La vida, la salud y los derechos más allá de los principios
«La receta es pintoresca: tabaco no, pero cannabis sí; lexatin no, pero estradiol sí; políticas para reducir el suicidio sí, y cóctel para producir la muerte también»
La ministra de Sanidad ha anunciado esta semana que se va a crear un grupo de trabajo de «anestesia verde» con el objetivo de minimizar el efecto contaminante de los gases anestésicos. Desconozco qué contribución al cambio climático tienen esas emisiones y cuánto habrían de compensarse con el sufrimiento que evitan, pero lo que está claro es que esa preocupación está en sintonía con la decisión del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en el caso Verein KlimaSeniorinnen Schweiz y otros contra Suiza que hemos conocido esta semana: el hecho de que el Gobierno suizo no esté dando pasos suficientes para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, y con ello minimizar el calentamiento global, vulnera varios derechos humanos, entre ellos el derecho a la vida, incluidos en el Convenio Europeo de Derechos Humanos. Y no hay, en este ámbito, margen de apreciación posible para los Estados, concluye el Tribunal.
La ministra tampoco ha descartado que, como se acaba de aprobar en el Reino Unido, se prohíba en España la venta de tabaco para los que nacieron después del 2009, una manera, ha dicho la ministra, de cortar de raíz un hábito insalubre. El partido político al que pertenece promueve al tiempo la legalización del cannabis.
En esta su semana frenética, Mónica García ha puesto en marcha la subsecretaría del Comisionado de Salud Mental, un ocasión que ha aprovechado para recordar que debemos poner la salud mental en el centro de todas las políticas, hacernos conscientes del alarmante uso y abuso de ansiolíticos, antidepresivos, somníferos, una medicalización del dolor y el sufrimiento psíquico que olvida que esos pesares están generados por factores tales como la falta de vivienda, la violencia machista o el trabajo.
Todo lo anterior se puede decir con mucho énfasis y profusión gestual aspaventosa a la vez que se afirma que una medida como la obligación de que los menores reciban asistencia psiquiátrica infanto-juvenil previa a cualquier tratamiento hormonal vulnera sus derechos básicos por «patologizante». En esto los británicos, es decir, las devastadoras conclusiones finales del informe solicitado por el sistema sanitario público a la experta pediatra Hilary Cass – un informe en el que se recomienda precisamente descartar primero cualquier comorbilidad psiquiátrica del menor y se concluye que la evidencia sobre la efectividad del tratamiento hormonal en menores no cuenta con evidencia bastante- no nos sirve.
Claro que siempre nos quedará no París sino Ámsterdam; o Bruselas para el caso. En los Países Bajos –como también en Bélgica y precisamente a propósito de la angustia de una persona trans vinculada al fracaso en sus previas cirugías de cambio de sexo- es ya rutinaria la eutanasia de quienes sufren enfermedades mentales, pero esta semana se ha informado del primer caso de un menor de entre 16 y 18 años a quien se ha satisfecho su derecho a morir por razones vinculadas a su «irrecuperable padecimiento psíquico». Los padres han consentido.
«Evitar el encarnizamiento terapéutico se ha convertido en la licencia para matar a los más frágiles»
Así que la resultante de todo lo anterior es tan pintoresco como la siguiente receta: tabaco no, pero cannabis sí; lexatin no, pero estradiol sí; teléfono de la esperanza y políticas para reducir el suicidio sí, y cóctel para producir la muerte también. El comisionado que corresponda deberá estudiar si, pese a ser intravenoso y no emitir gases, la producción del anestésico Propofol que se usa para administrar la eutanasia en España es suficientemente «verde».
Un derecho que pudo y puede defenderse con buenas razones cuando quedaba circunscrito al ejercicio de nuestra autonomía como pacientes para evitar el encarnizamiento terapéutico, o la prolongación fútil de un tratamiento médico, se ha convertido en la licencia para matar a los más desprotegidos y frágiles, incluyendo a los menores (o «niños», que así diríamos si estuviéramos hablando de emigrantes). La despenalización de la interrupción voluntaria del embarazo en casos o plazos tasados en los que hay intereses atendibles de las mujeres para no castigarlas por una acción que es en todo caso moralmente muy problemática, cede paso nada más y nada menos que a la consagración de todo un «derecho al aborto», es decir, a terminar con la vida – y a hacerlo como beneficiarios de una prestación del poder público sanitario- del miembro más discernible, evidente y sondable de la generación siguiente. Para semejante regulación sí hay margen de apreciación por parte de los Estados miembros del Consejo de Europa, pero no así para ralentizar la electrificación de la movilidad pues pudiera afectar a quienes nazcan dentro de 50 años. Cosas ver(e)des.
El bienestar de los menores, su salud mental, la vulnerabilidad de nuestros congéneres y los derechos humanos de las generaciones futuras nos preocupan y nos mueven a la acción, la agitación y el pavoneo de esa forma en la que Shakespeare célebremente describe la vida en Macbeth: como un cuento narrado por un idiota lleno de ruido y de furia que nada significa.
¿No les parece que urge poner algo de orden en este sindiós?