THE OBJECTIVE
Manuel Fernández Ordóñez

Indecentes

«¿Qué pasa cuando el Estado se dirige a la satisfacción de sus propias ambiciones, codicia venganzas o cualquier otra pasión malsana? Tenemos la obligación de rebelarnos»

Opinión
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Indecentes

Políticos de varios partidos. | Ilustración: Alejandra Svriz

No nos merecemos la indigencia moral de nuestra clase política. Es, en realidad, culpa nuestra. Aun así, no nos la merecemos. Somos responsables de sus tropelías, sus desmanes, su prepotencia, su insondable falta de moralidad, su deplorable ética, su despotismo y su corrupción. Pero no nos lo merecemos. Hemos renunciado, de manera voluntaria, a fiscalizar los poderes que nos subyugan, hasta el punto de creer que esta indecente casta es lo mejor que podemos tener. No lo es.

Escribía Artistóteles, en su Ética a Nicómaco, que la política se ocupa de las causas nobles y justas. Que la política busca el honor a través del ejercicio de las virtudes. ¿Qué virtudes, qué honor hay en esta gentuza? Sinvergüenzas de todos los partidos que adulteran contratos públicos, malversan el dinero que tanto esfuerzo nos cuesta ganar, abandonan a los más vulnerables, miran para otro lado cuando violan a niñas bajo su tutela o tapan casos de violencia, maltrato y corrupción en sus filas para luego mirarse desafiantes, los unos a los otros, desde sus respectivos escaños, mientras los ciudadanos asistimos atónitos a un asolador espectáculo que nos deja huérfanos de referentes y esperanza. La metástasis de la mediocridad invadiendo y asfixiando las instituciones que deberían proteger nuestros derechos. Que deberían protegernos, precisamente, de ellos.

Mucho antes que Rousseau, ya nos habló Locke del contrato social y de cómo los hombres decidieron, de manera voluntaria, constituir el Estado como institución capaz de ejercer la coacción sobre aquellos que no respetan la Ley Natural que engloba a todos los seres humanos. La razón primigenia del Estado es castigar a aquellos hombres que transgredan el derecho a la vida, la libertad y la propiedad que todos los seres humanos tienen, por el mero de hecho de serlo. ¿Qué sucede, empero, cuando es el propio estado el que deriva en despotismo, siendo él mismo quien viola la Ley Natural? ¿Qué pasa cuando el Estado, en palabras del propio Locke, «no se dirige a la preservación de las propiedades de su pueblo, sino a la satisfacción de sus propias ambiciones, venganzas, codicia o cualquier otra pasión malsana»? En este caso los ciudadanos tenemos el derecho (y la obligación moral) de rebelarnos. Nos rebelaríamos para preservar la sociedad, la Ley Natural, nuestros derechos. Es el Estado quien los está violando, porque la fuente moral del derecho no es el Estado, sino nosotros mismos.

«El futuro nos pedirá cuentas algún día por todo lo que no hemos hecho, por todo lo que no quisimos hacer»

Vivimos, sin embargo, en un estado de apatía tal, de abandono intelectual, de desidia y abulia ante la perenne falta de decoro de nuestros representantes que el Estado ha devenido en un totalitarismo encubierto, consistente en camuflar de bien común lo que, en realidad, no son más que ataques continuos al Estado de derecho. Nuestra inacción es su fuerza, somos el azúcar que alimenta el tumor que nos terminará matando. Tenía mucha razón Gramsci cuando escribía «odio a los indiferentes porque la indiferencia es apatía, es parasitismo, es cobardía, no es vida». Nos alertaba este referente de la izquierda italiana que las cosas suceden «porque la masa de hombres abdica de su voluntad» y, cuando el daño ya está hecho, los indiferentes muestran su «lloriqueo de eternos inocentes». Gramsci tenía razón, el estado hace lo que quiere con nosotros porque nosotros no hacemos nada. El futuro nos pedirá cuentas algún día por todo lo que no hemos hecho, por todo lo que no quisimos hacer. Por cómo miramos hacia otro lado anestesiados por una falsa sensación de seguridad mientras ignoramos las palabras de uno de los padres fundadores de los Estados Unidos: «Quien sacrifica la libertad por tener seguridad, no tendrá ninguna de las dos». Ya hemos perdido la primera y pronto nos quitarán la segunda.

Nosotros, ciudadanos libres e iguales por derecho, debemos despertar de nuestro letargo pues demasiado ha durado ya. Debemos abandonar las trincheras del frentismo político, pues ahí es donde nos quieren, distraídos persiguiendo espectros que mueven ellos. Debemos recuperar los espacios, las libertades, los derechos a los que renunciamos voluntariamente en beneficio de unos cánticos de sirena que fueron siempre falsos. Hasta que no comprendamos que no se trata de nosotros contra nosotros, sino de nosotros contra ellos, no recuperaremos todo aquello que nos hemos dejado arrebatar. Hasta que no entendamos que todo lo que hemos conseguido no ha sido gracias a ellos, sino a pesar de ellos no volveremos a ser ciudadanos libres. Hasta que no admitamos que el estado no tiene ningún derecho, únicamente los derechos que los ciudadanos consintamos en darle no podremos dejar de ser siervos y recuperar la dignidad de volver a llamarnos ciudadanos.

El fin último de la vida humana, decía Aristóteles, está en la felicidad de cada individuo. El propio genio de Macedonia descartó la vida política como fuente de felicidad, sabiendo que había cosas mejores a las que dedicarse ya en aquella época. La política actual, si Aristóteles levantara la cabeza, sería sin duda degradada al nivel de las más profundas cloacas del espíritu humano. Un arte innoble, una profesión indigna, un parasitismo vil y abyecto. La fuente de todo aquello que de malo hay en el ser humano. La indecencia, en definitiva. La propia definición de indecencia. 

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