El subconsciente occidental y la tradición cristiana
«La transición ecológica es una de las ideas fuerza que más adhesiones suscita en el Occidente actual porque bebe de creencias profundamente arraigadas»
En un artículo anterior contrapuse los dogmas religiosos a los dogmas cívicos de las democracias, incluidos algunos que comparten religión y Estado democrático. Menos evidente es la existencia de otros dogmas cívicos, o, si se quiere, actitudes dogmáticas, en el sentido de que no admiten discusión y condicionan nuestros comportamientos, valores y cosmovisión, que están instalados en el subconsciente colectivo de Occidente y que proceden de manera inequívoca de la tradición cristiana milenaria.
La entronización de la víctima inocente, la noción de progreso, la amenaza de un fin de la Humanidad, la identidad primordial en torno a la nación y el prestigio de la ciencia conforman el núcleo básico de las creencias en el sentido orteguiano del término que operan en la psique occidental. En la medida que el mundo actual ha sido en buena medida moldeado por Occidente en los últimos siglos, estas actitudes aparecen, en mayor o menor grado, en representantes de otras civilizaciones, pero no con la intensidad ni con el papel de ersatz de la religión, en este caso la cristiana.
La secularización es un fenómeno que, en su radicalidad, solo ha sucedido en Occidente y en aquellas otras áreas de civilización que, por distintas razones, han experimentado un proceso de occidentalización intenso. La Revolución Francesa marcó el inicio de la Edad Contemporánea y aceleró fenómenos y tendencias que se habían ido manifestando durante toda la Edad Moderna. Eclosionó en Francia la idea de nación, paulatinamente extendida a toda la población, a partir de la semilla plantada siglos antes con la creación de Estados modernos y una nueva identidad que fomentaban y compartían las élites religiosas e intelectuales de unos pocos países. A lo largo del siglo XIX fue evidente para la población europea el resultado, a través de su aplicación técnica, del conjunto de ideas y teorías aparecidas entre los siglos XVI y XVIII, en un proceso que con posterioridad se bautizó como Revolución Científica.
La Revolución Industrial no fue sino la aplicación a la realidad de los nuevos inventos que hicieron posible los grandes científicos de siglos precedentes. Mucho se ha discutido sobre las condiciones específicas europeas que permitieron, primero, que se desarrollasen ideas alternativas a las imperantes en un mundo cristiano y, luego, que innovadores, ya fueran particulares, ya los propios Estados —estos últimos sobre todo, pero no solo, en la industria militar—, las pusieran en práctica. No debe perderse de vista que otras civilizaciones, como la china, india o musulmana destacaron también por su producción científica; de hecho, como simboliza el mito del rapto de Europa, la aparición del pensamiento filosófico y científico en la antigua Grecia no hubiera sido posible sin las aportaciones e influencias de las civilizaciones del Próximo y Medio Oriente.
Sin entrar en un debate interminable sobre los orígenes de la ciencia, lo cierto es que fue en la Europa Occidental de finales del XVIII y durante todo el XIX donde los resultados prácticos de las nuevas teorías científicas fueron sentidos y admirados a través de los avances técnicos. No solo eso, el impacto que suscitaron en la población fue tal que provocaron lo que Max Weber llamó el desencantamiento de Occidente. La verdad científica empezó a superar, en términos de prestigio, a la verdad revelada por el Cristianismo y, por supuesto, a la verdad heredada de los grandes pensadores antiguos, que los teólogos habían intentado hacer compatible con la religión cristiana. Y es que cada año se asistía a nuevos milagros sobrenaturales, provocados por procesos que explicaba y controlaba el nuevo pensamiento científico.
«La secularización tuvo un fenómeno paradójico, al rescatar un concepto que había sido clave en el cristianismo primitivo, el de la víctima inocente»
Este espectáculo prodigioso obraba sobre terreno fértil. Desde la predicación de Jesús y sus apóstoles, el milagro adquirió el valor de prueba irrefutable de la verdad de su doctrina y de su condición de Hijo de Dios, primero, y Dios Hijo a partir del Concilio de Nicea. El principal criterio que siguió la Iglesia para reconocer en uno de sus miembros la condición de santo, esto es, la máxima excelencia digna de emulación, fue precisamente la prueba de que en vida o después de ella había realizado milagros. No debe extrañar, pues, que cuando en la Edad Media surgió una fe rival, cuyo mensaje proclamaba que su profeta Mahoma había sido enviado por el mismo Dios de Abraham, de Moisés y de Jesús para restablecer la recta interpretación de su mensaje, los cristianos vieran en la ausencia de milagros de Mahoma una debilidad de éste respecto a Jesús. Para los musulmanes, el único milagro había sido la revelación del Corán, lo que explica una propensión entre los hermeneutas islámicos, ausente en la exégesis bíblica, de descubrir predicciones en sus aleyas que anticipan inventos transformadores que sobrevendrían siglos más tarde. En otras palabras, para un musulmán, por seguir con esta comparación, un invento, por revolucionario que fuera, ocurre porque así lo quiso Dios, pero en el universo cristiano del siglo XIX el ingenio humano aplicado y derivado del pensamiento científico empezó a ser admirado en sus propios términos y desgajado de la voluntad divina.
La secularización tuvo un fenómeno paradójico, al rescatar para el siglo un concepto que había sido clave en el cristianismo primitivo, el de la víctima inocente, de la que Jesús había sido el paradigma por antonomasia. En el siglo IV, cuando el cristianismo se convirtió en la religión oficial del Imperio romano, la transacción que se llevó a cabo con las religiones antiguas, basadas en la culpabilidad de un inocente diferenciado de la masa, generó una transformación paulatina del pensamiento cristiano. La inocencia, que llevaba aparejada la ausencia de violencia incluso en legítima defensa («poner la segunda mejilla»), empezó a ser relegada como principio fundador. Primero se justificó la violencia en defensa de los bienes e intereses de la Iglesia.
Más tarde, se justificó en apoyo de la defensa y expansión de la vera fe. Se llegó así a la predicación de las Cruzadas y a la creación de instituciones como la Inquisición, en las antípodas del principio de inocencia que consagraría precisamente la Revolución Francesa. La centralidad de la víctima inocente pervivió, arrinconada, en la Cristiandad que le había vuelto la espalda: tan solo bastaba para descubrirla de nuevo una relectura de los Evangelios recuperando la perspectiva primigenia, como algunos cristianos ejemplares continuaron haciendo, de los que el ejemplo paradigmático fue san Francisco. Esta relectura se generalizó cuando milenio y medio de tradición cristiana empezó replegarse, sin que el hombre europeo fuera consciente en muchos casos de cuál era el origen de su nuevo impulso. Las víctimas tradicionales objeto de discriminación, pobres y mujeres, se negaron a continuar en esa situación, y los cauces democráticos que se abrían paso con el derecho de voto, al principio restringido y censitario, fueron el instrumento del que se valieron para combatirla. Pero no fue el único. Especialmente impactante fue el pensamiento marxista, que reinterpretaba la historia del mundo en términos de explotación económica y prometía el paraíso terrenal igualitario previa una fase transitoria de dictadura del proletariado.
Nos encontramos así con un tercer elemento central del pensamiento occidental contemporáneo, que ha impregnado la mirada de contemporáneos de otras regiones: la idea de progreso. El judaísmo, confirmado por el cristianismo y luego por el islam, introdujo una noción lineal del tiempo, frente a la del tiempo circular o de eterno retorno, específico de muchas religiones asiáticas. El tiempo humano tenía un final, sobre cuyo modo de consumación diferían judíos, cristianos y musulmanes, pero que compartían la expectativa de un juicio universal con la esperanza del paraíso o la amenaza del infierno. El tema del apocalipsis o última revelación había provocado en las tres religiones periodos de intensa expectativa mesiánica a lo largo de su historia, que se habían revelado frustradas. El siglo XIX europeo, en la medida que empezó a perder la fe en el más allá, retuvo los ideales de justicia e igualdad, y pretendió alcanzarlos en este mundo. Los avances técnicos, milagro tras milagro, imbuyeron de una nueva fe al hombre europeo, fe en sí mismo, con un futuro que seguía siendo rectilíneo y que solo podía ser positivo: nació así la idea de progreso de la Humanidad.
«La intensidad con que se vivieron y viven las identidades nacionales se aproxima al sentimiento religioso porque originalmente traen su inspiración de este.»
El progreso apareció con el doble signo de universal y particular. Universal, porque estaba inspirado en el ideal de justicia para con todos los que habían sido o eran objeto de discriminación: una vez que los movimientos feminista y sindicalista revirtieron la situación de discriminación con las mujeres y los obreros y campesinos, aunque quedaran aún objetivos por lograr, se puso el foco en las minorías de todo tipo: las étnicas, las religiosas, o las que conformaban colectivos con discapacidades físicas o psíquicas o con diferente orientación sexual. La víctima fue entronizada, y en el afán por combatir el dolor infligido sin justificación, se bajó un escalón desde el hombre a los animales, cuyo sufrimiento innecesario se busca erradicar. Pero también particular, porque se privilegió a un grupo frente al resto, a un grupo con el que existían vínculos identitarios especialmente intensos, al que se llamó nación.
La extensión del sentimiento nacional a todos los habitantes de un determinado territorio se hizo posible en la segunda mitad del siglo XIX gracias al ferrocarril, a la institucionalización de la educación primaria y a la implantación del servicio militar obligatorio. Operó sobre la base de una idea, de un sentimiento, que se detectó por primera vez en la Cristiandad en el transcurso de la Guerra de los Cien Años, cuando durante la contienda las partes beligerantes empezaron a verse de modo germinal como franceses e ingleses. Los religiosos en las respectivas cortes recurrieron a la Biblia para interpretar el combate y sus expectativas de victoria en términos de pueblo elegido, concepto que se arrogaron en demérito de los judíos. Otras naciones irían asumiendo en Occidente pareja visión de sí mismos, con una misión divina que cumplir en este mundo. Cuando en el siglo XIX se aceleró el proceso de nacionalización, en el Occidente secularizado, gracias a los pensadores románticos, el espíritu de la nación apareció revestido de un carácter más bien panteísta, mientras que en el Este europeo, especialmente en los países ortodoxos en los que la secularización estaba mucho menos avanzada, las iglesias nacionales constituyeron el principal repositorio del sentimiento nacional. La intensidad con que se vivieron y viven las identidades nacionales se aproxima al sentimiento religioso porque originalmente traen su inspiración de este.
Y así llegamos a una de las ideas fuerza que más adhesiones incondicionales suscita en el Occidente actual porque bebe de distintas creencias profundamente arraigadas: la transición ecológica como salvación del mundo. Una vez que sobrevino el consenso científico sobre la responsabilidad humana en el cambio climático se activaron resortes íntimos de la psique occidental: es el propio ecosistema el que es visto como víctima de la voracidad humana y, si no ponemos remedio a su degradación, nos encaminaremos hacia la destrucción y el apocalipsis. La concienciación, angustia e imperativo de acción son vividos en Occidente como en ninguna otra parte del mundo. El trasunto del apostolado de antaño ha transmutado en una acción política y diplomática sin parangón que ha servido para la toma de conciencia global del reto.
Termino con un regreso a los orígenes. Iglesias cristianas y Occidente secular se vuelven a encontrar en un trecho del camino, sin que a menudo sospechen cuántas similitudes guardan los pertrechos para el viaje que llevan en las alforjas. Las iglesias, y desde luego la Iglesia Católica después de Vaticano II, ha vuelto en buena medida a la infancia perdida. El énfasis en la víctima inocente vuelve a inspirar su labor pastoral. Deshace la confusión con el siglo que llevó aparejada su conversión en religión oficial del Imperio. La no violencia se ha convertido en criterio absoluto, sin justificar guerras que a los que vivimos en el siglo nos parecen absolutamente justas, como la defensa de Ucrania frente a la agresión rusa.
La solidaridad con el inmigrante es incondicional, sin tener en cuenta las consideraciones pragmáticas que han de afrontar los gobiernos occidentales ante el fenómeno de la inmigración ilegal, que no logran gestionar de manera satisfactoria. Y la defensa y cuidado del medio ambiente se basan en el respeto y gratitud que es debido al resto de la creación divina. El precio a pagar por la vuelta a los orígenes es una contracción del número de fieles, porque el reino predicado no es de este mundo, y las exigencias que impone la coherencia del mensaje evangélico rectamente interpretado precisan de un compromiso especial. Como también es especial el compromiso que se espera de la ciudadanía occidental con sus dogmas y valores cívicos, los explícitos y los subconscientes. Porque los vasos comunicantes entre el primer y el segundo compromiso son mucho más anchos de lo que sospechan los occidentales que viven desde la fe cristiana o desde la moral cívica sin anclaje religioso.