No me preocupa el Estado
«Me preocupa la salud de la democracia; me inquieta una sociedad que desconoce la paz cívica, el perdón entre los ciudadanos y la piedad hacia nuestros padres»
Nada es sencillo en el reino de la incertidumbre. Tras la amnistía pactada por el PSOE con las formaciones independentistas, varias líneas rojas se sobrepasaron. La democracia española se asoma al abismo en lo que tiene propiamente de formal –los contrapesos necesarios, la separación de poderes–, que es decir, en lo más íntimo de la cultura democrática de un país. Los apocalípticos apelan a una retórica inflamada, mientras que los integrados –por utilizar la distinción clásica de Umberto Eco– ignoran el filo cortante de los acuerdos alcanzados. De este modo, la democracia lo acoge todo bajo un mismo manto, más allá de las exigencias requeridas por un Estado de Derecho.
Sin embargo, a medida que pasa el tiempo, las líneas trazadas en el horizonte se perciben con una mayor nitidez, al igual que los objetivos marcados. De una idea nos debe interesar más su destino final que su origen, solía repetir el fino historiador John Lukacs, y esta regla no parece haber cambiado. Al contrario, los procesos de descomposición –como el que vivimos actualmente– reescriben de algún modo el pasado. Un ejemplo lo tenemos en el acta fundacional de la democracia: nuestra Carta Magna, precedida por una modélica Transición. Es incomprensible que un modelo exitoso, casi sin parangón a nivel internacional, que permitió el reencuentro de las dos Españas enfrentadas en la Guerra Civil, consolidó nuestros derechos y libertades, y facilitó una acelerada modernización e internacionalización del país (el ingreso en la Unión Europea y en la Alianza Atlántica) se desmorone ahora como una ficción inútil, como un dios falso que debe ser olvidado.
Acertaba José Álvarez Junco al hablar en su famoso libro, titulado precisamente Dioses útiles, de los mitos fructíferos que abonan el futuro de las sociedades. Se trata de creencias compartidas que nos mejoran, en lugar de echarnos a perder; de creencias que nos cohesionan, en lugar de dividirnos; que miran hacia el futuro, en lugar de hacernos caer en bucles melancólicos, ciegos al vigor de la esperanza. Dioses útiles frente a los dioses perversos de la discordia.
«¿Qué sustituye al modelo que surgió del 78? ¿Más democracia o menos?»
¿Cuál es nuestro momento político? ¿Dónde se sitúa la política española en este instante? Son preguntas que deberíamos hacernos cada uno de nosotros. Pero no son las únicas. ¿Qué sustituye al modelo que surgió del 78? ¿Más democracia o menos? ¿Y en qué sentido hay más o menos cultura democrática? El país que emerge ante nuestros ojos, ¿se encuentra más unido? Sus instituciones, ¿son más fiables que antes? ¿Y cuáles son los dioses que nos guían? ¿Nos orientan el rencor y el resentimiento o el anhelo de concordia, el interés partidista o la visión de Estado? ¿Saldremos de aquí enriquecidos o empobrecidos? ¿Y quién escucha las razones de aquella España constitucional que ahora parece desechada en el baúl de los recuerdos, ya sin voz ni palabra?
Por supuesto el problema no es estrictamente el separatismo, que seguirá desactivado durante algún tiempo, sino una posible quiebra constitucional a plazos como consecuencia de la continua deslegitimación moral e institucional por parte del Gobierno. Silenciados, sin virtudes públicas ni verdad, nos asomamos en efecto a un abismo. Del mismo modo que, habiendo erosionado las instituciones, nos convertimos todos en víctimas potenciales del poder omnímodo del Estado. No me preocupa el Estado: me preocupa la salud de la democracia; me inquieta una sociedad que desconoce la paz cívica, el perdón entre los ciudadanos y la piedad hacia nuestros padres.