Por qué hay tanques en las calles de Barcelona
«Mientras el PSOE y el PP sigan apoyándose en nacionalismos, situaciones como las que estamos viendo estos días de octubre de 2025 se repetirán una y otra vez»
Procuro no escribir de política porque para analizar con rigor la realidad hay que estudiar y documentarse, y yo me dedico a la literatura, que es una manera pomposa de decir que soy un cuentista, mi trabajo es reinventar la realidad para que parezca creíble. Sin embargo, vistas las imágenes de vehículos blindados en las calles y edificios ardiendo en Barcelona, y tras oír por los pasillos y las aulas de esta institución que me acoge en este año en que he querido irme lejos de mi país todo tipo de burdas acusaciones hacia los españoles —fascistas, autoritarios, franquistas, censores— me veo obligado a ofrecer a mis colegas y a mis alumnos una explicación de las causas por las que creo que se ha llegado hasta este punto. Trataré de ser objetivo, créanme que no tengo ninguna adhesión política y que sufro una enorme desazón por el devenir de los acontecimientos, que por otro lado eran del todo previsibles.
Creo que la situación actual no se puede explicar sin irse de vuelta al pasado, pero cuánto retrocedemos para explicar el presente será siempre un motivo de discusión y dependerá de a qué ciudadano español (incluidos aquí los catalanes) le pregunten ustedes. Algunos propondrían retrotraerse hasta 1714, los más sagaces a la fundación de Banca Catalana en 1959 por el padre de Jordi Pujol, otros a la ola de populismo que sucedió a la recesión del 2008, los habrá que sitúen el origen del problema en la sentencia de inconstitucionalidad del nuevo estatuto catalán en 2010, muchos dirán que todo es consecuencia del desastroso referéndum de independencia de Cataluña de 2017, o la retirada de las Champions y ligas al F.C. Barcelona tras el caso Negreira y podríamos seguir enumerando causas, pero como comprenderán, todo conflicto enquistado que divide a una sociedad en bloques durante décadas permite hacer a cuantos se sienten interpelados por este drama exhibir una cuenta de los agravios recibidos que resulta infinita, pues el ciclo de acción/reacción entre las partes es largo y tedioso y dificulta una explicación sencilla. Tiendo a pensar que a la hora de juzgar conflictos largos de esta índole existe un sesgo del que sabe demasiado, y que a veces es preciso simplificar para entender las causas, de modo que me arriesgaré a situar el origen de lo que hoy ocurre en la aprobación de la ley de amnistía que se produjo hace algo más de dos años, en el otoño de 2023.
El hecho que hoy suscita sus comentarios alarmistas e indignados, es que el nuevo Gobierno de España, formado por el Partido Popular en coalición con Vox —un partido antipático de corte autoritario y ultranacionalista— ha suspendido sine die el Gobierno de la comunidad autónoma de Cataluña para imponer desde Madrid el uso del español en las escuelas de la región. Soy consciente de que esto suena muy feo. Las fotos y vídeos que hemos visto de policías llevándose en furgones a profesores y padres de las escuelas, seguidas de una huelga de alumnos con aulas vacías, después las quemas de edificios y finalmente la muerte de un policía y dos jóvenes manifestantes son una tragedia que debiera haberse evitado.
«La catalanofobia es muy real desde la infortunada aprobación de la ley de amnistía que Sánchez promulgó a la desesperada»
Pero hay que entender cómo se llegó hasta aquí, y desde luego no diría que el motivo fue la imposición de una cuota mínima de español en la escuela catalana en cumplimiento de una vieja sentencia desatendida del Tribunal Constitucional, eso no era más que la excusa del nuevo gobierno para demostrar y dejar claro que con ellos, a partir de ahora, los catalanes no iban a estar por encima de las leyes que el resto de los españoles se ven obligados a cumplir. Es importante entender el profundo resentimiento que una enorme parte de los españoles acumulan hacia el independentismo catalán, —y por qué no decirlo, hacia todos los catalanes, pues la catalanofobia es muy real— desde la infortunada aprobación de la ley de amnistía que Pedro Sánchez promulgó a la desesperada para ser reelegido presidente.
Esta ley concedía un perdón a todos los políticos catalanes que promovieron el referéndum ilegal de independencia en 2017, desfalcando fondos del Estado para que empresas amigas hicieran campañas electorales, organizando movimientos violentos como Tsunami Democràtic que intervinieron aeropuertos y líneas de ferrocarril, suspendiendo leyes a voluntad, hostigando a jueces y fuerzas de seguridad del Estado, utilizando bases de datos de electores sin ninguna garantía y generando un caos económico que tuvo como resultado el empobrecimiento de Cataluña debido a la fuga de empresas y la inseguridad jurídica. Para ser justos hay que decir que una gran parte, del electorado catalán, casi la mitad, apoyaba esta quiebra de la legalidad y refrendaba a sus representantes en la elección de estas tácticas para la consecución de estos fines, pero la otra mitad de los catalanes, y la mayor parte del resto de los españoles, vivió como un golpe de Estado de inmensa violencia estos hechos, y desde entonces, se puede decir que una mayoría de los ciudadanos de nuestro (hasta ahora) tranquilo país, entre los que me encuentro, esperábamos que la Justicia restableciera el orden aplicando la ley y devolviéndonos a todos la creencia de que nadie está por encima de ella.
En los años que siguieron a este intento de secesión unilateral de los políticos independentistas catalanes, la Justicia actuó. Una gran parte de ellos fueron encausados, juzgados, y generosamente indultados. Otra parte huyó de España y se refugiaron en países que facilitaron su impunidad. Tanto los que fueron indultados como los que se mantuvieron como prófugos de la justicia, mantuvieron una actitud provocativa y desafiante frente al Estado, y jamás aceptaron las reglas del Estado de derecho español, construyeron el relato de que España es un Estado corrupto, vengativo y atrasado del que había que escindirse para poder gozar de la libertad y democracia que los españoles eran ideológica y genéticamente incapaces de otorgarles, y siguieron alimentado la noción de que somos una nación incapaz de aceptar la cultura catalana, cuando la realidad es que España es de los únicos países de Europa que ha preservado, reconocido y defendido con leyes, fondos e instituciones su diversidad lingüística de una manera que haría avergonzarse a países que han condenado a la total irrelevancia a sus otras lenguas, como por ejemplo Francia, Inglaterra, Irlanda o Italia.
Los partidos independentistas catalanes sufrieron una importante pérdida de apoyo popular tras su torpe intento de secesión a las bravas, y su popularidad fue en declive entre los suyos, que se sintieron estafados. La causa de la independencia empezó a volverse irrelevante cuando la pandemia y las guerras de Ucrania y Palestina nos enseñaron a todos que los problemas reales eran otros. Sin embargo, tras las endemoniadas elecciones de julio de 2023 y a pesar de perder muchos votos, estos partidos conservaron la mínima representación necesaria en el Parlamento español como para volverse los kingmakers y decidir cuál de los dos grandes partidos gobernaría España.
»Visto con el tiempo, ni Sánchez entenderá hoy cómo decidió apostar por la investidura ante el panorama infernal que tenía delante»
Nuestro sistema parlamentario elige 350 diputados en las elecciones generales, y estos a su vez, son los que invisten a un presidente, por eso, a pesar de que en esas elecciones el partido más votado fue el Partido Popular, con 137 diputados estaba lejos de los 176 diputados para poder formar gobierno, y no tenían posibilidad de aliarse con nadie más que Vox, después de haber cerrado con ellos en los meses previos a las elecciones varios pactos en los gobiernos regionales. La campaña de los flamantes socios del PP en las elecciones generales se centró en la guerra cultural y tuvo highlights como colgar lonas enormes en edificios que mostraban una basura a la que se arrojaba la bandera LGTBIQ+ o la de la sostenibilidad, en negar la violencia machista, el cambio climático y en criminalizar a los inmigrantes sin papeles. Esto salpicó al PP y permitió al hoy expresidente Pedro Sánchez, que con solo 121 diputados fuera capaz de agitar el miedo a Vox —un partido que en esas elecciones perdió casi la mitad de sus votantes y quedó en 33 diputados— para construir un frente común unido por la épica antifranquista. Así se consiguieron juntar comunistas, regionalistas, ecologistas, feministas, la derecha ultranacionalista catalana, al independentismo de izquierdas gallego y catalán, a los irredentos ex-pro-terroristas (y también pro-exterroristas) vascos, nacionalcatólicos vascos de orden y corbata, y en general cualquier expresión política que habite fuera de esa leprosería en la quedaba encerrada la derecha española.
Para poder obtener los 57 votos que le hicieran presidente, Sánchez hubo de formar un conciliábulo (sustantivo que según definición de la RAE es: 1. concilio no convocado por autoridad legítima, y 2. junta o reunión para tratar de algo que se quiere mantener oculto) para negociar la plétora de exigencias de esta babel de voracidad insaciable, que incluían quitas milmillonarias de deuda pública, cesiones de infraestructuras críticas, impunidad frente a malversación, amnistía general para los políticos catalanes que declararon la independencia unilateralmente, una amonestación del poder judicial y la escenificación de todo tipo de apostasías, renuncias, rectificaciones, revisiones, cesiones, concesiones, autoflagelaciones y conversiones.
Visto con el tiempo, yo creo que ni Sánchez entenderá hoy cómo decidió apostar por la investidura ante el panorama infernal que tenía delante: por un lado el Senado y la mayoría de los parlamentos regionales estaban en manos del PP (a menudo con su socio de Vox) dinamitando cualquier intento de gobernanza, y por otro lado, el Frente Común Antifranquista (FCA), una vez digerido el premio de la amnistía, solo podía mantenerse unido en la medida en que se siguiera dando satisfacción a su voracidad insaciable de prebendas, cesiones de competencias y leyes identitarias de inspiración woke para reeducar a la sociedad sobre el uso de los baños en los centros de enseñanza, el trato a las mascotas y los usos y costumbres sexuales. En esas condiciones estaba claro que el gobierno no podría durar más de dos años sin desbordar la paciencia de esa masa heterogénea y poco politizada a la que pertenece la mayoría de la sociedad, que vive al margen de activismos, y que no ruge con conciencia propia hasta acumular el suficiente resentimiento como para vertebrarse como grupo al grito de «hasta aquí hemos llegado», momento en que se revelan a las minorías organizadas que dictan la agenda pública, extraen privilegios para sus regiones e impunidad para sus líderes.
«Sánchez trató de vendernos que se desinflamaba Cataluña y lo hizo a cambio de inflamar España entera»
Así ocurrió que al cabo de dos años de la pírrica segunda legislatura de Sánchez, para cuando implosionó su gobierno tras la exigencia de un nuevo referéndum en Cataluña, la reserva de tolerancia hacia cualquiera de las inagotables demandas del FCA de la otrora apacible masa de ciudadanos de centro derecha y centro izquierda estaba en cero. Los voxeros estaban ya saliendo de casa por las mañanas con pintura de camuflaje en la cara. Cualquier provocación, la más mínima que fuera, justificaba la reacción más dura y contundente. Es más, podemos decir, que la gente más normal tenía ya ganas de recibir esa mínima provocación para poder soltar toda la ira contenida, y restituirse de ese sentimiento de humillación nacional que provocó la amnistía —esa medida de gracia con la que Sánchez trató de vendernos que se desinflamaba Cataluña, y que lo hizo a cambio de inflamar España entera—.
El PP se había propuesto bajar los humos para iniciar su legislatura con un mensaje de restablecimiento de la concordia, tratando de evitar la lógica de la revancha, pero sus socios de Vox no estaban dispuestos a investirles con sus votos si antes no se hacía una demostración de fuerza, y la primera medida que exigieron fue el cumplimiento inmediato de esa sentencia del Constitucional que obligaba a la escuela catalana a impartir el 25% de las clases en lo que nosotros llamamos castellano y ustedes conocen por español. Los tipos de Vox sabían que la escuela catalana, que está en manos del independentismo no cedería jamás en la cuestión de la lengua sin antes montar huelgas de profesores y estudiantes, y manifestaciones de todo tipo, y que por ahí conseguirían inmediatamente aplicar el artículo 155 de nuestra Constitución que permite al gobierno de la nación liquidar sin miramientos la autonomía catalana, con el aplauso inmisericorde de media España que veía en ese golpe la bofetada que tantos soñaban con darle a Puigdemont y al resto de los líderes que se fueron de rositas. Y todo lo que vino después es lo que ahora ven en la tele.
La moraleja que yo extraería de todo esto, es que tanto el PSOE como el PP, que representan al cauce central de la sociedad, y que son partidos que tienen muchos más puntos de encuentro y de consenso sobre el modelo de Estado que diferencias fundamentales, nos han llevado a esta situación por su entreguismo constante a los distintos tipos de nacionalismo que padecemos en España: el vasco, el catalán y el español, que como todo nacionalismo, son agentes divisivos y auténticas fábricas de odio al prójimo. El nacionalismo, sea de la bandera que sea, ya sabemos que es un síntoma más de la misma enfermedad del alma que en otros se manifiesta en forma de machismo, homofobia o la intolerancia religiosa (cuando no todo ello a la vez). Mientras los partidos mayoritarios españoles sigan apoyándose en nacionalismos, situaciones como las que estamos viendo estos días en Barcelona se repetirán una y otra vez.
Santiago de Chile, a 21 octubre de 2025