THE OBJECTIVE
Daniel Capó

La casa dividida

«El uso bastardo de los intereses inmediatos corrompe la gestión pública, desviándola de su objetivo y ensombreciendo el relato necesario para el porvenir»

Opinión
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La casa dividida

Ilustración de Alejandra Svriz.

Poder, ruido de fondo y rumores: en política, casi todo se mueve impulsado por estos factores. La prensa se nutre asimismo de estos mismos ingredientes, porque sabe que venden. Generan tensión, miedo, estrés y, por tanto, ventas. El cortoplacismo rige sobre el largoplacismo. Al mismo tiempo, parecemos incapaces de cambiar lo que es evidente que no funciona o que ha sido un evidente error. Benito Arruñada reflexionaba el pasado domingo en las páginas de opinión de este mismo periódico acerca de la equivocación que supuso transferir la enseñanza de la Historia a las autonomías, cediéndoles de este modo el control del pasado. Coincido con su opinión, aunque hoy, más allá de lo autonómico, la enseñanza de la Historia en las aulas de secundaria se ha convertido en un sucedáneo ideológico; pese a todo, considero que además del pasado contamos también con el futuro.

Quiero decir que la salud de una nación se mide tanto en relación con su pasado –los mitos y creencias comunes que comparte una sociedad y que la cohesionan– como con su futuro. ¿Cuáles son ahora nuestros anhelos compartidos? ¿Cuáles, los grandes proyectos que nos definen e impulsan? Uno diría que no lo sabemos. O que los que se publicitan resultan profundamente divisivos, como es el caso de la reestructuración territorial o el uso de la memoria histórica, por no hablar de las distintas variantes de la ideología woke.

«El reencuentro de la Transición no fue –como se pretende ahora– una salida en falso, sino un nuevo inicio»

El optimismo que vivió nuestro país tras la instauración de la democracia constitucional en 1978 tuvo mucho que ver con el rejuvenecimiento demográfico de una nación que deseaba normalizarse después de dos siglos de continuos conflictos civiles. El reencuentro de la Transición no fue –como se pretende ahora– una salida en falso tutelada por los herederos del franquismo, sino un nuevo inicio sustentado en el reconocimiento de la realidad sociológica e histórica de España. Un nuevo comienzo que miraba conscientemente hacia el futuro, conjugando la recuperación de derechos con la europeización institucional, económica y social de las costumbres y los modos de vida. Muchos de los grandes proyectos que se impulsaron responden a ese sueño europeo: del despliegue de un Estado del bienestar digno de su nombre –la sanidad gratuita y universal fue una de las joyas de la corona– a la excelencia deportiva, de los Juegos Olímpicos en Barcelona a la red de autopistas y trenes de alta velocidad, del ingreso en el euro al surgimiento de las primeras multinacionales españolas, de la participación en programas como Airbus o Eurofighter a la modernización de la Armada. Proyectos que se dirigen al futuro con la ambición de forjar un país.

Una mirada no problemática sobre el pasado exige una mirada esperanzada hacia el mañana. Y este equilibrio, siempre inestable, requiere sustituir el ruido de fondo del cortoplacismo, esa rumorología incesante en torno al poder, por la mirada amplia y generosa de una clase política que piense en generaciones y no en legislaturas. El uso bastardo de los intereses inmediatos –comprensible hasta cierto punto, pero sólo hasta el límite que impida la canibalización del adversario– corrompe la gestión pública, desviándola de su objetivo y ensombreciendo el relato necesario para el porvenir. Un país moralista y justiciero, que vive preso de las reivindicaciones identitarias, no será capaz de exorcizar sus demonios. «Una casa dividida contra sí misma, no permanece», leemos en el versículo evangélico que citó Abraham Lincoln en su famoso discurso de 1858. Esta regla es universal. Hay que mirar al futuro con ambición y coraje, si queremos restablecer la casa dividida.

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