El tiempo perdido
«El escritor colombiano Álvaro Mutis era un entusiasta del imperio austrohúngaro y escribió: ‘Si los tiempos no están para reyes, malos tiempos son’»
El miércoles pasado, cuando el debate de investidura, me puse una película checa. Se titulaba La doncella, que es como se titula otra película estupenda, que no es checa sino coreana y que, si no han visto, corran, no sea acaben censurándola: de estos tiempos, cualquier cosa. Poca relación entre ambas películas y ambas doncellas, salvo la muchacha de campo que va a trabajar a una buena casa de ciudad: un clásico. Así que, en vez del debate político nacional, dediqué un par de horas al cine del Este, que suele ser de una estética impecable, nos hable del Antiguo Egipto en color –Faraón, de Kawalerowicz– o de la Ocupación nazi en blanco y negro –Trenes rigurosamente vigilados, de Jiri Menzel, del que sólo he visto después la divertida Yo serví al rey de Inglaterra–.
Mientras contemplaba las primeras escenas pensé en cómo los mundos a punto de finalizar adquieren, o adquirían –antes de que el expresionismo se adueñara de casi todo–, un tinte proustiano y sólo por un juego de café y un mantel de hilo, ya advertías que aquello –la doncella checa, en este caso– iba a tratar del fin del imperio austrohúngaro. Y en estas estaba, con el mando a distancia en la mano –feo gesto muy criticado por el resto de la familia–, cuando recordé una anécdota de hace bastantes años, en la que Ignacio Peyró dividía Madrid por el Paseo del Prado, bautizando ambos lados como el côté Guermantes y el côté Verdurin, respectivamente. Y pensé que, aunque sólo fuera como medida de protección de las cosas que amo, había vuelto a elegir el côté Guermantes frente al côté Verdurin. La doncella, en fin, y no la actual afasia parlamentaria. Porque ya me dirán para que está el lenguaje si no sirve para entenderse: la maldición de Babel, que es otro de los juegos de mesa a los que nos tienen acostumbrados.
«Los desastres privados ensombrecen el desastre público»
En La doncella que vi el miércoles por la tarde, todo ocurre en el interior de una casa burguesa praguense, donde la familia y el servicio doméstico conviven hasta lo indecible, con secretos y veladuras: micromundos a imagen y semejanza del mundo. Y a semejanza del mundo en la casa pasan cosas, todas las que suelen pasar entre la vida y la muerte, presididas por la imagen del emperador Francisco José. Pero a medida que la película avanza, la vida exterior –Sarajevo, la Gran Guerra o la misma visión de Praga– va adquiriendo importancia sobre la vida interior de la casa que va apagándose hasta llegar a la imagen desoladora de un comedor abandonado. Hay amor, erotismo, relaciones de poder, neurosis, clasismo, heridos… hasta opio hay y no es la doncella coreana, sino Mitteleuropa.
Y en medio de la súbita decadencia familiar me acordé de otra familia, la Trotta –descrita por el gran Joseph Roth en La marcha Radetzky– y la exclamación del su último miembro: «¡Quiero ver a mi emperador!». Y así como los finales de la guerra se describen a través de la efervescencia sexual en la calle –un «disfrutemos, que esto se acaba» muy frecuente–, la muerte lo hace con ratas paseando tranquilamente sobre los adoquines de Praga y la eclosión de los nacionalismos larvados y efervescentes. En la casa –tan limpia, jerarquizada, luminosa y ordenada–, todo se desmorona. Al margen de la Historia y en paralelo a la Historia. Como si nada, que es lo más triste: los desastres privados ensombrecen el desastre público y Francisco José ha muerto.
Antes de apagar el televisor, me pregunté qué habría dicho el escritor colombiano Álvaro Mutis. Tanto de La doncella como de la sesión de investidura en el Congreso. Mutis era un entusiasta del imperio austrohúngaro y creía –como los antiguos– que la corona tenía un origen divino: «Soy monárquico –escribió– porque hay que vivir en el misterio». Y añadía: «Si los tiempos no están para reyes, malos tiempos son». Así fue en Viena y en Praga y en Budapest y en… Pero sólo en Viena serían más o menos conscientes de lo que se les venía encima y un cabo austríaco, veinte años después, remataría la faena que había empezado con la muerte del emperador y la descomposición del imperio. Un desastre.