THE OBJECTIVE
José Luis González Quirós

La democracia y el totalitarismo

El presidente es quien, en último término, le ha prestado a Puigdemont la ayuda necesaria para poder anunciar sus intenciones con semejante suficiencia

Opinión
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La democracia y el totalitarismo

Pedro Sánchez. | Alejandra Svriz

Las democracias tienden a confiar mucho en ellas mismas, no suelen tener en cuenta que, de su propio seno, pueden surgir tendencias que las pongan en peligro, que las hagan morir, cosa que no sucedería por primera vez, como es obvio. Aunque mucho se haya discutido sobre este asunto, sobre todo tras la aparición del libro de Levitsky y Ziblatt, creo que hay que insistir en el riesgo de que la clase política, por entero o sólo mediante una de sus alas, se empeñe en llevar al país hacia objetivos que para nada representan la voluntad de los ciudadanos.

Es evidente que, en la medida en que los electores prestan apoyo a esas iniciativas, son corresponsables de lo que puedan hacer los políticos elegidos, pero no cabe olvidar que los elegidos pueden hacer, y lo hacen con frecuencia, campañas engañosas y, sobre todo, dejar de sentirse representantes y pasar a sentirse líderes de una especie de utopía personal. Es lo que ocurre cuando el político deja de pensar en el conjunto de los ciudadanos y se apoya en exclusiva en sus seguidores, en el sector más fanatizado, activista e interesado de sus electores.

«La única esperanza reside en que las instituciones resistan la presión política a la que se ven sometidas y, sobre todo, que en las próximas elecciones el voto pueda llevarse por delante semejante tramoya»

En todo el mundo occidental se registra el fenómeno de distanciamiento entre dirigentes y ciudadanos, una fuerte tendencia a desconfiar de las democracias y/o a considerarlas en peligro. Los electores tienden a pensar, sobre todo los más jóvenes, que la agenda política no está sirviendo para mejorar sus vidas ni para darles una expectativa de vida mejor y eso les produce un desprecio creciente hacia el sistema que se suele transformar, como mínimo, en indiferencia, pero también en ira.

Lo que me parece más inquietante de esta clase de situaciones es lo que ocurre cuando los políticos se sienten legitimados para hacer cosas que de ningún modo serían aprobadas de manera directa por una mayoría suficiente de ciudadanos. Una actitud semejante, que no respeta nada los derechos del ciudadano y sólo busca imponerse es la esencia incipiente del totalitarismo, algo que se disfraza al principio para hacerse casi imperceptible pero que no cesa hasta llegar al control total, a reducir cualquier democracia a mero disfraz. Fijémonos en el reciente discurso de Puigdemont frente a apenas unos centenares de escogidos seguidores en una localidad francesa, porque me parece un extraordinario ejemplo de lo que trato de explicar.

Puigdemont hizo un discurso muy desafiante, no se anduvo por las ramas. Afirmó que quiere culminar la tentativa separatista de 2017 impedida, según él, de manera ilegítima y por la fuerza, pero que ahora, está dispuesto a llevar a buen término porque ha conseguido humillar al Estado, tiene de compaciente rehén al presidente de gobierno, al que no se recató de zaherir. Todo eso significa para él que o se le concede a Cataluña una independencia pactada o procederá a declararla de manera unilateral: no hay otra alternativa.

No es evidente que Puigdemont vaya a poder hacer eso que dice, aunque ahora pudiera resultarle más fácil en ciertos aspectos dada la destructiva labor legislativa y política de Sánchez, pero lo grave es que crea que puede hacerlo, que sienta que está en su derecho y que nadie tenga derecho a impedírselo.

Ahora bien ¿qué porcentaje de la población catalana, no digamos de la española, puede estar realmente de acuerdo en que Puigdemont destruya la más que centenaria unidad nacional, se cisque en la legalidad vigente y lleve a cabo un plan cuyos resultados serían seguramente catastróficos para Cataluña, para España y para Europa? No creo que nadie pueda creer que exista una mayoría que legitime esas pretensiones, ni siquiera una minoría que las impulse porque confíe ciegamente en que Puigdemont será quien acabe por inventar una Cataluña que nunca ha existido.

Puigdemont puede dedicar su vida y todas sus energías a convertirse en un personaje histórico, al borde siempre del ridículo, porque la democracia, española en este caso, no ha sabido cómo defenderse bien del aventurerismo político, en concreto porque nuestro sistema electoral y parlamentario que se diseñó bajo el temor a la ingobernabilidad ha blindado de manera harto insuperable a la figura del presidente del gobierno, que es quien, en último término, le ha prestado a Puigdemont la ayuda necesaria para poder anunciar sus intenciones con semejante suficiencia.

Si a cualquiera de nuestros constituyentes o a cualquiera de los redactores de la ley electoral vigente se les hubiera planteado el caso que estamos viviendo, que una minoría pueda hacerse con la voluntad de la presidencia del gobierno mediante un acuerdo mercenario como el que han protagonizado Sánchez y los independentistas catalanes ante nuestras narices, es seguro que habría dicho que tal cosa sería imposible. No es menos cierto, sin embargo, que de haberlo podido imaginar se habrían puesto cautelas que lo hicieran imposible, pero ha sucedido.

En casos como el presente, en los que los mecanismos legales han hecho posible una política contraria a los intereses nacionales, y a los de la mayoría de los españoles, si fuesen preguntados al efecto, la única esperanza reside en que las instituciones resistan la presión política a la que se ven sometidas y, sobre todo, que en las próximas elecciones el voto pueda llevarse por delante semejante tramoya.

Hay que confiar en que sucederá, porque, como decía Ortega, no se recuerda que ninguna civilización haya muerto de un ataque de duda, y las gentes suelen conservar el sentido común necesario para distinguir las baladronadas de cualquier política sensata y sabrán defenderse de las locuras, si bien es verdad que para ello se necesitarán políticos que no se limiten a despotricar, sino que sean capaces de cargarse de buenas razones.

Mas allá de este caso concreto, tan importante en sí mismo como por las extraordinarias circunstancias políticas que lo han hecho posible, lo que importa subrayar es que las democracias siempre están en peligro de ser subvertidas cuando los totalitarios, por las razones que sean, llegan al poder. El totalitarismo no es sólo un fenómeno histórico ya superado en Occidente, es una tentación constante en manos de los políticos que sospechan que las democracias no son nada que merezca la pena respetar si no sirven para imponer sus ideas.

Piensen, por ejemplo, en que hay gobernantes que se atreven a imponer a los ciudadanos los modos de hablar que ellos consideran mejores, arrebatando a la gente una libertad absolutamente básica, la de hablar como les plazca, algo que no es sólo un derecho esencial para las personas sino un modo de compartir formas de pensar que no pueden ser reprimidas por ninguna policía del pensamiento. No es difícil caer en la cuenta de que quienes se atreven, al dictado de sus mitos políticos, a intentar una nueva normalidad en las formas de hablar no dudarán tampoco en forzar lo que sea necesario para seguir en el poder, que es lo único que de verdad les importa.

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