna otra ocasión, acabar con la «violencia de género» así teóricamente concebida es muy sencillo: basta con instar a toda la población masculina a acudir al Registro Civil y modificar su mención del sexo. La violencia entre seres humanos persistirá, por supuesto, pero no en cambio la violencia machista.
«ETA sigue viva y habrá triunfado si, como todo apunta, Bildu se hace con la hegemonía política en el País Vasco»
Hay un «terrorismo machista» que anida siempre tras cada acto violento de los hombres contra las mujeres, se insiste contra toda evidencia y lógica, y en cambio de las motivaciones políticas y éticas que anidaban tras los atentados de ETA pareciera que no cabe ni apunte de esa mecha teórica que activaba la bomba de la cafetería Rolando en 1974, o el animus del asesino de la fiscal Carmen Tagle en 1989 o el de Ernest Lluch en 2000 y así hasta cerca de las mil víctimas: un nacionalismo etnicista que, por esa condición, es esencialmente xenófobo e incompatible con los mejores valores del racionalismo y de la Ilustración.
Es en ese sentido que ETA sigue viva y habrá triunfado si, como todo apunta, Bildu se hace con la hegemonía política en el País Vasco. De momento coadyuva alegremente a la formación de una «mayoría de progreso que apuesta por la convivencia», que, liderada por el PSOE, contará también con un partido que tiene como uno de sus santones ideológicos a un racista de postín como Sabino Arana y al del fugado Puigdemont, de probada xenofobia y que insiste en volver a intentar la «vía unilateral para la independencia», es decir, una nueva asonada golpista.
Mientras la derrota final –la nuestra, la de los savaterianos que en este mundo nos unimos- llega, permítanme que les recomiende uno de los más necesarios documentales del ya aludido Arteta: Trece entre mil, de 2006, y que, ¡ay!, no tuvo la suerte de lograr el Goya ni de prodigarse apenas en las televisiones públicas, mucho menos en la vasca. Deténganse especialmente en los gestos sencillos, los silencios, las miradas aún sombrías y acuosas, las preguntas, que muchos años después se siguen haciendo Francisco Rey y María Ángeles Martínez, los padres de María Ángeles, su única hija, una de las 13 que murió en la cafetería Rolando cuando contaba 20 años.
No se me ocurre mejor dosis de anticuerpos si el mordisco de la curiosidad por lo de Évole les infectara.