8 de octubre, domingo
«Quienes salgan a la calle convocados por Sociedad Civil Catalana tendrán esta vez enfrente a un Gobierno del Estado dispuesto a pactar con el independentismo»
El próximo domingo se cumplen seis años, con sus correspondientes domingos, de aquel 8 de octubre de 2017. Las razones por las que un millón de personas desbordaron entonces las calles de Barcelona —el diputado regional Lluís Llach, exudando su contrastada xenofobia, las había bautizado ya la víspera con el expresivo nombre de «buitres»— son las mismas por las que el próximo domingo van a manifestarse en la ciudad decenas o cientos de miles de personas. Menos, en todo caso, que en 2017, entre otros motivos porque este 8 de octubre los socialistas del lugar, fieles a su nacionalismo de cuna y a su vínculo con el PSOE de Sánchez —o sea, al odio segregado contra la derecha—, no van a movilizar a sus partidarios en defensa del Estado de derecho.
Decía que las razones son las mismas y debería haber añadido que la situación política es infinitamente peor. Entonces veníamos, sí, de un intento de golpe de Estado concretado en las llamadas «leyes de desconexión» aprobadas por la mayoría independentista del Parlamento regional y suspendidas al poco por el Tribunal Constitucional, y de un referéndum ilegal de autodeterminación saldado con el fracaso de los convocantes. Pero el martes siguiente el Rey de España se había dirigido a la nación y, en particular, a cuantos ciudadanos de Cataluña se sentían parte integrante de ella —más del 50% de la población, según los sondeos de la época— para mostrarles su apoyo y su cariño y asegurarles, en suma, que no estaban solos. La manifestación de aquel 8 de octubre fue, en definitiva, la expresión multitudinaria de la fortaleza del Estado de derecho y los poderes que lo componen.
Seis años más tarde, esa fortaleza está en entredicho. Quienes salgan a la calle el domingo respondiendo a la convocatoria de Sociedad Civil Catalana y al llamamiento de las distintas entidades cívicas y partidos políticos que la secundan no van a contar con el sostén del Poder Ejecutivo ni de medio Legislativo. En lo que respecta al Poder Judicial, está por ver qué papel jugará el Constitucional cuando le toque —en el supuesto de que llegue a tocarle— pronunciarse sobre esa amnistía de momento no nata. Lo que tendrán enfrente esos manifestantes, además de a un Gobierno autonómico independentista, es a un Gobierno del Estado y a una mayoría provisional del Congreso de los Diputados dispuestos a pactar con el independentismo lo que haga falta con tal de que Pedro Sánchez conserve el poder.
«Lo que está en juego no es ni puede ser jamás un problema estrictamente catalán»
La primera evidencia de esa sumisión del todo a la parte fue la decisión tomada por la Mesa del Congreso cuando aprobó una modificación del reglamento para que sus señorías pudieran expresarse en lo sucesivo en cualquier lengua cooficial en el ejercicio de sus labores parlamentarias. ¿Cómo no sentirse menospreciado como ciudadano residente en Cataluña —o en Baleares, Comunidad Valenciana o País Vasco— al contrastar esos derechos lingüísticos de los que se ha revestido a sus representantes en la Cámara Baja, cediendo a las exigencias de un prófugo, con la imposibilidad de escolarizar a sus hijos en sus respectivos territorios en la lengua oficial del Estado?
Los manifestantes del próximo 8 de octubre, al igual que los de hace seis años, son los otros. Descontando a quienes vayan a desplazarse desde otras partes de España y cuya presencia en la manifestación resulta esencial para poner de relieve que lo que está en juego no es ni puede ser jamás un problema estrictamente catalán, ni menos aún, como pretende el fugado, un problema de «Cataluña con España» y para descartar que una forma de salir del atascadero sea, como sostienen algunos presuntos ilustrados, permitir a los independentistas separar Cataluña del resto de España; descontando, en suma, esa muestra de solidaridad con los catalanes que también son y se sienten españoles, lo importante del domingo son las víctimas de la ignominia, estén o no estén presentes en la manifestación.
Me refiero, claro, a los que llevan décadas y décadas aguantando el ninguneo al que les somete el nacionalismo con la complicidad, interesada o indolente, de los sucesivos gobiernos del Estado porque se resisten a abrazar la causa identitaria. Un ninguneo que no se limita al pisoteo de sus derechos lingüísticos en el mundo educativo o en el campo institucional, sino que se extiende a cuantos ámbitos –y su número no para de crecer– han sido colonizados por el nacionalismo.
Por ellos, por esos españoles sin amparo, hay que movilizarse sobre todo el domingo. Para tratar de impedir que una futura amnistía a quienes delinquieron y prometen volver a hacerlo no venga a sumarse a las afrentas ya sufridas y no se sientan, pues, además de cornudos, apaleados. O, como reza el lema de la marcha, para que ni la amnistía ni la autodeterminación sean en su nombre. Ni en el nuestro.