THE OBJECTIVE
Ricardo Cayuela Gally

Navalni: aunque esté todo perdido

«Si algo enseña el mundo actual, de Cuba, Venezuela y Nicaragua a Irán y Rusia, es que no basta el empuje de la sociedad civil para derrocar una dictadura»

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Navalni: aunque esté todo perdido

Navalni, Putin, Puigdemont.

“¿Cuál sería tu mensaje al pueblo ruso si mueres asesinado?”. La pregunta, que Alexéi Navalni se niega a contestar al principio del documental de Daniel Roher al que dio nombre y que fue ganador del Oscar en 2023, era pertinente. Estábamos en el invierno de 2020-2021. Navalni había sobrevivido a un intento de asesinato con el agente nervioso Novichok y, además, estaba empeñado en volver a Rusia para seguir en su lucha tras recuperarse en un hospital de Berlín y un retiro terapéutico en la Selva Negra junto a su familia. En la Alemania de la añorada Ángela Merkel. La película termina con la respuesta a la que finalmente Navalni sí accede a dar. Su mensaje, convertido en epitafio, es un llamado al pueblo ruso a que no se rinda, a que siga luchando por sus libertades. 

La llamada, optimista e ingenua, produce ahora una sensación de desamparo brutal. Navalni está muerto y el mundo sigue andando. Y su deseo final es casi imposible de llevar a cabo. Si algo enseña el mundo actual, de Cuba, Venezuela y Nicaragua a Irán y Rusia, es que no basta el empuje de la sociedad civil para derrocar una dictadura. Ese era por cierto el dilema moral Albert Camus y de los primeros resistentes franceses: debemos luchar, aunque esté todo perdido.

«La democracia está inevitablemente desprotegida frente a sus enemigos, ya que su valor esencial es la libertad»

Catherine Belton en Los hombres de Putin documenta magistralmente el ascenso al poder del presidente ruso y su camarilla, compuesta tanto por personal de los servicios secretos como de los nuevos empresarios, que aprovecharon la liberación de la economía para hacerse corruptamente con todos los activos del país. El libro también investiga la redes internacionales y negocios lucrativos que sustentan su permanencia en el poder. Ya lo dijo Adam Michnik: lo peor del comunismo es el día siguiente. No es otra la sensación que uno tiene al terminar El fin del Homo sovieticus de Svetlana Aleksiévich. 

Putin entendió que podía usar los mecanismos del voto para acceder en el poder, recién estrenados en Rusia tras el largo invierno comunista, pero que podría usar los mecanismos de la vieja Unión Soviética para permanecer en el Kremlin de por vida. También entendió que podía regresar al esquema de la Guerra Fría y sin correr grandes riesgos. La democracia está inevitablemente desprotegida frente a sus enemigos, ya que su valor esencial es la libertad.

Putin ha trabajado consistentemente al lado de todos los grupos que de una manera u otra contribuyen al debilitamiento de la democracia liberal. Brexit, Trump, Viktor Orbán, el foro de Sao Paulo, el independentismo catalán o el belga flamenco, todo se vale con tal de vengar la muerte de la Unión Soviética, la “mayor tragedia geoestratégica de la historia”, según sus palabras. 

Estas intervenciones blandas en Occidente, con dinero sucio, respaldo diplomático y big data, se alternan con la implacable dureza de la guerra contra cualquier viejo integrante de la Unión Soviética que ose mirar a Occidente o retar la hegemonía rusa local. Chechenia, Georgia y Ucrania lo saben. No importan los estragos causados ni las propias víctimas, la mayoría jóvenes conscriptos. No hay límites, porque el mundo no puede intervenir de manera directa. Y no porque sea una potencia militar sofisticada (Ucrania ha puesto de manifiesto el enorme déficit tecnológico respecto a Occidente), sino porque su doctrina avala el uso de su arsenal nuclear en caso de peligro a su integridad territorial, que la Duma establece a petición del Kremlin.

La periodista Anna Politkóvskaya pagó con su vida documentar el horror de la guerra de Chechenia. Boris Nemtsov, por atreverse a competir lealmente por el poder. Yevgueni Prigozhin, el peligroso líder del grupo mercenario Wagner, por poner en evidencia la fragilidad de su mando entre la tropa del ejército ruso. Alexéi Navalni sumaba las tres afrentas. Había documentado la corrupción de Putin en el imperdible reportaje sobre su mansión a orillas del Mar Negro; era un líder carismático y con real popularidad; aunque estaba en prisión en el Círculo Polar Ártico, su movimiento seguía latente en toda Rusia. Y, además, lo había humillado. 

En el documental de Daniel Roher queda claro hasta qué punto. Gracias a un periodista de la plataforma Bellingcat, especializada en periodismo de datos, Navalni y su equipo lograron determinar quiénes fueron los que intentaron asesinarlo en 2020, sus rangos en la jerarquía de los servicios secretos y la fábrica clandestina donde aún se fabrican armas químicas y biológicas. Además, había obtenido la increíble confesión telefónica de uno de los participantes. La llamada la hace Navalni en persona desde su refugio en la Selva Negra y dio la vuelta al mundo. 

Nada de esto, por supuesto, aparece en la complaciente entrevista que le hizo Tucker Carlson hace unos días a Putin en Moscú, demostrando que el adagio de Lenin sobre los tontos útiles es eterno. No es momento de bromas. ¿Qué más tienen que hacer los enemigos de Occidente para que veamos su verdadero rostro?


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