THE OBJECTIVE
José Carlos Llop

¿Sonámbulos 2ª parte?

«Vivimos entre secuelas, covides persistentes, enfermedades respiratorias y disputas políticas como si nos hubiéramos adentrado en la selva de otro planeta»

Opinión
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¿Sonámbulos 2ª parte?

Ilustración de Alejandra Svriz.

La juventud de principios del siglo XX se fue a la Gran Guerra con el entusiasmo de quien va a una fiesta y después volverá a casa habiendo alcanzado cotas de emoción nunca sentidas antes. Lo retrató Waugh en Retorno a Brideshead, como Cendrars o Céline –entre tantos otros– retratarían lo que llegó a las trincheras cuando la realidad desarticuló aquel entusiasmo. Y lo que llegó lo conocemos: nunca, ni antes ni después, se vio en Europa una guerra de tanta crueldad y muerte como aquella guerra. Que no acabaría con la rendición alemana y el Tratado de Versalles –la humillación firmada en un vagón de tren–, sino que sería la génesis de otros espantos bélicos: los de la II Guerra Mundial. En la Gran Guerra murieron 20 millones de personas, sólo en Europa. En la II Guerra murieron 75 millones en todo el mundo. Cien millones de muertos entre una y otra.

Hace pocos años el historiador británico Christopher Clark publicó un libro titulado Sonámbulos donde analiza por qué el asesinato de un archiduque austríaco y su mujer en Sarajevo –en teoría una cuestión de política local–, llevó al continente al infierno donde se hundió durante cuatro años. Mediocridad gobernante, tontas intenciones, descomposición de naciones e imperios, frivolidad política, ignorancia y otros ingredientes de un peligroso cóctel convirtieron a la población europea en sonámbulos camino de la muerte entre himnos, banderas y el pecho anhelante de las novias ofrecido en la estación a sus héroes.

Espero que estemos muy, muy lejos de algo así, pero hemos sido sometidos a un experimento masivo cuyos daños colaterales van ofreciendo un inacabable y silencioso rosario de víctimas. Nuestro Sarajevo ha sido Wuhan y una más que probable fuga en un laboratorio de armas biológicas –probablemente: lo dejaremos así– encarnó al nacionalista bosnio Gavrilo Princip o la mano que empuñó la pistola asesina camuflada detrás de un acordeón. Rebuscada o no la analogía, lo cierto es que la covid-19 desarticuló el mundo donde vivíamos –se habló de estar en el umbral de una nueva realidad– y la vacuna de arn mensajero nos salvó a medias. Como hizo el Tratado de Versalles con Europa.

Entonces casi todos nos dirigimos como sonámbulos a los centros de vacunación y después de los desastres en el frente de las UCIS y el ingente número de muertos, casi todos vimos la salvación –qué remedio– en esa nueva vacuna apenas comprobada con tiempo suficiente. Médicos y políticos fueron sus principales propagandistas y quien no se quería vacunar era tratado –por los mismos ciudadanos (ya vacunados)– como un irresponsable, un sospechoso de delito social, un pobre ignorante, o un miembro de la secta conspiranoica de los antivacunas (y a mí no me miren: me he vacunado tres veces).

Todo eso estableció un catálogo orwelliano del que no fuimos conscientes en su momento, pero lo estableció. Y asistimos a verdaderos delirios escenográficos: el presidente de Gobierno en televisión rodeado por una junta militar; el druida Simónix y sus charlas supuestamente taumatúrgicas; el ejército patrullando por las calles (cosa que no había hecho ni por el peligro de atentados islamistas); la instauración de un lenguaje bélico en la cosa pública; la clausura en los domicilios; la picaresca de las mascarillas; o el penoso chiste de dejarnos salir a la calle por franjas horarias en relación con la edad. Repito: sonámbulos en un paisaje orwelliano y el olvido como droga salvífica.

«La verdad es que si antes no éramos dueños de la naturaleza de nuestras vidas ahora lo somos menos»

Ahora vuelven las mascarillas y ya están discutiendo gobierno y comunidades autónomas sobre si celebrar o no la mascarada correspondiente. Se habla de la gripe –que ha habido siempre– como si fuera el quinto jinete del Apocalipsis. Y en medio de todo –de entonces a ahora– siguen aumentando los casos de muerte súbita y de muertes inexplicables. El entusiasmo por la ciencia, la modernidad y el siglo XXI –como si todo lo vivido antes no sirviera de nada– impiden mostrar la más mínima duda ante los remedios que los tres ofrecen. Pero la verdad es que si antes no éramos dueños de la naturaleza de nuestras vidas ahora lo somos menos. La verdad es que si antes la confianza en Dios, el destino o el azar, la propia genética o una desgracia determinaban nuestro presente y futuro, ahora la vacuna que eliminó nuestras defensas naturales para sustituirlas –o algo así– artificialmente también marca el ritmo de nuestros días.

Mientras tanto como sonámbulos volvemos a deambular –esta vez por nuestra propia vida– sin saber hacia dónde nos encaminamos. Y vivimos entre secuelas, covides persistentes, facilidad para enfermedades respiratorias, propaganda de plagas, disputas políticas, daños oculares, fragilidad social –real o fomentada tanto da–, aislamientos varios, paranoias y envejecimientos prematuros, como si nos hubiéramos adentrado en la selva de otro planeta. Y ojo a salirse del guion que te cancelan por conspiranoico.

No me extrañaría que los templos del futuro tengan a Orwell en el altar mayor y se proyecte Farenheit 451 en las capillas laterales, como si fuera un testimonio similar al de los Santos Padres del desierto.

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