THE OBJECTIVE
José Luis González Quirós

Los fantasmas políticos y la insolencia 

«¿No hay salida, pues? Claro que la hay, pero para alcanzarla en tiempo y forma se exige cierta inteligencia que no siempre abunda»

Opinión
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Los fantasmas políticos y la insolencia 

Pedro Sánchez, Alberto Núñez Feijóo, Ortega Smith e Isabel Díaz Ayuso. | Alejandra Svriz

El papel que la mentira juega en política está, hasta cierto punto, más allá de un juicio moral. La razón reside en que, al menos en las democracias, la mentira sólo puede funcionar cuando consigue el engaño, aunque un cierto optimismo nos lleve a creer, conforme a la frase tan repetida, que no se puede engañar a todos y para siempre. La experiencia desmiente muchas veces esa esperanza porque la conformidad pasiva con la falsedad construye una realidad alternativa, un poder auténtico porque puede operar exactamente igual que cualquier verdad contraria. Es lo que ocurre con la falsa moneda o las estafas financieras, que cumplen a la perfección su papel… hasta que se derrumban de manera estrepitosa, pero eso suele suceder muy tarde, por desgracia.

Por esta vía la mentira de éxito puede llegar a dejar de serlo, al menos desde el punto de vista moral, porque cualquier mentira se convierte en algo distinto en la justa medida en que sus promotores la acaben creyendo: nadie puede mentir si cree que no lo hace. Es lo que ocurre con el fanatismo, una posición que evita cualquier clase de cautelas intelectuales, cualquier duda, lo que lo confunde con una especie patológica de credulidad, de manera que el fanático ya no miente, se limita a amenazar. 

Algo parecido ocurre con los que creen a pies juntillas los mitos políticos de su preferencia, los acogen mediante una mezcla oportunista de creencia ideológica y de interés. El fanático es inmune a la tentación de mentir porque previamente ha vendido su alma, no necesita hacerlo porque le basta con luchar sin descanso por su creencia aunque resulte insostenible ante cualquier análisis objetivo o racional. El crédulo tampoco es mentiroso, le basta con ser simple y, por lo general, bastante bobo.

La psicología de las sociedades no puede entenderse sin tener en cuenta esta clase de tergiversaciones que pueden llegar a ser muy barrocas y sofisticadas, además de ser siempre muy sólidas porque se apoyan no en la inteligencia sino en los sentimientos, esa cualidad humana que nos convierte en seres manipulables. Cuando una política consigue el éxito elaborando esta clase de fantasmas, como, por ejemplo, un enfrentamiento ideológico sin la menor base social, la creencia en que modificando las palabras se cambia la realidad, la convicción de que existen derechos sin obligaciones, etc., el primer éxito que obtiene es el forzar a los rivales a luchar con fantasmas. 

El segundo éxito, tal vez de mayor importancia, consiste en que esa lucha aleja de cualquier política constructiva al que trata de restablecer alguna especie de realidad oculta tras el manto de las fantasías.  El muro mental con el que irreflexivamente se enfrenta tiene una naturaleza indestructible, primero porque es irreal y la irrealidad puede ser eterna, como se decía en La Tempestad de Shakespeare, es algo de apariencia sólida pero que se desvanece en el aire. Más importante aún es que esa misma lucha contra una ficción se convierte, quieras no quieras, en el elemento que mejor fortalece los fantasmas, acaba por ser la prueba de fuego de que la verdad fingida es real, no es ilusoria. Ladran, luego cabalgamos. El que intenta combatir directamente la ficción se convierte en enemigo, que es exactamente lo que conviene a los pocos que explotan la falsedad a sabiendas porque conocen muy bien el negocio en el que se han metido.

De esta manera, un poco a la oriental, se utiliza con astucia la energía que emplea el adversario para convertirla en un pilar de la propia fortaleza.  Salir de estas justas endemoniadas no es fácil sin emplear abundante inteligencia y es casi imposible si se plantea la batalla como una guerra de desgaste en la que no importa que todo se destruya si, al final, nadie sabe cuándo, se conquista el poder.

¿No hay salida, pues? Claro que la hay, pero para alcanzarla en tiempo y forma se exige cierta inteligencia que no siempre abunda, cierta generosidad que suele estar reñida con la mera ambición, y alguna disposición a entender que, en las democracias, las guerras no las ganan ni la artillería ni la caballería, sino la inteligencia, los dineros, la intendencia y el sentido común. 

En cierto modo es un problema de lenguajes porque se trata de ganar terreno en el amplísimo mar de los que piensan que muchas maneras de la política son detestables porque se reducen a una desabrida batalla entre los «hunos y los otros», como diría Unamuno, olvidando por completo el empeño de mejorar lo común, de procurar el progreso, de ocuparse en arreglar las múltiples averías de las cosas que no van bien. Hacer esto suele requerir un cambio bastante radical en las entendederas de los generales antiguos, personajes tal vez capaces de ganar una batalla decimonónica, pero incapaces de entender que estamos en 2024 y esto no es una simple fecha. 

Decía Heráclito que la auténtica naturaleza de las cosas suele estar oculta y que había que extinguir la insolencia más que un incendio, pero entre políticos es muy común creer que lo saben todo y es infrecuente la humildad que les indique que debieran aprender cosas que ignoran, que tienen que escucharnos para saber lo que pasa. Suelen denunciar la insolencia de los contrarios, pero no se cuidan en reprimir la propia. Para poner un ejemplo, la crítica a la prepotencia de quien quiere hacer de TVE una máquina de propaganda personal para ver en prime time un programa que halague sin sonrojo sus virtudes y sus méritos, podría ser mucho más eficaz de lo que es, si los que la hacen hubiesen dado ejemplo de lo contrario, pero se hace difícil admitir que ese haya sido el caso.

«Decía Heráclito que la auténtica naturaleza de las cosas suele estar oculta y que había que extinguir la insolencia más que un incendio, pero entre políticos es muy común creer que lo saben todo»

La insolencia del poderoso irrita al pueblo llano y los españoles parecen bastante hartos de que su Gobierno, pues no es del presidente ni de su partido sino de todos, insista en la bajeza de posponer la opinión de una amplísima mayoría al arbitrio de quienes no representan nada distinto a muy pocos escaños. 

Para que esa irritación se convierta definitivamente en una fuerza que tumbe por mucho tiempo el insolente aparato de las fantasías presidenciales, no vendría nada mal que algunos aprendieran la lección que solo puede dar fray ejemplo: que dejen de combatir fantasmas y dediquen buena parte de su tiempo a tratar de averiguar qué pueden hacer para que esa mayoría que detesta tanto los fantasmas como la insolencia tenga motivos para sospechar no que algo huele a podrido en Dinamarca, lo que es evidente, sino que puedan tener una confianza fundada y tranquila de que su deseo de vivir conforme a la dignidad, la libertad y la esperanza acabe por mostrarse como algo distinto y mejor que cualquier monserga pretenciosa y  al servicio de la arbitrariedad sin límite. 

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