THE OBJECTIVE
Ricardo Cayuela Gally

¿Qué hacer?

«No claudicar. Hay mecanismos institucionales y legales para parar, o al menos entorpecer por mucho tiempo, la humillación de la amnistía»

Opinión
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¿Qué hacer?

Manifestación contra la amnistía en Madrid. | Europa Press

Los autogolpes de Estado son los más difíciles de revertir y frente a los cuales la ciudadanía y la democracia se encuentran inertes. Así pasó en el Uruguay de 1973 con el autogolpe de Juan María Bordaberry y así pasó en el Perú de Alberto Fujimori en 1992. Los golpes desde el poder cuentan con todas las ventajas. Directas e indirectas. Los conjurados disponen de dinero público, información privilegiada, control de la infraestructura, mando sobre fuerzas del orden, red de apoyo internacional, cobertura mediática subsidiada, asesores jurídicos, sistema de inteligencia. Es mucho más fácil atentar contra el sistema democrático desde los mullidos sillones de los despachos gubernamentales y desde el confortable cuero de los coches oficiales.

Por eso lo primero que debe exigírsele a un gobierno (estatal o regional) es que respete las reglas del juego. Esa fue también la dinámica del procés catalán, inscrito sin saberlo dentro de esta nada honrosa tradición iberoamericana. Y por eso fue tan difícil frenar su dinámica desde el poder central. Y esto sólo se consiguió por cuatro factores: el acuerdo entre el PP y el PSOE para aplicar el 155, lo que le otorgó legitimidad a su indudable legalidad; la pertenencia de España a la Unión Europea, que desoye por sistema los cantos de sirena de cualquier secesionismo interno; la actitud el rey Felipe VI, en su célebre discurso del 3 de octubre del 2017; y la presencia de la ciudadanía catalana no nacionalista que decidió dejar su inhibición histórica para reclamar en las calles de manera masiva el 7 de octubre contra la conculcación de sus derechos. 

Con todo, lo más grave del procés no fue la organización desde el poder de un referéndum ilegal, que no dejaba de ser una manifestación de protesta más. Ni siquiera su retorcida trampa simbólica de usar las urnas de emblemas cuando era a las urnas justamente a las que se suplantaba. Ni siquiera su impostado rol de victimas ante la impotencia policial para impedir su realización. Lo más grave es que fue un referéndum que no ofrecía —ni podía ofrecer— garantías electorales mínimas. Censo, observadores, campaña, debate, financiación equitativa, neutralidad institucional, etcétera. El referéndum fue un performance. Una escenificación. Una obra de teatro callejero. Un carnaval de grotesco mal gusto. Puedo entender que un nacionalista catalán participara del simulacro. La frivolidad no cuesta nada. No concibo como una persona adulta, un ciudadano europeo, pueda asumir que el resultado fuera válido. Y que de ahí se desprendiese un «mandato popular» para la independencia. Todos sabemos desde niños que al día siguiente de la noche de San Juan «se acabó la fiesta». 

«Lo más grave del 1-O es que fue un referéndum que no ofrecía garantías electorales mínimas —censo, observadores, campaña, debate, financiación equitativa, neutralidad institucional—. El referéndum fue un performance»

Por eso bien merecido tuvieron sus responsables el castigo que les cayó encima. Que no fue despótico, sino prudente. Las autoridades producto de la aplicación del 155 se limitaron a convocar elecciones (tenían facultades para ejercer el poder autonómico por el resto de la legislatura) y el poder central dejó, como no podía ser de otra forma, que fuera la justicia la que actuara. Y esa lo hizo con un alto grado de eficacia. El proceso al procés fue de una gran pedagogía democrática. Los inculpados contaron con los mejores letrados que velaron por sus derechos procesales. Hubo un deslinde preciso de responsabilidades. Y sentencias justas, pero no justicieras. La normalidad volvió a las calles de Cataluña. La cárcel, sin obviar su crudeza, cerró el ciclo pedagógico. Incluso los muy polémicos indultos tuvieron un efecto benéfico: el Estado puede ser magnánimo, pero desde la certeza de su razón legal.

España, bordeando el precipicio logró salir fortalecida del reto. Como tras el 23 F, que permitió a España dar un impulso definitivo a su democracia, lo que debería haber seguido tras el procés era una reflexión colectiva contra el nacionalismo y sus venenos. Un pacto de Estado contra el peso desproporcionado de los partidos nacionalistas a la hora de formar mayorías legislativas. Pero la historia siempre nos sorprende. Bastó con que un ególatra sin escrúpulos necesitara los votos de un cobarde en busca de un relato alterno que lo redimiera de haber huido para que todo se complicara, quizá de manera irremediable. La conclusión del «autogolpe» no puede ser la «auto-amnistía». ¿Qué hacer para evitarlo? 

No claudicar. Hay mecanismos institucionales y legales para parar, o al menos entorpecer por mucho tiempo, la humillación de la amnistía. Ocupar las calles. Demostrar de manera recurrente, pero pacífica, dónde está la mayoría social. Aislar a la extrema derecha y su agenda que sólo le hace el juego al gobierno y a sus acólitos mediáticos. No olvidar. Y votar en consecuencia en cada cita con las urnas, diga lo que diga la contingencia política del momento. Hay que borrar del mapa electoral a los traidores a la democracia. Hacer pedagogía cotidiana con amigos, compañeros del trabajo, familiares. Están en riesgo las libertades de todos. También de los que votaron sí. Pero no obcecarse. La vida sigue, con su indómita belleza y sus misterios insondables. Lo más importante para mí es no conceder en el relato. Los hechos son los hechos. Diga lo que diga Puigdemont o su porquero. Como dice Jean-François Revel en El conocimiento inútil, «la democracia no puede vivir sin cierta dosis de verdad». 

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