THE OBJECTIVE
José Luis González Quirós

Sánchez: anatomía del fanatismo

«Sánchez en su derrumbamiento se llevará con él al partido que le ha seguido con tanta ceguera como ignorancia»

Opinión
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Sánchez: anatomía del fanatismo

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. | Ilustración: Alejandra Svriz

El fanatismo es la religión de los que se saben perdedores con reglas decentes, es el intento de sustituir las evidencias por interpretaciones torticeras, absurdas, pero que están dispuestos a imponer por las bravas. En cualquier juego, el fanático compraría a los árbitros, que es lo que ha hecho Sánchez haciendo concesiones inconcebibles a unos tipos a los que la fatalidad de un azar ha concedido una oportunidad que jamás habrían alcanzado por méritos propios.

El fanatismo es un grado superior, locoide, del partidismo. Sánchez es, desde luego, el jefe de una banda de desaprensivos, dispuestos a que el mundo perezca con tal de que se haga su capricho, aquello que ellos consideran un bien por encima de cualquier democracia, algo muy superior a esa libertad a la que Lenin no concedía ningún valor ni la menor importancia. La única libertad que Sánchez ama, y la pone por encima de todo, es la de imponer su voluntad a pesar de cualquier ley y por eso se ha preocupado, es hombre previsor, por tener algunos jueces/ árbitros bien situados a sus órdenes y legiones de leguleyos capaces de torcer cualquier norma para tratar de que diga lo que en ese momento convenga a su señorito.

«La única libertad que Sánchez ama, y la pone por encima de todo, es la de imponer su voluntad a pesar de cualquier ley»

El problema más importante del fanático es que sus victorias suelen ser cortas, lo que es lógico porque los ganadores no necesitan para nada el fanatismo. Los fanáticos se conforman con las victorias pírricas, aquellas en las que también los que ganan pierden, eso sí, sin darse mucha cuenta, son bobos que ignoran que la victoria vive siempre en el todavía, no se agota en el ahora. Por este lado los fanáticos pertenecen a la clase superior de los estúpidos según la caracterización de Cipolla, aquellos cuya acción ocasiona pérdidas sin que ellos se lleven nada o incluso salgan perdiendo. Claro es que muchos objetarán que Sánchez ha obtenido lo que quería, seguir siendo presidente, pero esa acabará por ser su perdición porque no se puede poner en riesgo la democracia, la convivencia y la paz ciudadana sin que el precio que se pague termine por ser muy alto, insoportable, destructor. 

Es cuestión de tiempo, también de paciencia y, desde luego, de la inteligencia necesaria para poner las luces largas y caer en la cuenta de que harían falta muchos fanáticos para hacer que España pueda perecer por un mal gobierno, lo pasaremos mal, pero muchos aprenderán a la fuerza algo que bien podrían haber aprendido sin tanto sacrificio con algo de mejor cabeza.

España ha sufrido mucho por culpa del fanatismo, pero es seguro que hemos aprendido la lección. Como ha escrito José María Aznar recientemente, «en España existe institucionalidad suficiente, una sociedad civil organizada, y una voluntad decidida a no dejarse arrollar por ninguna pulsión liberticida; una voluntad vuelta indeclinable cuando toca defender, desde la serenidad y la acción pacífica, los derechos ciudadanos, la independencia de jueces y tribunales, los consensos fundacionales de nuestra democracia y la verdad histórica de nuestra convivencia secular».

«Es presidente del Gobierno, pero no podrá gobernar, en cuanto los problemas le agobien, ni en su Consejo de Ministros»

El fanático Sánchez ha firmado en tierra extraña, por persona interpuesta, no sea que haya que negar cuanto antes lo firmado, un documento en el que se amontona una sarta de anacolutos, necedades y burdas mentiras y ha consentido que semejante adefesio sea el escabel de su investidura. Ha conseguido lo que quería, pero no está en su mano que ese deseo consumado no se convierta en un duro calvario. Doy por hecho que confía en su pregonada habilidad para hacer que las lanzas se vuelvan cañas, pero me parece evidente que su fanatismo ha ido tan lejos y ha apostado por tales absurdos que no conseguirá ni un nuevo adepto a cambio de perder los que tenía a millares.

Es presidente del Gobierno, pero no podrá gobernar, en cuanto los problemas le agobien, ni en su Consejo de Ministros. Su ley de amnistía es candidata a un aborto legislativo, pudiera ser que hasta por la voluntad, en momento venidero, de un Sánchez a la desesperada. No parece que sus canas sean cosa de las decenas de asesores y atrecistas monclovitas, porque acabarán por cubrir de nieve su cabeza sin que nuestra España haya obtenido el menor consuelo de sus desvelos. 

Los fanáticos tienen un problema con la realidad que siempre obtiene su venganza con quienes se obstinan en negarla, en enterrarla con palabras necias y estériles. Ya se puede apresurar Sánchez a levantar esos muros que promete, porque no habrá muro que soporte las consecuencias de su atrabiliario empeño en gobernar contra todos los que no le adoren. Son demasiados, cada vez serán más, y no servirán de nada todas las mentiras de los palaciegos y apparatchiks que tratarán de endulzarle la escarpada cuesta arriba con la que se ha comprometido. 

Solo un fanático que ha perdido del todo la cordura puede pretender gobernar al dictado de apenas un 6% de españoles que no quieren serlo contra los millones que no van a tragar de ninguna manera con imposiciones propias de un aventado. Sánchez pronto empezará a tratar de reinventarse, pero es casi seguro que ya ha perdido cualquier oportunidad de hacerlo, y en su derrumbamiento se llevará con él al partido que le ha seguido con tanta ceguera como ignorancia acerca de lo que tendría que haber sido su figura histórica. Nunca nadie habrá hecho tamaño mal a tantos ilusos dispuestos a creer en un líder fanático.

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