Kant nos cumple 300 años
«Tras el filósofo de Königsberg vivimos en un mundo del que no conocemos su esencia y con obligaciones de las que no conocemos su motivo»
Celebraremos este año el tricentésimo aniversario del nacimiento de Immanuel Kant. Preparémonos, pues, para leer una y otra vez sobre su meticulosa puntualidad. Y para que nos la ilustren con aquella anécdota de cómo sus convecinos ponían en hora los relojes según el momento en que pasara, durante su paseo diario, ante sus domicilios. Preparémonos también para que se nos reitere que jamás salió de su ciudad natal, Königsberg. Y para que tal vez de paso se nos aconseje tal actitud por la reducida huella de carbono que acarrea. Preparémonos quizá incluso para que nos cuenten que, sin viaje aéreo contaminante alguno, el viejo Immanuel fue capaz de charlar con el alcalde de Londres sobre el callejero de tal capital: buena prueba de lo mucho que nos ayuda el estudio a resultar más ecológicos.
Con todo y con eso, acaso nos interese a algunos profundizar algo más en su figura. ¿Qué tiene que ver Kant con nosotros? Sí, sin duda se trata de un clásico; sí, sin duda se estudia en la asignatura de Filosofía del bachillerato (o, al menos, lo hacía antes de que los pedagogos arrasaran con su idea de que lo importante son las competencias, no los contenidos). Pero mi experiencia, durante años de profesor de Ética, es que los universitarios a los que preguntaba al inicio de las clases sobre Kant apenas podían si acaso farfullar al respecto algunas expresiones arcanas: «imperativo categórico», «ética heterónoma», «el deber por el deber»… Si les preguntaba lo que acabo de apuntar, qué tenía que ver Kant con nosotros, ¡con ellos!, el silencio era rotundo.
Y, sin embargo, en verdad tiene mucho que ver con nuestras vicisitudes actuales este viejo profesor, sí. Pues un hombre como él —cristiano de cabo a rabo; perteneciente incluso a un sector protestante, el pietismo, que da especial peso a la devoción personal y a la sentimentalidad religiosa; lo que hoy se denominaría un capillitas, vaya— explica bien el momento, tan distinto a su personalidad, en que hoy nos vemos.
En primer lugar, Kant fue uno de los principales promotores de la idea de que, por mucho que miremos el mundo, no vamos a encontrar ahí nada que nos recuerde a Dios. De hecho, ni siquiera conocemos el mundo tal y como es en su esencia: nos tenemos que limitar a saber cómo se nos aparece. Es tentador trazar aquí sus diferencias con otro filósofo al que también recordaremos este 2024: santo Tomás de Aquino, de quien se cumplen ahora los 750 años desde que pasara a mejor vida.
Así, mientras Tomás pensaba que solo conocemos una cosa de veras cuando captamos su ser más íntimo, su esencia, Kant en cambio nos sugería conformarnos con conocer su forma, su ubicación, su cantidad, su relación con otras cosas… En suma, sus aspectos más perceptibles. Y, claro, en tanto que Dios ya no es un señor que salga a pasear por entre nosotros aprovechando el fresco de la tarde —aunque el Génesis (3:8) nos relate que sí lo fue antaño—, poco de su forma, ubicación o cantidad divinas podremos conocer los humanos. Mejor ocupar nuestras dotes cognoscitivas en algo más fructífero. Como la ciencia natural a la que Newton había imprimido un vigoroso impulso el siglo anterior.
«Muchos de los que hoy creen tener ideas ‘de sentido común’ en realidad solo sostienen tesis de filósofos ya muertos»
Esta convicción kantiana de que la ciencia es nuestra única vía hacia el saber, y que en esa vía ninguna parada (y menos aún su estación término) se llama Dios, ha resultado tan exitosa, que muchos de quienes, fervientes, hoy la comparten no acertarían a ubicar Königsberg en un mapa ni a nuestro filósofo en su siglo XVIII (pese a que espacio y tiempo fueran intuiciones clave para él). Parafraseando a Keynes, digamos que muchos de los que hoy creen tener ideas «de sentido común» en realidad solo sostienen tesis de filósofos ya muertos hace tiempo. O nacidos hace 300 años, como Kant.
Y, aun así, lo que son las cosas, parece que la ciencia más reciente, que Kant ni siquiera pudo imaginar (la física cuántica o la teoría de la relatividad chocan de lleno con mucho de lo que él escribió), está socavando poco a poco ese legado kantiano. Esa es al menos la tesis de Michel-Yves Bolloré y Olivier Bonnassies en un libro que ha arrasado en Francia y, recién publicado en español, ya empieza a hacerlo entre nosotros: Dios — La ciencia — Las pruebas. «A principios del siglo XX, creer en un Dios creador parecía oponerse a la ciencia. ¿No será hoy todo lo contrario?», se interroga su contracubierta. Pues (tal es la tesis de estos autores) hoy la ciencia (como antes de Kant; de hecho, el mismo Newton así lo pensaba) vuelve a dar sugerentes argumentos a favor de que haya por ahí un Dios.
Pero volvamos desde los laboratorios y los superventas actuales a nuestro filósofo alemán: tras haber negado toda posibilidad de llegar a Dios a través del conocimiento, lo cierto es que Kant sí aventuró que podríamos tener algo que ver con Él en otra esfera humana: la ética.
Para ello, lo primero que había que constatar es que a menudo nos topamos con obligaciones por ahí que parecen absolutas, irremisibles, categóricas. Imagine usted, amigo lector, que yo le ofreciera a usted (y usted supiera que yo tengo poder para cumplir con mi oferta) algo inaudito: aliviar todas las penas del mundo, eliminar todos los sufrimientos presentes o futuros, desde este preciso instante. Y ello a cambio de cumplir un solo requisito: someter también ahora a tortura, y durante un par de horitas, a un señor chino cualquiera que, por supuesto, jamás descubrirá que fue usted quien le abocó a tales tormentos. (Quien sepa de literatura portuguesa habrá notado que estoy retomando aquí un viejo argumento de Eça de Queiroz).
«No hacías las cosas porque fueran a beneficiar a unos u otros, sino solo porque eran lo que se debía hacer»
Y bien, ¿no es ese pacto tremendamente ventajoso? Solo un par de horitas de suplicio, y solo a un señor, a cambio de los millones, de los trillones de sufrimientos que toda la humanidad (ese señor chino incluido) sufre hoy en día y sufrirá mientras sigamos poblando la tierra. Si la ética va de hacer la vida más fácil a la gente, ¡sin duda mi oferta propone un buen trato! Mas, con todo lo provechoso de esta propuesta, es probable que usted me negara el permiso para torturar al señor chino desconocido. Y el motivo es que quizá a usted le parezca que la ética va justo de eso: de negarse en redondo a hacer algunas cosas, por ventajosas o agradables que parezcan. Y entre esas cosas está lo de ir torturando por ahí.
Pues bien, a Kant ese tipo de obligaciones absolutas, podríamos decir que sagradas (pero no porque nos las ordene un dios, sino porque se nos presentan así de sólidas), le fascinaban. Hasta el punto de que organizó toda su teoría ética en torno a ellas. Ya no hacía falta convencer a la gente —como intentaba Aristóteles, o el ya citado santo Tomás— de que si eres buena persona, con ello incrementas las probabilidades de tener una vida mejor; bastaba con pedir a todo el mundo que cumpliera unos pocos deberes que estaban ahí, irremisibles. De hecho, si uno cumplía esas obligaciones sin esperanza alguna de que aquello fuera a hacerle más feliz a él o a la humanidad entera (señor chino arriba o abajo), el valor de su acción aumentaba: al actuar sin expectativa alguna, uno probaba que había captado toda la potencia de los deberes categóricos. No hacías las cosas porque fueran a beneficiar a unos u otros, sino solo porque eran lo que se debía hacer. Sin más.
A este respecto es significativa la anécdota de una joven, Maria von Herbert, que escribió en 1791 a Kant alabándole sus teorías éticas. Pero en su carta le confesaba también que su vida, a decir verdad, era la de una desgraciada. Nuestro pensador le respondió la primera carta, pero luego interrumpió todo contacto con ella. Al fin y al cabo, su filosofía iba sobre cómo cumplir deberes, no sobre cómo ser feliz. Con el transcurrir del tiempo, la joven Von Herbert se acabaría suicidando. Lo cual incumplía un deber kantiano, claro, el de preservar la vida; pero ese era el único argumento («incumplirás una de tus obligaciones») que Kant era capaz de proporcionarle a una persona que le veía tan poco aliciente a la vida como para pensar en abandonarla.
¿Qué tiene que ver todo esto con nosotros? A decir verdad, estamos rodeados de escépticos que no piensan que se puedan dar indicaciones generales sobre qué es una vida buena, una vida feliz, una vida que merezca la pena vivirse. Personas que tampoco habrían contestado las cartas de Maria von Herbert, pues no sabrían qué indicarle. «Cada uno que se lo monte a su aire», parece ser la única consigna general.
«Esas obligaciones generales, esa ética mínima, tienen un aire a aquellos deberes absolutos que nos proponía Kant»
En ese páramo de modelos vitales, cualquiera percibe que al menos sí que habrá que establecer algunas normas mínimas para no acabar unos descabezando a los otros: habrá que marcar al menos algunos deberes absolutos que no se sabrá muy bien de dónde proceden (cada cual tendrá creencias muy diferentes sobre el fundamento de la vida), pero que deberemos cumplir todos. Y esas obligaciones generales, esa ética mínima (así la llamará Adela Cortina), tienen un aire a aquellos deberes absolutos que nos proponía Kant.
Bien es cierto que, en su día, Kant sí razonaba que, a la vez que existían tales obligaciones irremisibles, el mundo tendría poco sentido si al final no sirvieran de nada (porque ya hemos visto, y ya vio Maria von Herbert, que desde luego para hacerte esta vida más agradable no eran exactamente la mejor senda a seguir). De modo que a Kant le parecía razonable postular que algún Dios habría al fin y al cabo, que nos garantizase a la postre (si no es aquí, en otra vida) algún sentido a tanto escrupuloso cumplimiento del deber.
Pero ese Dios, de nuevo, lejano; ese Dios solo postulado para que cumplir normas no resulte, a veces, tan absurdo; ese Dios vaporoso pronto se iría desdibujando aún más y más, hasta quedar solo en un deseo… o en un mero espejismo. Y hoy estamos rodeados de gente (acaso usted, amigo lector, sea uno de ellos) que, aunque vea claro que existen algunas obligaciones inesquivables, no colige desde esa certeza que tenga entonces que existir Dios.
Se nos quedan entonces las obligaciones éticas por ahí pululando, un tanto absurdas, aunque tampoco queramos deshacernos de ellas (o, al menos, no de todas). Si recordamos ahora lo que explicamos antes del filósofo de Königsberg, captaremos entonces que, tras él, vivimos en un mundo del que no conocemos su esencia y con obligaciones de las que no conocemos su motivo. ¿No se parece esto un poco a lo que nos ocurre en los sueños? ¿No soñamos también en mundos etéreos, a los que les falta chicha, con obligaciones que no se sabe muy bien desde dónde nos han llegado? (Yo ayer soñé, por ejemplo, que trataba de explicarle a Pedro Sánchez lo que era la verdad: ¡habrase visto obligación absurda!). Lo dirá Nietzsche algunas décadas más tarde: Kant, al fin y al cabo, contribuyó a que veamos la vida como si solo fuera una fábula, un mito, un relato. Como si todo diera, al final, un poco igual.
Este diagnóstico habría extrañado a un hombre tan serio y tan escrupuloso como este pensador prusiano. Al fin y al cabo, uno no se esfuerza en ser puntual todos los días si cree que el mundo no tiene más sustancia que nuestras ensoñaciones. Pero no siempre lo que uno quiere hacer con sus ideas es lo que al final otros sacan de ellas. Lo afirma un viejo dicho español (así como alemán) y al profesor Immanuel Kant, que tanto reflexionó sobre las buenas intenciones, no se le escaparía: estas a menudo sirven de excelente empedrado en el camino al desastre más infernal.