Rousseau en Génova: ¿qué quiere el PP?
«¿En qué país sueña quien está llamado a ser alternativa de gobierno? ¿Cuál es, en definitiva, parafraseando la verborrea oficialista, el ‘proyecto de país’ del PP?»
Me formulo hoy la pregunta porque a estas alturas me parecen obvias dos cosas: el Partido Popular es a corto o medio plazo la única alternativa al poder político existente en España, y el PSOE es una plataforma de competición electoral, desideologizada y ayuna de principio alguno, aunque capaz de concitar adhesiones religiosas, solo destinada a procurar que gobierne, a cualquiera de los niveles competenciales, la persona que: a) siendo del PSOE garantiza suficientemente a una masa crítica de afines que garantizan votos, trabajan para aunar simpatías y cuotas de militancia o movilizan en favor de las siglas, la pervivencia en, o el acceso a, puestos públicos y asimilables; o b) que no siendo del PSOE evita que gobierne el partido o líder que, en cada momento y de forma ad hoc, se describa como «la derecha», ora por parte de los representantes mismos del PSOE o por quienes cultural, académica o mediáticamente le son afines. Esas siglas responden hoy, como he dicho ya medio en broma medio en serio en una tribuna anterior, a Pedro Sánchez OE.
La lista de evidencias que respaldan las anteriores afirmaciones ocuparía tanto como En busca del tiempo perdido de Proust. Así que, como no quiero que ustedes mismos se pongan a buscar su preciado tiempo perdido, permítanme solo un botón de muestra: la cesión de las competencias de inmigración a Cataluña para así garantizar la abstención de Junts a dos de los tres decretos sometidos a convalidación el pasado miércoles.
¿Cuál es el principio político, el criterio moral profundo, incluso la razón de oportunidad o de eficiencia administrativa que anida tras esa delegación? ¿Deben adoptarlo el resto de comunidades autónomas? ¿Y qué pasa si lo hacen todas y todas quieren disponer de la facultad de no aceptar en su territorio a determinados inmigrantes? Estaríamos – no hay que ser John Nash para darse cuenta- ante un conflicto irresoluble, un juego en el que la resultante de las preferencias auto-interesadas acabará perjudicando a todos. Para eso existe el Estado, vaya, salvo que lo que se pretenda es de ir dotando de estructuras estatales a determinados «territorios», pues no otra cosa sino actuar como un Estado supondría, en el límite, que una comunidad autónoma como Cataluña o el País Vasco pueda decidir quién sí y quién no se arraiga en su territorio y quién sí y quién no reside.
¿Es eso lo que quiere el PSOE? ¿Cuándo lo ha debatido? ¿Bajo qué luz, taquígrafos y condiciones que hayan podido siquiera aproximarse a un diálogo racional? Claro que, una vez se ha aceptado amnistiar a un prófugo de la justicia española y sus secuaces a cambio de ser investido presidente del Gobierno, cualquier discusión que trate de explorar los matices, el decimal de la medida o política – el IVA de las conservas, por un poner- torna en una broma macabra. Nadie lo ha podido sintetizar mejor que el propio presidente del Gobierno en ese lapsus revelador a preguntas de los periodistas tras la sesión del Senado: «Se buscan votos hasta debajo de las piernas». Pues eso: no hay más.
Pero lo que interesa ahora, decía, es preguntarnos qué quiere, qué anhela, en qué país sueña quien está llamado a ser alternativa de gobierno. Hubo un momento en el que, atisbado el final físico del dictador, urgía contestar a la cuestión: «Después de Franco, ¿qué?» A lo cual el falangista Jesús Fueyo respondía: «Después de Franco, las instituciones». Pues bien, mutatis mutandis: «Si no es Sánchez, o después de Sánchez ¿qué?»
«¿Cuál es el contenido de algunos acuerdos explícitos a los que ocasionalmente llega el PP con el ‘Pedro Sánchez OE’?»
¿Las instituciones? ¿Cuáles? ¿Bajo qué inspiración y reglas? ¿Con qué anhelos y afanes? ¿Cuál es, en definitiva, parafraseando la verborrea oficialista, el «proyecto de país» del PP?
Esas preguntas urgen cuando se comprueba que, por un lado, la Constitución –de la que pende nada menos que el sistema jurídico en su conjunto- es ya irrelevante como marco que delimita el juego político, inhábil para conjurar los peores desatinos y el desgobierno, y, por otro, cuál es el contenido de algunos acuerdos explícitos a los que ocasionalmente llega el PP como primer partido del país con el Pedro Sánchez OE. Piensen, por ir al más reciente, en el texto que el PP ha consensuado para reformar el artículo 49 de la Constitución española, un típico ejemplo de «norma santimonia» en la que se consagra, siquiera sea simbólicamente, como han destacado Eugenio Nasarre y Juan Claudio de Ramón, una desigualdad entre hombres y mujeres al mencionar que los poderes públicos atenderán «particularmente las necesidades específicas de las mujeres y niñas con discapacidad». ¿Es que el PP ampara esa visión «interseccional» de los derechos básicos y de las políticas públicas? ¿En todos los ámbitos?
El PP abandera hoy, o al menos lo pretende, un ideal de igual ciudadanía con el que se resiste a la almoneda sanchista y a una deriva confederal que cala como gota malaya. ¿Con qué alcance y bajo qué principios se produce esa resistencia? ¿Hay una federalización cordial, como el bilingüismo, que permite mantener privilegios y fueros a los «territorios históricos» –como si el resto no lo fueran? Vox, y ahora Izquierda Española, aunque bajo presupuestos diametralmente opuestos, y con consecuencias también radicalmente disímiles, aspiran a una comunidad política en la que se minimicen las diferencias entre los españoles. ¿A qué aspira el PP?
«La pura resistencia y el cinismo o el show frutícola-populista ya no bastan»
Si como Rousseau para el caso de Córcega o Polonia, un grupo de notables del PP fuera encomendado a proponer una nueva Constitución para España, ¿qué contendría esencialmente ese texto? ¿Qué diría sobre la distribución territorial del poder? ¿Qué alcance tendría la autonomía financiera de los territorios y su capacidad fiscal? ¿Qué derechos elevaría a la categoría de fundamentales? ¿Cómo haría que el sistema electoral pudiera reflejar el pluralismo político? ¿Cómo insuflaría vida al Parlamento para que abandonara ese faccionalismo que lo ha tornado en la pesadilla burkeana de ser un «congreso de embajadores» y a los diputados en botones, puras correas de transmisión de los dictados de quien controla el partido? ¿Cómo evitaría que se abusara del decreto-ley? ¿Cómo mantendría la independencia de las instituciones llamadas a actuar de contrapoderes, señaladamente el Tribunal Constitucional? ¿Anhela el PP una Constitución que diseñe una democracia militante, donde no quepan los partidos que se proponen la destrucción de las bases mismas de la convivencia, empezando por la integridad territorial?
Y es que, como a mi juicio ha señalado cabalmente José Antonio Zarzalejos, la pura resistencia, el mero pars destruens, ya no bastan, y el cinismo o el show frutícola-populista con el que mostrar las contradicciones ínsitas y constantes de la coalición progresista o la ocurrencia al calor del «algo hay que hacer frente a tanto desafuero» no son una alternativa.
En definitiva, si estuviera frente a las masas expectantes del National Mall: ¿en qué nos diría Feijóo que ha soñado?