THE OBJECTIVE
José Luis Pardo

Un estorbo llamado Savater

«Fernando Savater ha sido el tábano que levanta la voz contra los que quieren imponer un pensamiento obligatorio para que nada contraríe su indecencia»

Opinión
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Un estorbo llamado Savater

Ilustración de Alejandra Svriz.

Corría el año 2003. La editorial Pre-textos sacaba a la venta un libro en forma de conversación entre Fernando Savater y un servidor titulado Palabras cruzadas. Seguramente fue el primer libro de filosofía que se escribió en España por correo electrónico, y creo que los dos lo pasamos muy bien enviándonos largas parrafadas, a veces a altas horas de la madrugada. Entre las muchas virtudes de la prosa de Savater se encuentra, en lugar destacado, su claridad moral e intelectual, una virtud poco frecuente en nuestra profesión. Yo, que llevo leyéndole y escuchándole casi desde que tengo uso de razón, no recuerdo una sola vez en la que sus palabras no me hayan ayudado a iluminar el asunto del que trataban con la luz del acierto, la precisión, el buen humor y la inteligencia, y aquel diálogo electrónico fue para mí un auténtico festín. La editorial organizó una presentación de nuestro libro para la prensa en un restaurante de Madrid. 

Pero otros tenían planes distintos. El 8 de febrero ETA asesinó a Joseba Pagazaurtundúa, jefe de la Policía de Andoaín, militante del PSE y miembro activo de la plataforma Basta Ya. El motivo: les molestaba que algunos no pensasen como ellos. Y Savater, fundador de esa plataforma, siempre estuvo en la primera fila de los que molestaban. A lo largo del fin de semana pude verle en televisión, haciendo declaraciones desde el País Vasco en diversos momentos y notablemente afectado por la brutal «ejecución» de su compañero, siempre con la emoción contenida en los límites de la protesta cívica.

Nuestro libro llevaba como subtítulo «una invitación a la filosofía», pero en aquel momento me pareció que tanto la filosofía como las invitaciones se habían convertido en cosas obscenamente superfluas bajo la negra sombra del infame crimen. Puesto que los asesinos habían negado el primum vivere, no veía yo ocasión para el deinde philosophari (muchos libreros del País Vasco devolvían sin abrir cajas enteras de Palabras cruzadas, no fuera que su lectura incomodase a la cosa nostra). Así que ni siquiera contemplé la posibilidad de que Savater pudiese acudir al restaurante en el que nos habíamos citado con un motivo que ahora se había vuelto menor, pues estaba sobradamente disculpado de este compromiso, porque su tiempo estaba dedicado a la familia de Joseba y a diferentes concentraciones de repulsa. De modo que cuando le vi aparecer, exactamente a la hora prevista y, como él suele decir con su oportuno repertorio shakespeareano, in spite of thunder, aprendí una nueva e importante lección de filosofía. 

Yo estaba por entonces enfrascado en un librote sobre la dificultad de aprender filosofía, en el que me preguntaba, a propósito de Sócrates, inventor de nuestro oficio, «¿cómo es posible que algunos hombres sean milagrosamente capaces de escapar a la servidumbre del reloj y a la esclavitud del tiempo no-libre, puesto que la naturaleza nos mide a todos con el mismo rasero? ¿Cómo logran estos hombres ser buenos y ser veraces? ¿Qué fuerza prodigiosa —que ha de ser superior a las ataduras de la clepsidra y, por tanto, a la misma naturaleza— les posee para dotarles de semejante potencia y permitirles estar siempre allí donde la verdad les llama y la libertad les convoca, un poco a la manera como Phileas Fogg consiguió darle la vuelta al mundo como si fuera reversible, y hacerlo en 80 días, es decir, en límites cronométricos precisos, y llegar puntualmente a su cita en Londres? ¿Qué ejercicio practican para lograr tal hazaña y tener siempre un rato para la verdad y para la libertad, para no temer a la muerte que amenaza a quien no haya logrado seducir a sus jueces en el lapso que el reloj de agua tarda en vaciarse?».

Aquel día, al volver a mi casa después de una formidable velada filosófica, pude responder a esta cuestión: «Ellos llegan siempre a tiempo sencillamente porque quieren. Y de ese modo (haciendo de su querer, de su voluntad, la fuerza capaz de vencer a la presión de la clepsidra) muestran su libertad, su condición de hombres libres, que sólo existe en esa acción y mientras la acción dura, y que no se desprende de ningún tipo de ‘marca de distinción’ socialmente otorgada o heredada por linaje. Es entonces cuando este querer libre consigue encabalgarse en los episodios aparentemente sinsentido que jalonan la vida diaria de los atenienses (o de los españoles, o de los chinos, o de los nicaragüenses), y cuando este querer efectivamente puede decir lo verdadero y hacer lo libre». Pido perdón por las autocitas, pero así lo dejé escrito en La regla del juego, con una nota a pie de página para que el lector supiese quién me había ayudado a terminar mi retrato de Sócrates.

«Ahora, los enemigos de la libertad de expresión son los únicos que pueden mantenerles en el poder. Y Savater sigue siendo para ellos un estorbo»

No se puede negar que, desde entonces, los dos nos hemos hecho viejos (lo que no es precisamente un cambio a mejor), pero en ello no hemos tenido ninguna responsabilidad. En lo demás no creo que hayamos cambiado demasiado. Savater sigue molestando a los mismos que molestaba entonces. La diferencia es que muchos de los que en 2003 caminaban tras las pancartas que defendían la libertad de pensamiento hoy se han situado en las mismas ventanas y aceras desde las que quienes entonces justificaban y comprendían las fechorías de los que no toleraban semejante libertad observaban con desprecio y disgusto las manifestaciones de protesta.

Este asombroso «cambio de opinión» del otrora partido de Joseba Pagaza no se debe, obviamente, a ningún progreso moral o intelectual (sino a todo lo contrario): es que, ahora, los enemigos de la libertad de expresión son los únicos que pueden mantenerles en el poder y, por tanto, los que verdaderamente mandan y gobiernan, ya no sólo en Cataluña o en el País Vasco, sino en toda España. Y Savater sigue siendo para ellos un estorbo.

Esto no quiere decir exactamente que el país haya cambiado. Los secesionistas y los comunistas de salón siempre estuvieron ahí, como siempre estuvo esa parte de la población que, entre otras cosas por las desastrosas políticas educativas, nunca entendió muy bien por qué eran tan importantes las libertades públicas y la igualdad de derechos civiles. Del mismo modo, seguimos aquí los que llevamos leyendo y escuchando a Fernando Savater desde la década de 1970 y para quienes él ha sido tantas veces el tábano que, sin faltar nunca a su cita, levanta la voz contra los que quieren imponer un pensamiento obligatorio para que nada contraríe su indecencia. Dicen que, por no pensar como ellos, le han despedido de un periódico que sería difícil de imaginar sin su contribución, aquel en el que más a menudo ejerció esa labor; pero también algunos atenienses creyeron haber despedido a Sócrates cuando le condenaron, sin saber que eran ellos quienes se condenaban a 2.500 años de vergüenza. 

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