La democracia española en el callejón del Gato
«Una esfera pública acostumbrada a la deformación tremendista de la realidad terminará por normalizar aquello que jamás debería normalizarse»
Sin una cultura política compartida, asentada en el respeto a los principios liberales, una democracia puede rodar por la pendiente de su propio deterioro. Ni que decir tiene —aunque conviene recordarlo— que los partidos políticos desempeñan un papel crucial en este proceso: son ellos los que sentirán la tentación de hacer lo necesario para mantenerse en el poder o acceder a él, sean cuales sean las consecuencias, arrastrando con ello a ciudadanos y medios de comunicación allí donde estos carezcan de la deseable autonomía y prefieran la victoria de los suyos al mantenimiento de la coherencia argumental o la integridad constitucional.
Donde más claramente se percibe la erosión de la cultura política liberal-democrática es en la conversación pública realmente existente. Obviamente, esa conversación nunca ha consistido en la práctica en un intercambio sosegado de argumentos racionales; no somos ingenuos. Sin embargo, la liberalización expresiva propiciada por las redes sociales está dando forma entre nosotros a un espacio público que se diría la reproducción digital del famoso callejón del Gato concebido por Valle-Inclán como sede originaria del esperpento. Allí es donde Max Estrella defiende la idea de que el espejo cóncavo deforma la realidad: «El sentido trágico de la vida española sólo puede darse con una estética sistemáticamente deformada». Hoy son los partidos políticos los que colocan un espejo deformante enfrente de cualquier aspecto de la realidad social que pueda servir a sus fines, hinchando cualquier noticia o haciendo noticia de cualquier anécdota y recurriendo a las primeras de cambio a una retórica incendiaria que sitúa el conflicto político en un plano existencial que demanda una inequívoca toma de partido. El coro de sus partidarios hace el resto, generando una ola de indignación que va tomando altura hasta ensombrecerlo todo.
«Son a menudo pseudo-acontecimientos cuyos protagonistas fuerzan para sacar partido en medios y redes sociales»
Véanse las reacciones suscitadas en los últimos días por el encontronazo del diputado Puente con un pasajero que quiso provocarlo en el AVE a Valladolid o la negativa de la presidenta de las Cortes de Aragón a saludar en un acto institucional a Irene Montero y Ángela Rodríguez Pam; por limitarnos a dos ejemplos entre muchos. ¡Qué cosas se han dicho! Y como la escalada hiperbólica puede darse por descontada cuando se tiene un ejército de activistas bien disciplinado, la cadena causal se invierte: estos episodios son a menudo pseudo-acontecimientos cuyos protagonistas fuerzan para sacar partido en medios —«¡última hora!»— y redes sociales. Así, el pasajero que se dirigió a Puente iba grabando con su móvil según se aproximaba al exalcalde vallisoletano, pensando en la difusión posterior de la previsible gresca; antes de saludar a la representante de Vox, Irene Montero quiso provocarla con una referencia a la defensa del derecho al aborto. Y así hasta la siguiente tangana, acompañada de las habituales declaraciones altisonantes por parte de estos actores del método: el método populista de la polarización deliberada del cuerpo social.
Huelga decir que una esfera pública acostumbrada a la deformación tremendista de la realidad terminará por normalizar aquello que jamás debería normalizarse. Y así es como nos encontramos dando por hecha la amnistía de los separatistas catalanes, al tiempo que empieza a hablarse de un posible referéndum de autodeterminación: quien se acostumbra al ruido, termina por no oír nada.