THE OBJECTIVE
José Antonio Montano

La tele arqueológica

«En la memoria lo que guardo son dos vidas plenas, la de la tele y la de la calle, las dos ocupando el día entero. ¡Y una tercera, la del colegio! Todo a la vez»

Opinión
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La tele arqueológica

Ilustración de Erich Gordon.

Casi un siglo (97 años) tienen que tener ya para morirse los restos arqueológicos de mi tele infantil. Lo acaba de hacer a esa edad el cartero de Crónicas de un pueblo y ahora me entero de que hace dos semanas (con 82) lo hizo el cura. Jesús Guzmán y Francisco Vidal se llamaban, respectivamente. Pero a todos los efectos eran el cartero y el cura para los de mi generación.

Impresiona el modo en que quedaban inscritos los personajes de la tele entonces. Debe de ser parecido al de las figuras de las iglesias románicas en aquella época en que escaseaban las representaciones. Durante muchas semanas de los años 70 Emilio Gutiérrez Caba fue El idiota de Dostoievski en la adaptación para TVE y mi abuelo, que lo descubrió ahí, se tiró llamándolo «el idiota» el resto de su vida. Aparecía en cualquier programa y decía: «¡El idiota!». Me regocijaba pensar que alguien venido de fuera consideraría que mi abuelo despreciaba al actor, ignorante de que un cabrero jubilado había asistido gracias a la televisión a una novela de Dostoievski.

Crónicas de un pueblo es la primera serie de la que soy plenamente consciente, y me doy cuenta de que siempre ha estado para mí detrás de la palabra crónica: en congresos periodísticos con pontificantes del género (siempre el bueno frente al columnismo, que es el malo: ¡cuánto desprecio al batín y las babuchas, debe de ser más elegante ir vestido de Coronel Tapioca!), yo tarareaba involuntariamente la sintonía, que después mantuvo durante años Luis del Olmo en Protagonistas.

«La tele era un bombazo y llenaba la vida»

En mi memoria hay otras series anteriores, pero se encuentran en una capa arqueológica (¡o geológica!) más profunda, en una especie de sedimentación nebulosa de carácter mitológico. Son series que no «me sentaba a ver», pero que estaban ahí, como presencias ineludibles, mágicas: El virginiano, Ironside, El Santo, Bonanza, incluso Rin Tin TinSolo a partir de Crónicas de un pueblo (yo tenía ya cinco años) me recuerdo siguiendo los episodios. No por ello la carga mitológica es menor, pero sí se presenta con perfiles más alzados, menos telúricos.

La tele era un bombazo y llenaba la vida. En mi casa alcancé a estar unos años sin ella, de manera que recuerdo la tarde en que la vi por primera vez. No sé si es que acababa de llegar o si mi madre me llamó porque empezaba la programación para los niños, pero el caso es que lo primero que presencié fue el inicio de La casa del reloj. Y aquella casa del reloj fue la misma tele, aunque propiciara la disipación del tiempo.

Mi primer ídolo fue Locomotoro, y luego la perrita aquella de Herta Frankel, y muy pronto Pippi Calzaslargas y Vicky el Vikingo y el delfín Flipper y Skippy el canguro y el caballo Furia. ¡Y Los camioneros, con Sancho Gracia! ¡Y En ruta, otra de camioneros! ¡Y el marshall de La ley del revólver! ¡Y los inagotables dibujos animados! ¡Y el cine cómico! Y todos los peliculones que nos convirtieron en cinéfilos a los ocho años y que nos hicieron pasar la juventud identificando a los directores (¡Ford, Hawks, Walsh, Capra, Lubitsch, Wilder!) que nos habíamos zampado como si tal cosa.

El gran misterio sigue siendo que nos pasábamos el día viendo la tele pero aquella casa del reloj no nos quitaba tiempo, porque conservábamos todo el tiempo. En la memoria lo que guardo son dos vidas plenas, la de la tele y la de la calle, las dos ocupando el día entero. ¡Y una tercera, la del colegio! Todo a la vez. La felicidad completa.

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