Resistir, pero ¿cómo?
«Hay que lograr que todos partidos constitucionalistas se unan y aprovechar el poder autonómico y municipal para dificultar las acciones totalitarias de Sánchez»
Aunque no todo el mundo lo vio claro, Sánchez sí lo vio. Lo vio la noche del 23-J, cuando se conocieron los resultados de las elecciones generales. Supo que él podría seguir en La Moncloa, si se aliaba con todos los partidos que quieren acabar con el régimen constitucional español y acabar con España como nación de ciudadanos libres e iguales.
Poco le importaba haber llevado al PSOE a los peores resultados de su historia en las elecciones municipales y autonómicas de mayo, haber perdido todas las comunidades autónomas, salvo tres, y muchos ayuntamientos, e, incluso, haber perdido en esas elecciones generales frente al PP. Sabía que ese 23-J Frankenstein había ganado. Como también sabía que Frankenstein era una creación suya, que él era su líder indiscutible, y que estar al frente de los objetivos de comunistas, filoterroristas, golpistas, racistas y secesionistas, como llevaba haciendo desde mayo de 2018, no sólo no le molestaba, sino que esos objetivos los había hecho suyos.
En un principio, cuando lanzó la moción de censura contra Rajoy, bajo la inspiración de Iván Redondo y de Margarita Robles (Leguina dixit), no le importó unirse con todos los partidos anticonstitucionalistas porque compartían con él su odio a la derecha, que es y sigue siendo su ideología más arraigada. Pero, después, ha ido haciendo suyas las propuestas de podemitas —ahora vestidos de Christian Dior—, bilduetarras, separatistas de toda especie y golpistas catalanes fugados a Waterloo.
Si se examina la labor de su Gobierno en estos cinco años largos podemos apreciar que no ha dado ni un solo paso que no haya sido en la dirección que le han ido marcando esos socios, que, con entusiasmo, lo reconocen y vitorean como su líder.
«Resultaba un poco antiestético que un caudillo, como él se cree, fuera a Waterloo a postrarse ante un delincuente»
Por eso sabía que Frankenstein iba a seguir gobernando. Había un posible obstáculo: Puigdemont. Por supuesto que Sánchez estaba dispuesto a hacer suyas las reivindicaciones del prófugo, pero resultaba un poco antiestético que un caudillo, como él se cree, fuera a Waterloo a postrarse ante un delincuente, por todos reconocido como tal, para mendigarle sus votos. Pero Sánchez, que ha demostrado especial habilidad para la mentira y para hacer tragar a los ciudadanos sus proyectos y propuestas, pensó que era cuestión de tiempo y de astucia. Mandó a su vicepresidenta comunista a hacerle la pelota al golpista, y no pasó nada. Nadie de su PSOE se le soliviantó. Después ha mandado a su número tres a hacer lo mismo y tampoco ha pasado nada. Sabe que la labor de convertirse en caudillo indiscutible de ese partido, que tan importante fue en la Transición, ha dado sus frutos, y ahora sí que se cumple a la perfección en el PSOE aquella amenaza de que «el que se mueve no sale en la foto».
Ya lo tiene todo, los votos para ser investido y, todavía más importante, la hoja de ruta para los próximos cuatro años: avanzar en la eliminación de esos contrapesos que las democracias maduras, como la nuestra, han instituido para limitar los poderes, y hacer realidad ese ideal del PSOE de llegar a la república federal y laica.
El alma comunista de su Gobierno (que la tiene y no es exclusiva de los que abiertamente se presentan como tales) va a llevarle destruir lo que le impide imponer sin tapujos su dictadura, que es, en primer lugar, la separación de poderes. Ya ha dado bastantes pasos en esa dirección: Fiscalía General del Estado, Tribunal Constitucional, cierre del Parlamento o anulación de la labor de control al gobierno que le corresponde. Ahora dará más pasos, con el chavista argumento de que la mitad más uno de los votos en el Congreso le legitima para hacer cualquier cosa, llámese amnistía o referéndum o, llegado el caso, declaración de independencia. Siempre, claro está, con la ayuda inapreciable del Tribunal Constitucional, donde ya se ha encargado de colocar a algunos empleados suyos.
Por su parte Sánchez cuenta con que va a utilizar las ansias independentistas de sus socios, con Puigdemont y Otegui a la cabeza, para avanzar en su objetivo, cada vez menos disimulado, de implantar en España esa república, en la que todos los poderes del Estado se concentraran en su persona.
Aunque para obtener sus objetivos se tengan que llevar por delante, no sólo la Constitución, sino la misma esencia de la nación española, donde reside la soberanía.
«¿La convivencia con quién? ¿Con un delincuente prófugo de la justicia, cuyo partido ha obtenido el 1,6% de los votos?»
Y ahora viene la pregunta, ¿cómo podemos resistir los que creemos en España, en la nación, en la democracia liberal, en el Estado de Derecho, en la separación de poderes, ante el ataque que contra todos esos principios y valores está perpetrando el sanchismo?
Para empezar, teniendo una fe rotunda en esos valores y principios. Y para seguir, sabiendo que somos muchos millones de españoles los que los defendemos. Esa es la principal fuerza para organizar nuestra resistencia.
Después, hay que lograr que todos los partidos constitucionalistas se unan en esa resistencia. Y así aprovechar el inmenso poder autonómico y municipal que tenemos para dificultar al máximo las acciones totalitarias de Sánchez y, sobre todo, para concienciar a los ciudadanos de que lo que ahora está en peligro es su libertad. Y que nadie nos vuelva a decir «eso aquí no puede pasar», porque esa frase contiene la maldición de que sí va a pasar, como nos han contado nuestros amigos venezolanos.
En nuestra resistencia no hay que olvidar el poder de iniciativa que tiene el Senado, que es parte del Parlamento, es decir, de la voz del pueblo español, y donde tenemos una mayoría aplastante.
Y por último, pero no menos importante, la calle. La agresividad con que Sánchez, los suyos y los medios de comunicación que controla —que no son todos, pero casi— han arremetido contra las concentraciones espontáneas y contra las manifestaciones convocadas es la demostración más evidente de lo mucho que les molesta el espectáculo de ciudadanos en la calle gritando casi con desesperación contra las arbitrariedades de un señor que se presenta a unas elecciones diciendo que en ningún caso va a haber amnistía y, poco después, la concede. Entre otras importantes razones porque esos ciudadanos que gritamos «¡libertad!» estamos demostrando la falacia argumental de Sánchez, cuando afirma que concede la amnistía para mejorar la convivencia. ¿La convivencia con quién? ¿Con un delincuente prófugo de la Justicia, cuyo partido ha obtenido el 1,6% de los votos de los españoles? ¿Es Puigdemont más digno de respeto que los que representamos al 46% de los españoles? Pues sí, la calle tiene que ser otra de las armas de resistencia frente a los enemigos de la libertad.