Gobernados por los peores
«La pésima preparación y honradez de tantos políticos no es sólo fruto de la ignorancia o indolencia del votante. Es resultado de un mal diseño del sistema»
Hay un aspecto del discurso de Javier Milei en el Foro de Davos que debería sorprendernos más que su propio contenido: el hecho de que en un foro económico que representa a Occidente resulte disruptiva la defensa del capitalismo y de la libertad individual. Para que nos hagamos una idea del despropósito, esto equivale a que en la antigua Unión Soviética hubiera sido motivo de escándalo defender el comunismo.
La sorpresa por las palabras pronunciadas por el presidente argentino nos da la medida de hasta qué punto los principios que nos han permitido prosperar como en ningún otro periodo de la historia han sido removidos por una clase dirigente, no sólo peligrosamente colectivista y autoritaria, en cuanto a sus ideas y sus formas, sino también extremadamente corrupta e incompetente.
Sólo así se explica que el discurso de Milei se perciba como una anomalía, un fallo en el Matrix de las élites enclavadas —en expresión de Daniel Bell— que dirigen manu militari nuestras sociedades hacia el decrecimiento y el previsible colapso de su joya más preciada: el Estado de bienestar. Ese invento cuya sacralización es lo que paradójicamente ha permitido a las élites políticas arrogarse un poder incompatible con el bienestar de la gente. Ahí está para demostrarlo Pedro Sánchez que, también en el foro de Davos, advirtió que sin Estado de bienestar no habría empresas, cuando es justamente lo contrario: sin sujetos con iniciativa capaces de crear riqueza no habría habido recursos que extraer para proyectar y sostener el invento.
Pero ¿cómo es posible que Milei arremeta frontalmente contra este statu quo colectivista? Al fin y al cabo, también es un político. Aquí es donde algunos apuntan una diferencia clave que ha hecho posible el anatema. Milei no es un político, es un outsider que ha desembarcado en la política para aplicar ideas distintas que mejoren las expectativas de la sociedad a la que representa. Ocurre que un político al uso ya no es quien aspira a servir a la sociedad, sino aquel que ha convertido la política en su medio de vida y cuyo único interés es mantenerse en el poder a cualquier precio. De ahí que el desafecto del común hacia el político y la distancia que los separa no haga sino incrementarse.
«Si los incentivos para dedicarse a la política son incorrectos, los malos políticos tenderán a expulsar a los buenos»
En el caso de España, raro es el barómetro del CIS donde la clase política no figure como una de las principales preocupaciones de los ciudadanos. Sin embargo, es habitual argumentar que los pésimos políticos que padecemos no caen del cielo, que su bajísimo nivel, su banalidad, malas artes y deshonestidad son fiel reflejo de la idiosincrasia española. De esta forma se pasa la pelota a los votantes por escoger a unos políticos incapaces, de muy dudosa honorabilidad, más inclinados a favorecer sus propios intereses que a atender los problemas del país. Así, el progresivo deterioro de los dirigentes políticos sería el lógico reflejo de una sociedad tanto o más envilecida que su clase dirigente.
Sin embargo, la pésima preparación y honradez de demasiados políticos no es sólo fruto de la ignorancia, indolencia o irresponsabilidad del votante, ni tampoco obedece a presuntas taras, para algunos casi genéticas, de la idiosincrasia española: es en buena medida resultado de un mal diseño de aspectos cruciales del sistema político.
En democracia el voto es necesario para elegir los mejores gobiernos posibles, pero totalmente insuficiente. Si los incentivos para dedicarse a la política son incorrectos, los mecanismos de selección perversos y los electores no pueden discriminar las cualidades de cada candidato individualmente, los malos políticos tenderán a expulsar a los buenos.
La actividad política puede proyectar sobre los individuos tres atractivos: el salario, el enriquecimiento mediante la corrupción y los beneficios emocionales: notoriedad, poder, sentirse necesario, servir a la sociedad y defender las ideas propias. Para los individuos más sobresalientes y capaces, dedicarse a la política supone una importante merma de sus ingresos. Por el contrario, para los mediocres representa una mejora económica sustancial. Esto reduce la recompensa de los individuos más capaces al prestigio y al reconocimiento que puede proporcionarles servir a su país. Sin embargo, cuando este prestigio no sólo tiende a desaparecer sino que se invierte, a su vez su interés por dedicarse a la política decaerá en favor de los menos capaces. Un círculo vicioso en el que los buenos políticos serán progresivamente desplazados por los peores.
La clave de este efecto de sustitución se encuentra en los procesos de selección de los partidos que se caracteriza por la nula de transparencia, la falta de democracia interna, las listas cerradas y el desprecio absoluto por las normas y finalmente hasta las formas. Los criterios para sobrevivir en los partidos, ascender y obtener un cargo o la inclusión en la lista electoral poco o nada tienen que ver con el mérito, el esfuerzo o la cualificación; menos aún con la honradez o los principios.
«Las personas preparadas y honradas son incompatibles con entornos dominados por la prebenda y las corruptelas»
La renuncia al espíritu crítico, el oportunismo, la predisposición a la conspiración o la maleabilidad son cualidades imprescindibles para hacer carrera. Callar ante el exceso, la adulación o la habilidad para cambiar de parecer a toque de corneta son cualidades con las que obtener el favor de unos líderes que hace tiempo sustituyeron el debate interno por el reparto de favores, cargos y prebendas.
Este perverso proceso de autoselección, que se ha impuesto en los partidos, es lo que genera un dramático efecto expulsión. Las personas preparadas y honradas son incompatibles con entornos dominados por la prebenda y las corruptelas, la acrítica disciplina de voto, la estrechez intelectual y el servilismo. Así, los partidos neutralizan cualquier destello de talento que se aproxime a sus inmediaciones, dejando en tinieblas al sistema político. Un pétreo ecosistema donde la emergencia de un Milei o personaje equivalente es prácticamente imposible.
A priori, el voto debería permitir elegir a los más cualificados y honestos, y neutralizar la enorme atracción que la política ejerce sobre los ineptos sin escrúpulos. Lamentablemente, las listas cerradas impiden que el ciudadano ejerza esta labor de selección puesto que se ve obligado a votar un pack previamente cerrado por la cúpula de cada partido.
Este perverso sistema de selección explica en buena medida el alarmante deterioro de España. La política ha acabado en manos de una casta que no se dedica a la política para servir sino para servirse. Individuos para quienes ocupar un cargo público es su única opción profesional. Imposible que semejantes personajes compartan intereses, preocupaciones y principios con aquellos a los que teóricamente representan. Su afición por las políticas ruinosas no sólo se debe a su incompetencia e ignorancia, también es fruto del cálculo de corto plazo y la falta de escrúpulos: siempre elegirán aquella medida que les sea propagandísticamente rentable, por desastrosa que resulte.
«El político se debe a todos los ciudadanos, no sólo a sus afines. Es un servidor público y debe respetar las reglas del juego»
Los políticos toman decisiones que afectan a millones de personas. Sus iniciativas legislativas pueden significar el desastre para muchas familias y hasta el sacrificio de generaciones. Y su encadenamiento transnacional puede incluso arruinar una civilización por completo. Del mismo modo que las empresas privadas tratan de seleccionar lo mejor posible a quienes tomarán decisiones que son críticas, la sociedad tiene que ser muy celosa con los sistemas de selección de las élites dirigentes, especialmente en momentos de grandes dificultades e incertidumbres, como el presente.
Hasta el ciudadano más modesto sabe o al menos intuye que quien carece de determinadas cualidades no debería dedicarse a la política. Una actividad tan relevante exige formación y conocimientos para comprender los efectos de las diferentes políticas, pero también honradez, fuerza de carácter y pragmatismo para no desfallecer en los momentos difíciles o dejarse dominar por las corrientes dominantes. El político se debe a todos los ciudadanos, no sólo a sus afines. Es un servidor público y como tal debe respetar las reglas del juego y asumir que la democracia no es tanto el gobierno de la mayoría como el imperio de la ley.
La forma de que los sujetos capaces y honrados vuelvan a acceder a la política es cambiando los procesos de selección. Es imprescindible reinstaurar la democracia interna en los partidos y garantizar que los candidatos sean elegidos con unas elecciones primarias limpias y transparentes. Y también reformar el sistema electoral para establecer criterios de elección que obliguen a los candidatos a someterse de forma separada al escrutinio de los votantes. Sólo así los partidos dejarán de ser organizaciones de arribistas que aprietan el botón rojo o verde a una orden del jefe y repiten como loros consignas y majaderías. En definitiva, sólo así será más difícil que nos gobiernen sujetos sin conocimientos ni principios, pues los ciudadanos atenderán a los logros personales, trayectoria vital, fama y buen nombre de cada candidato, no a las siglas que lo apadrinan ni a sus supuestas ideologías.
Frente el alarmante deterioro de la clase política, cambiar de personas o partidos sin cambiar los incentivos no supondrá ninguna diferencia: la dinámica imperante tenderá a hacer que los nuevos no sean mejores que los existentes. Es una cuestión de racionalidad, de identificar y rediseñar correctamente los procesos de selección que acaban proyectando a las personas hacia puestos clave donde se toman decisiones trascendentes que condicionan nuestra existencia.