THE OBJECTIVE
Pablo de Lora

Volver a Barcelona. De amistad y política

«¿Cómo mantener esta amistad cívica contigo, A., que demuestras con tus actos y tu voto no tener más ideología que la de ‘que no gobierne la derecha’?»

Opinión
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Volver a Barcelona. De amistad y política

Ilustración de Alejandra Svriz.

Querida A., me convocas en el grupo para subir este fin de semana a la montaña y no estaré. Vuelvo a Barcelona, como hace seis años, aunque me he limitado a contestar en el chat: «Estoy fuera». 

Seis años… parece mentira. ¿Te acuerdas? Yo sí, de tu cara circunspecta, extrañada, molesta cuando supiste que me animaba a ir a Barcelona con Emilio y María, ese mismo semblante de asombro que te asomaba cuando mirabas las banderas de España que repentinamente proliferaron como hongos en los balcones de Madrid. Te parecía que no era «cuestión de añadir más leña al fuego» sino de «hablar». ¿Parlem? ¿Hablamos? ¿Te acuerdas? Acudiste de blanco a Cibeles, como era preceptivo en la convocatoria, dejando de lado «las banderas». Poco más de un mes antes, en el templo del Parlar, el Parlamento de Cataluña, se había decidido, ilegal e ilegítimamente, como sabes bien y reconoces en tu fuero interno, enmudecernos a todos, privarnos de nuestro derecho de ciudadanía más básico.

Y de paso, ¿te acuerdas?, se habían retirado todas las banderas dejadas por los representantes que decidieron no participar en ese golpe de Estado institucional y abandonaron el templo de la palabra. También lo hicieron los socialistas catalanes, con Iceta a la cabeza. ¿Te acuerdas? Bueno, todas las banderas no; solo las banderas españolas. Y no te dolió en el alma, aún hoy no te espanta porque, dices, todas ellas son trapos aunque bien gustes de lucir la bandera republicana a poco que se tercie «por lo que representa». Pues eso: aquellas banderas retiradas en el Parlamento de Cataluña en las infaustas jornadas de 6 y 7 de septiembre serán banales símbolos, pero revisten la importancia de señalar lo común, lo de todos, lo que hemos heredado, A., lo que no nos puede ser arrancado sin contar con todos porque es de todos, lo que nos permite hablar cabalmente del «patriotismo de los servicios públicos», ese sintagma que tanto te gusta propalar. 

Hace tiempo que nos bandeamos y nos evitamos, que hurtamos cosas importantes de nuestras conversaciones, lo que antaño nos unía para poder discutir provechosamente. El fundido a negro no fue repentino pero hoy, seis años después, puedo precisar bien los momentos en los que el cortocircuito preludiaba la densidad de un silencio que pudo prolongarse por meses y que ahora es más espeso que nunca. ¿Te acuerdas cuando negabas airada que se fuera a pactar nada con Bildu en Navarra? ¿O cuando te reías de mis preocupaciones sobre esa agencia tributaria catalana que se creaba? Y, antes, que no teníamos que preocuparnos de la consulta de Artur Mas. Que en Madrid todo se sobredimensionaba como estrategia de la derecha. Toda esa preocupación, indignación por momentos, era, decías, «gasolina contraproducente», «piezas en la fábrica del independentismo». ¿Te acuerdas?  

«Lo que antes era combustible – aplicar la ley, traer al prófugo Puigdemont- ahora era de cajón de madera de pino»

Y cuando ya estaba abierto en canal lo que aún persistes en llamar «el conflicto territorial», suspendida la autonomía de Cataluña, en el vértice de haberse producido una insurrección violenta en toda regla, pareciste caer del guindo. Nuestra particular agenda del reencuentro nos permitía coincidir en lo básico. Quizá no fue rebelión, tal vez sí… Lo que antes era combustible –aplicar la ley hasta las últimas consecuencias, penalizar la convocatoria de consultas ilegales, traer al prófugo Puigdemont- ahora era de cajón de madera de pino. Hasta que tocó gobernar y cambiar el paso; sin previo aviso. Primero pactar con quien quitaba el sueño, y, poquito a poco, como las cucharaditas del potito al bebé, administrar el puré de lo que antes era indigerible pues se situaba más allá de las líneas rojas: diseñar Presupuestos con delincuentes en la cárcel, indultar, modificar a conveniencia el Código Penal para contentar al independentismo, no recurrir ante el Tribunal Constitucional la flagrante desobediencia que supuso la ley catalana mediante la que se sorteaba el requisito del 25% impuesto por los tribunales, reunirse con Torra como si se estuviera de visita en Mongolia. «En Cataluña no hay ningún problema lingüístico… no hay que politizar con el español…». ¿Te acuerdas? No sigo.  

Nos seguimos cruzando en las esquinas del barrio, en las casas de amigos comunes, en el trabajo, sorteando el campo de minas de los profundos, desgarradores desacuerdos, que, de hacerse explícitos, harían saltarlo todo por los aires. Pero me harta que ocasionalmente apuntes a que «no hay que tomarlo personal», que «no te afecte ni nos afecte la política». Y a continuación bajamos a clase a perorar sobre la igualdad, la ciudadanía, la razón pública, las razones para obedecer a una autoridad que no se sitúa por encima de la ley sino que pretende darnos razones para la obediencia al Derecho… ¿pero no te das cuenta? ¿Cómo no va ser «personal» lo que está en juego? 

Sé que esa fusión, la amistad y la política, es antigua pero tú sabes como yo que es inevitable cuando pensamos – y asumo que lo seguimos pensando- que algo parecido a la fraternidad es el pegamento inevitable para que el poder público posibilite a todos los ciudadanos un perímetro de libertades que se hacen efectivas porque nadie está dominado por las necesidades más perentorias para su subsistencia. ¿Qué sería de nuestro sistema de bienestar, por precario que sea, si se atendiesen las demandas secesionistas, o peor aún, si se extendiesen, bajo el burdo expediente del «respeto a la diversidad», los privilegios de quienes, por otro lado, resultan ser los más ricos? ¿Cómo ser fraterno con quien quiere extranjerizar a los amigos comunes sin que tú y yo no tengamos nada que decir porque nos falta un gen, o algún apellido del lugar, o por no hablar alguna de esas «lenguas propias»? ¿Cómo mantener esta amistad cívica contigo, A., que demuestras con tus actos y tu voto no tener más ideología que la de «que no gobierne la derecha»? Y por supuesto no parecer de derechas ante los tuyos. Lo tuyo es una fe, una religión política, y de esas cosas, como de los gustos, non est disputandum

Ahora, imploras como el creyente que en el fondo eres pues no puedes dejar de ver la debacle: no puedes soportar ver de nuevo las calles de Barcelona con los adoquines al vuelo, el envalentonamiento de los que alimentaron el procés, con el Estado inerme, frente a quienes, lejos de contrición exhiben determinación delincuencial; pero al tiempo confías en que Pedro Sánchez nos ahorre ese cáliz. ¡Y que no le volverás a votar! ¡Ahora sí que no! Como si no hubiera dependido sólo y exclusivamente de él, como si fuera una deidad frente a la furia de los meteoros ingobernables. 

«La amnistía también fue un ‘eso sí que no’. ¿No te acuerdas? »

Y ya ves que no: que el cáliz de la amnistía ya lo hemos casi terminado de sorber, pero el referéndum eso sí que no… La amnistía también fue un «eso sí que no». ¿No te acuerdas? ¿No te causa sonrojo siquiera sea interno? Atiende al razonamiento del señor del cáliz. Creo que lo puedo reproducir fielmente aunque me hiera la tarea reconstructiva: tenía la convicción –nos dice- de que el indulto iba a servir para «pacificar» Cataluña, ahora tengo la constatación (él lo dice contrapunteando las sílabas: cons-ta-ta-ción). Por esa razón ahora tragaremos la amnistía. ¿No ves, A., la implicación? 1) O bien no se pacificó Cataluña pues por eso ahora hay que dar el paso de la amnistía, con lo que la premisa no nos sirve; o 2) nada nos evita pensar que en el futuro el señor del cáliz hará un razonamiento análogo. Del siguiente tenor: yo tenía la convicción de que la amnistía pacificaría Cataluña, ahora tengo la constatación… Ergo: toca el referéndum y la línea roja ahora es amarilla tirando a verde. Y 1) y 2) no son excluyentes.  

A veces, muchas, te he querido preguntar, A., qué tendría que pasar para que no apoyaras a los que consideras «tuyos» llegado el momento de las urnas. Y me temo, ya sin remisión, que la respuesta es: «Cualquier cosa». Puede mi señor del cáliz contar conmigo para lo que sea menester: por ejemplo tragar la rueda de molino de «olvidar» lo sucedido en el otoño del 2017 y «pasar página». Aceptar que hace seis años ni yo ni tantos miles estuvimos en el lado correcto de la historia. Y todo porque hacen falta siete votos, los de «la persona que está en otro país» según dice una de tus gurús, que determinará nuestro futuro colectivo. Y no, yo no estoy dispuesto. Tampoco quiero constatar una vez más que ya no compartimos el espanto, eso que, según Borges, liga más que el amor mismo.

Así que no, mañana domingo no «estoy fuera». Estaré en Barcelona, de nuevo en sus calles, en las de todos los españoles, como lo son todas las calles y plazas de España, sumando mi voz a la de tantos que queremos seguir perteneciendo a esta comunidad en la que nos tratamos como iguales y en la que procuramos que nos gobiernen las leyes y no las conveniencias puntuales de gobernantes sin escrúpulos ni principios.

 

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