THE OBJECTIVE
Francesc de Carreras

Nacionalismo(s)

«La Constitución no puede limitar derechos y libertades del ciudadano por un deber de lealtad a una identidad nacional que es una construcción ideológica»

Opinión
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Nacionalismo(s)

Ilustración de Erich Gordon.

A veces nos olvidamos del significado de las palabras. Ello sucede, por ejemplo, con el término nacionalismo. 

¡Le nationalisme c’est la guerre!, dijo Mitterrand con grandilocuente ardor. «De una nación u otra, todos somos nacionalistas», dicen muchos. A mi modo de ver, ambos tienen algo de razón, pero no toda. Algunos consideramos, simplemente, que no somos nacionalistas. Veamos las razones de todos, quizás nos pongamos de acuerdo.

Obviamente, la palabra nacionalismo proviene de nación pero ello complica su significado porque, simplificando un poco, hay dos grandes tipos muy diferenciados de nación: el político (y jurídico) francés de fines del siglo XVIII y el identitario (y romántico e histórico) alemán de principios del XIX. Veamos ambos y quizás nos aclaremos un poco porque si hay dos conceptos de nación también hay dos conceptos de nacionalismo. 

En sentido político, la nación es aquel conjunto de personas que residen de forma estable en un territorio y están sometidos al mismo ordenamiento jurídico. Por tanto, el vínculo que une a estas personas es la ley, la norma jurídica, la cual les otorga los mismos derechos. Esta es la idea de nación recogida en el opúsculo de Sieyès ¿Qué es el Tercer Estado?, publicado a principios de 1789, poco antes de que se iniciara en julio la Revolución Francesa. Esta pequeña gran obra tuvo una decisiva influencia en todo el período revolucionario y en el liberalismo posterior. 

Allí se configuró por primera vez la idea de nación de ciudadanos, cada uno de ellos con iguales derechos a los demás, integrantes de un pueblo dotado de soberanía en el que reside el poder originario y supremo, el poder constituyente. Antes los individuos eran súbditos y la soberanía residía en el rey, tras la revolución los súbditos ya son ciudadanos y en ellos reside la soberanía. El cambio era, obviamente, revolucionario. La Constitución de Estados Unidos de 1787 se fundó en idéntico principio: la soberanía indivisible del pueblo formado por ciudadanos libres e iguales. 

De muy distinta naturaleza es la nación en sentido identitario. En ese supuesto, el vínculo que une a la nación no es la ley igual para todos sino el sentimiento de pertenencia a una misma comunidad experimentado por un conjunto de personas que creen compartir ciertos rasgos comunes que afectan de forma determinante a su personalidad. Estos rasgos comunes, más o menos objetivos, pueden ser de diverso tipo: lengua, religión, raza, pasado histórico común, tradición, costumbres, entre otros. Tales rasgos comunes son los que propician sentimientos subjetivos de pertenencia, los cuales dan lugar a una corriente de solidaridad y afecto mutuo que les impulsa a pensar que forman parte de una sociedad radicalmente diferenciada respecto a las de su entorno. 

«Hoy la identidad no es nacional, es decir colectiva, sino que la identidad es individual, cada uno tiene la suya»

Así, para el nacionalismo que deriva de Herder (y de Fichte, Schelling, Scheler o Savigny, entre otros) una concreta sociedad puede ser considerada como nación debido a estos rasgos específicos. Las naciones no son, así pues, un conjunto de individuos singulares sino comunidades vertebradas en torno a todos o algunos de los rasgos comunes antes dichos. Cuando se dice que «Cataluña es una nación» se utiliza nación en este sentido, no en el sentido político. La perspectiva desde la que se expresa esta afirmación es ideológico, no jurídico.

En definitiva, las personas libres e iguales en derechos no son quienes dan carácter a una nación identitaria  sino que —por el contrario y a la inversa— es la nación quien determina la identidad de los individuos. La nación identitaria es algo natural y permanente mientras que el Estado es un ente artificioso, meramente político y jurídico, cambiante, falso, sin sustancia propia. 

Este concepto de nación identitaria ha sido puesto en cuestión porque no se corresponde con la realidad de hoy, donde las sociedades son heterogéneas, multilingües, culturalmente plurales, con costumbres nuevas no heredadas de la tradición de un pasado. Hoy la identidad no es nacional, es decir colectiva, sino que la identidad es individual, cada uno tiene la suya. 

De ahí el peligro antidemocrático y antiliberal de que el nacionalismo identitario se configure como una ideología que debe ser compartida obligatoriamente por todos ciudadanos, deba ser transversal a todos los partidos, se convierta en una ideología única que deba acatarse si una persona no quiere ser apartado de la nación, rechazada como miembro de la comunidad.

Sin embargo, este nacionalismo identitario no es forzosamente incompatible con un Estado democrático de derecho. Esto sucede sólo cuando alcanza ciertas posiciones integristas: primera, considerar que toda nación identitaria es titular del derecho de autodeterminación, es decir, a constituirse en Estado independiente; y segunda, considerar que la identidad nacional determina o condiciona la identidad individual. 

«El derecho a la autodeterminación no es reconocido por la ONU para las naciones identitarias; sólo para los territorios coloniales»

La primera consecuencia no se ajusta a los principios de un Estado democrático constitucional porque el territorio de un Estado debe estar delimitado por las correspondientes leyes o tratados y no por unas supuestas fronteras derivadas de una acepción, tan imprecisa, discutible y subjetiva, como es la de nación identitaria. El derecho a la autodeterminación de los pueblos no es reconocido por los tratados de la ONU para las naciones identitarias sino únicamente para los territorios coloniales u otros discriminados de forma semejante por razones de desigualdad de derechos. 

La segunda consecuencia tampoco se ajusta a los principios de un Estado democrático constitucional porque presupone que la identidad nacional —un brumoso concepto que impone una determinada manera de ser, de pensar y de comportarse— es un límite, implícito y no escrito en las leyes, a la libertad individual

En un Estado democrático de derecho, la libertad de las personas sólo puede estar limitada por las leyes vigentes. Aquello que debe asegurar una Constitución democrática, mediante sus instituciones políticas, son los derechos y libertades de los ciudadanos. En ningún caso la Constitución puede limitar estos derechos mediante un deber de lealtad a una identidad nacional que es, simplemente, una construcción ideológica, legítima como opinión pero inaceptable como límite jurídico al contenido de los derechos fundamentales. Se puede ser nacionalista identitario dentro del derecho individual a la libertad ideológica, pero no se puede imponer esta ideología desde el Estado precisamente por contravenir esta razón.

Por tanto, la ideología nacionalista, en cuanto pretende establecer límites no reconocidos en la Constitución a determinadas libertades y trata de imponerse como ideología obligatoria para todos los ciudadanos, no respeta ni las leyes que garantizan determinados derechos ni el pluralismo que es un valor fundamental de todo Estado democrático. 

El nacionalismo que deriva de la idea de nación política, en el sentido que ya le dio Sieyès, no es contrario a la libertad ni a la igualdad entre ciudadanos sino, precisamente, consecuencia de estos valores democráticos, tal como están formulados en nuestra Constitución. La nación es el pueblo, el conjunto de ciudadanos. De una oscura y manipulable identidad nacional colectiva e identitaria pasamos a las identidades singulares de cada persona que ejercen sus derechos, como ciudadanos libres e iguales, con sentido de solidaridad, de acuerdo con las reglas jurídicas que ellos mismos han aprobado. Es la democracia constitucional y parlamentaria. 

Si ustedes quieren, cumplir con estas reglas jurídicas es propio de un nacionalista (o patriota) constitucional, equivalente a ser un «no nacionalista».

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