Ferraz, explicado a los moderaditos
«Hay que estar perturbado para creer que, cuando decides despedazar un pueblo (por dominado que tengas el discurso y las instituciones), nadie se va a rebelar»
En 1978 Gabriel García Márquez publicó un cuento titulado Solo vine a hablar por teléfono. Tan pronto como lo leí se convertiría en una de mis pesadillas recurrentes.
Su argumento es sencillo: el automóvil de la protagonista, María de la Luz Cervantes, sufre una avería en medio de una carretera solitaria. Tras horas de espera, por fin pasa un autocar. Ella lo detiene y pide al conductor que la traslade hasta algún sitio desde donde telefonear a su marido. El conductor, amable, accede. Al llegar a su destino, un gran edificio con unas amables dependientas, María solicita a una de ellas la ansiada llamada. La señora no le hace mucho caso y, de hecho, al cabo de un rato la encierra en una celda.
Nuestra protagonista empieza entonces a comprender lo sucedido: el autobús transportaba a varias enfermas hasta una residencia psiquiátrica. Al haber llegado junto con ellas, todos la toman por una más; el conductor olvidó informar de su caso particular. Los gritos entonces de María, su desesperación, su insistencia en llamar por teléfono, solo corroboran el diagnóstico: se trata, sin duda, de una loca más. Y de las más graves.
Hoy es fácil sentirse como María de la Luz Cervantes en España. Vemos a nuestro derredor cómo menguan nuestras libertades. Vemos que el Gobierno se afana en acabar con la separación de poderes, en controlar a los tribunales, en subvencionar a los medios, en subyugar las instituciones. A cambio de tanto control, ni siquiera se nos compensa con una apacible prosperidad que nos entontezca: nuestro poder adquisitivo lleva cayendo desde la llegada de Pedro Sánchez al poder. Al cierre de 2022, estaba ya por debajo del poder de compra que teníamos en 2000. Hemos desandado 23 años: el progresismo era retroceder.
Con todo, y pese a tan contundentes datos, si uno osa romper la calma chicha que acompaña esta dulce decadencia nuestra; si uno osa protestar porque cada vez se hace más duro vivir en España, trasladarse por España, hacer negocios en España, comprarse casa en España, educarse (por ejemplo, en español) dentro de España; si uno se aíra por la lenta, pero imparable deconstrucción de su país, de inmediato se verá rodeado de las amables guardianas de este hospital psiquiátrico. Guardianas (periodistas, políticos, académicos) que le informarán de que sus gritos corroboran que él es el problema, el enfermo, el inadaptado, el fascista. «Señor, está usted perturbando la paz de este sitio. Cállese y métase en su celda. Y no olvide pagar el alquiler de la misma, por cierto».
«La oposición a nuestro Gobierno, por primera vez, no se limitó a firmar manifiestos. Hace dos semanas acaeció Ferraz»
Hace dos semanas se anunció que el agua de este caldero español en que nos van cociendo poco a poco iba a subir unos cuantos grados centígrados más. Menos separación de poderes, más privilegios para algunas regiones, más separación entre connacionales, menos recursos para la caja común. El lector habrá oído aquella historia de las ranas que no saltan de la olla donde uno aumenta poco a poco la temperatura, hasta llegar a hervirlas. Pues bien, se trata de una mera leyenda. Claro que las ranas escapan del agua en cuanto esta empieza a escaldarlas. Mas parece que no así los españoles. Quizá el relato deba modificarse, y donde poníamos «ranas» empezar a decir otra cosa. «No saltes de la olla, no seas loco, somos todos tan razonabilitos al aguantarlo todo aquí dentro, no te desgañites al protestar».
Ahora bien, también hace dos semanas que irrumpió algo nuevo, imprevisto, desasosegante; un kairós que tiene aún tiritando a nuestras guardianas del manicomio. «Allá donde habita el peligro, crece también lo que nos salva», afirmó en su día Hölderlin. La oposición a nuestro Gobierno, por primera vez, no se limitó a firmar manifiestos, irse una mañana de domingo a la Plaza de Colón, presentar un formulario de protesta ante cualquier funcionaria. Hace dos semanas acaeció Ferraz.
¿Qué es Ferraz? Ante todo, y aunque sea el nombre de una vía pública, no lo dejemos solo en que «la derecha, por fin, se manifiesta con contundencia en la calle». Esto, con resultar importante, no es la clave. El cambio de paradigma al que asistimos es mucho mayor.
Hasta ahora, digamos que la oposición a la izquierda ha pecado de logocéntrica: muchas palabras, poca acción. Este mismo artículo que usted, lector, tiene la amabilidad de estar ahora leyendo me temo que adolece de igual defecto: fíjese en que, para fundamentar nuestro repudio del Gobierno, hemos citado líneas atrás (malos) datos económicos, (indignantes) datos sobre injusticias, (inquietantes) datos sobre el afán dominador de nuestro Ejecutivo. Solo datos, solo palabras, solo información.
No somos los únicos. Cada vez que el PSOE y sus aliados frentepopulistas han cruzado estos años una nueva línea roja, algún intelectual ya en su setentena ha descolgado el teléfono, ha llamado a otros amigos suyos también en la setentena y han firmado, normalmente junto con Cayetana Álvarez de Toledo, el enésimo manifiesto de protesta intelectual. Calculo que algunos saldrán ya a manifiesto por trimestre. (Reconozco, de nuevo, haber pecado yo mismo de semejante manifiestografomanía durante años con fruición).
«Por fin la oposición se ejerce no solo con palabras, sino con acciones»
A ese viejo método tan años 70 de los abajofirmantes se le unen en nuestros días aderezos más modernillos. Los zascas propagados en redes sociales, por ejemplo («¡no te puedes perder el zas en la boca de Vicente Vallés al Gobierno hoy!»). Los monólogos incisivos («¡demoledor lo de Alsina esta mañana en la radio!»).
No negaré el entretenimiento, ni siquiera la probable utilidad, de tales recursos. Pero consisten siempre en lo mismo: parole, parole, parole, como cantaba Mina también en los años 70. Palabras, palabras y más palabras. Que olvidan que el ser humano tiene boca y orejas, sí, pero también ojos, manos, piernas; incluso espalda o traseros, donde más de alguno ha recibido rabiosos porrazos estos días en Ferraz.
Y es que en eso consiste el cambio de paradigma al que asistimos: por fin la oposición se ejerce no solo con palabras, sino con acciones. Los que actúan no son ya solo los políticos en el Parlamento o los tribunales: es también la gente y nada menos que ante la policía por la calle. ¿Populismo? Sin duda, para todos aquellos que creen que toda la acción política de sus compatriotas ha de limitarse a votar cada cuatro años. Es decir, a no existir entre convocatoria y convocatoria electoral.
Si abrimos la mente, sin embargo, descubriremos que el referente claro de estas manifestaciones no está tanto en la manida etiqueta de «populismo», que lo mismo vale para un roto que para un descosido (como sus primas hermanas «fascismo», «protestas violentas» o «ultraderecha»). El salto que ha dado la derecha es más serio. Se ha aupado desde su antiguo logocentrismo a un nuevo situacionismo: ya no se trata (solo) de construir argumentos buenos, sino de crear situaciones. Situaciones que aturdan, que descoloquen al rival, que trastoquen la marcha del juego: para cambiar la dinámica, habrás de ser original. Debord y sus acciones sustituyen a Quintiliano y su retórica. Y es que, en el fondo, ya no se trata de combatir ideas, sino acciones del Gobierno; por eso la lucha no debe limitarse a los argumentos, sino también meternos a todos en una imprevista situación.
«Tiene lógica que los protagonistas sean los jóvenes. Y no solo por ser los principales perjudicados de nuestra decadencia»
Tiene toda la lógica del mundo (abandonar el logocentrismo no implica perder la cabeza) que los protagonistas de este cambio de marcha sean los jóvenes. Y no solo por ser ellos los principales perjudicados de nuestra decadencia (muchos solo han vivido tiempos de crisis desde que tienen uso de razón). Con las mayores tasas de desempleo juvenil de toda la UE y la OCDE, con discursos gubernamentales que criminalizan a la mitad de ellos por su «masculinidad tóxica», con sueldos que te prohíben tener familia u hogar alguno donde alojarla, la revuelta juvenil hacía tiempo que se echaba en falta. Que además lo haga a su propio modo, sin manifiestografomanía ni memes de WhatsApp (solo), sino reclamando para sí la calle y el grito y la acción, sorprenderá solo a los moderaditos más despistados. O a los despistaditos más moderados. En realidad, tiene toda la lógica, lo hemos dicho ya.
Hay otro rasgo de estas concentraciones que trae a nuestros analistas más integrados por la calle no de Ferraz, sino de la Amargura. Se trata de la heteróclita diversidad de gentes y grupos que las conforman. Allí se congregan quienes lamentan que se esté incumpliendo la Constitución del 78… junto quienes creen que esa Constitución ha traicionado a la nación sobre la cual (según su artículo 2) se fundamenta. Allí te encontrarás banderas de España con el escudo recortado… junto a otras con la cruz de Borgoña. Allí escucharás a jóvenes que rezan el rosario a la puerta de una iglesia… junto a otros, no menos jóvenes, que amontonan muñecas hinchables ante la sede de un PSOE repleto de casos (ERE, Tito Berni, Mallorca…) de fomento de la prostitución. La mezcla es abigarrada, espontánea, rebelde.
Todo esto atribula a las mentes amuebladas a la vieja usanza: ¿no se supone (así piensa el logocéntrico) que debería elaborarse un programa común, un manifiesto (¡de nuevo, la manifiestografomanía!) con los puntos en que todos estuviesen de acuerdo, una teoría unificada de la revuelta? Frente a este modo antañón de pensar, Ferraz resulta mucho más moderno (incluso posmoderno: ¡hay que aprender a usar la posmodernidad contra sí misma!).
Pues en Ferraz, frente a las ansias de un férreo monolito, vivimos otra cosa, más situacionista que intelectual, más acción que mera teoría: la yuxtaposición. Gentes con sensibilidades de lo más diversas se colocan unas junto a otras, sin intentar fagocitarse ni enfrentarse (las risas o silbidos frente al rosario se acallaron al segundo día de su rezo; lo mismo sucedió con las iniciales reticencias ante las banderas sin escudo o las críticas a la Constitución). Yuxtaponer es la alternativa (artística, situacional, activa) a contraponer o imponer.
«Las muñecas hinchables citan, sin necesidad de más palabras, los enredos prostitucionales del PSOE»
Podemos aprender de Japón sobre ello: allí lo moderno se yuxtapone a lo antiguo sin intentar abrogarlo ni superarlo, ni siquiera compararse con ello; por eso muchos (desde Mario Perniola a los amantes del manga) han detectado en esa civilización lejana una buena guía para nuestros enredos presentes. Ya nos pondremos de acuerdo entre nosotros cuando hayamos vencido: mientras luchamos, la yuxtaposición resulta tan razonable como que el patchwork abunde en los hogares pobres, o que los parches renueven nuestras ropas desgastadas.
La yuxtaposición triunfante colabora en Ferraz con otra práctica heredada del arte y la literatura actuales: la cita. Decía Umberto Eco que ser posmoderno consiste en saber que siempre que decimos algo, en realidad estamos citando. Las muñecas hinchables citan, sin necesidad de más palabras, los enredos prostitucionales del PSOE (aunque todos sabemos que los socialistas no usaron muñecas, sino mujeres). Las banderas españolas con el escudo recortado aluden a las ídem rumanas que simbolizaron la revuelta contra el dictador Ceausescu (aunque todos sospechamos que Pedro Sánchez no acabará esta Navidad como su homólogo rumano en 1989, esto es, fusilado). Incluso el lenguaje está transido de citas: se llama «lecheras» a los furgones policiales, aunque desde hace décadas ya no sean blancos; se llama «maderos» a los policías nacionales, aunque tampoco usen uniformes marrones desde años ha.
Todo este juego de novedad y vínculos con la tradición que vibra en Ferraz pone de los nervios a sus opositores. Vemos allí, como diría Perniola, «una voluntad de renacimiento y renovación que no se opone al pasado y las tradiciones, sino que se los apropia (…). Ni inmovilismo conservador ni innovación destructora; ni metafísica ni nihilismo». Y esto es mucho más de lo que el establishment está habituado a entender.
Así, los mismos católicos a los que les encanta que el papa Francisco escriba sobre el cambio climático y se meta en política (con poco éxito en su propia patria, todo sea dicho, vista la reciente victoria de Milei) denuestan con rabia a los chicos que rezan el rosario en Ferraz. A los jóvenes que elevan así su lucha contra la decadencia de España a un combate espiritual.
«Los moderaditos corroboran que el mundo se ha vuelto loco, porque suceden cosas que ellos no entienden»
Así, la izquierda que homenajea a sus propios revoltosos se vuelve burguesota ahora y exige que sea solo vía urnas como se exprese el descontento social.
Así, los moderaditos corroboran que el mundo se ha vuelto loco, porque suceden cosas que ellos no entienden, en vez de ponerse a aguzar su ingenio para comprender.
Y así, el televidente medio asume que los concentrados en Ferraz son «violentos» porque ese es el sermón que le repiten todos en la tele. Y no se pregunta por qué solo apalizan a manifestantes y ningún policía. O por qué no hay daño alguno en los comercios o inmobiliario cercanos, pero sí en las costillas de ciudadanos que solo pasaban esa noche por allí.
Ante análisis tan variopintos, ¿quiénes están locos, los difamadores o los partidarios de las protestas? Volvamos al cuento de García Márquez con que iniciábamos este artículo: María de la Luz Cervantes, al verse encerrada en el manicomio, gritaba, se revolvía, repetía la misma frase («¡Solo vine a hablar por teléfono!»). Pero, pese a todos esos indicios, ella era la única que actuaba con cordura allí.
Sus captores, sin embargo, eran los que se comportaban como gente insana. Pues hay que estar muy perturbado para creer que, cuando decides despedazar un pueblo (por abotargados que tengas a sus connacionales, por dominado que tengas el discurso, por copadas que tengas las instituciones), nadie se va a rebelar.