Ese perverso mecanismo
«Los socialistas están proporcionando valiosas pruebas acerca de la rapidez con la que los votantes reajustan sus creencias a las directrices del partido»
En cuanto se hubo celebrado en Barcelona —con éxito relativo— la manifestación convocada por Societat Civil Catalana contra la amnistía del separatismo ahora en ciernes, el actual líder del PSC —el exministro Salvador Illa— identificó a los asistentes con la ultraderecha reaccionaria que mira al pasado y desea reactivar el conflicto catalán en vez de resolverlo. ¡Se dice pronto! El patrón discursivo se repitió hace unos días, con motivo de la reunión entre Pedro Sánchez y los representantes de Bildu en el marco de las negociaciones para la investidura: a cualquiera que protestase se lo consideró agente de la crispación y cómplice de una oposición histérica empeñada en polarizar malintencionadamente a los españoles.
No hay mucha novedad aquí: estamos ante una estrategia política basada en la descalificación sistemática del adversario, al que se considera desprovisto de legitimidad democrática desde el momento en que osa protestar contra las decisiones del gobierno en funciones. Da igual que en la manifestación de Barcelona hubiese personas de distinta orientación ideológica, que un socialista histórico como Nicolás Redondo haya sido expulsado del PSOE por arremeter contra la amnistía, o que Sánchez y sus ministros se dispongan a hacer lo que hace apenas unos meses juraron que nunca harían: basta mentar a la «ultraderecha» para que la discusión de los asuntos concretos quede relegada al pie de página.
«Se produce así una inversión: no son extremistas quienes negocian con un golpista prófugo, sino los que protestan contra ella»
Ahora bien: el perverso mecanismo al que quería referirme es otro; uno cuya endiablada sencillez multiplica su eficacia. No podría funcionar en el interior de una cultura política distinta a la española, ya que su buen funcionamiento requiere de la existencia de una masa electoral tan vinculada emocionalmente a sus partidos que lo que estos hagan resulta del todo indiferente. En ese sentido, hay que agradecer a los dirigentes de la socialdemocracia española realmente existente que hagan posible la realización de un gigantesco experimento natural destinado —sin pretenderlo— a confirmar una vieja hipótesis: al modificar su posición de manera tan brusca en asuntos de tanto calado en un lapso de tiempo tan breve, los socialistas están proporcionando valiosas pruebas acerca de la rapidez con la que los votantes —ya sean académicos o carezcan de estudios— reajustan sus creencias para alinearlas con las directrices del partido con el que se identifican. Y como el partido sabe que la mayoría de sus votantes permanecerá fiel a las siglas cuando se llame a las urnas, se toma libertades inéditas que incluyen —optemos por la lista corta— rebajar la condena por malversación tras haberse postulado como adalid contra la corrupción o amnistiar a los implicados en el procés.
Ahí es donde funciona el mecanismo: la adopción de decisiones cada vez más controvertidas, que literalmente tensan las costuras del Estado de derecho, garantiza una reacción condigna de la oposición democrática y de esa parte de la opinión pública que las considera inaceptables… ante lo cual quien las promueve solo tiene que mantener la calma y acusar a los críticos de perder los nervios. ¿Qué le pasa a estos histéricos? La subsiguiente puesta en circulación de argumentos vacíos, que ocultan la verdadera motivación de unas decisiones cuyo único valor consiste en facilitar la investidura de Pedro Sánchez, impide que haya un debate público digno de tal nombre. Y eso a su vez aumenta la indignación de quienes comprueban cómo quienes mercadean con los valores constitucionales —igualdad ante la ley, igualdad entre españoles, separación de poderes, integridad de la soberanía nacional— acusan al resto de echarse al monte. Se produce así una inversión singular: no son extremistas quienes negocian con un golpista prófugo, sino los que protestan contra esa negociación. Y así sucesivamente. Pero el caso es que, como demuestran las urnas, la cosa funciona. ¡Tiene su mérito!