En palacio
«Cuando acabó la fiesta sabríamos que el presidente nos había conminado a pensar durante cinco días si no debían estar, él y su familia, por encima de la ley»
Casi todas las novelas españolas del siglo XIX llevaban un capítulo titulado Baile en Capitanía. Era el espectáculo del año, un gran acontecimiento para los restos de aristocracia que quedaban (casi todos aún con cascabillo de cereal pegado a las solapas) y la gran burguesía ciudadana. Los militares, cuyos altos mandos pertenecían en aquella época casi todos a la nobleza, lucían unos bigotes puntiagudos si eran germanófilos o de morsa si eran afrancesados (había poca simpatía por los ingleses) y se colgaban, para la ocasión, cientos de medallas radiantes como disparos. Las damas, que en nuestro país eran del orden gordezuelo, se cubrían de joyas y golpeaban la abundante pechuga con ruidosos porrazos de abanico.
Todo aquel brillo y vanidad lo segó con su afilada guadaña el tiempo impío y ya no hay jolgorios ni en capitanía ni en ningún otro lugar con mando en plaza. Sólo quedan las festividades reales en las que los monarcas ensalzan a ciertos ciudadanos singulares cuyo mérito merece ser destacado ante la sociedad. Suelen ser comediantes, deportistas, eminencias de la medicina, algún extranjero de relumbre, pero también, y eso es lo remarcable, artistas e intelectuales. Bien está que ese reducto apache haya quedado, en exclusiva, al cuidado y celebración de la realeza.
Yo no había pisado el Palacio Real de Madrid en toda mi vida, a pesar de que han pasado por allí miles de invitados que solemos ver en los informativos, sobre todo haciendo interminables colas para el besamanos, escena en la que siempre acapara la atención la reina Letizia con su disciplinada paciencia. Esta vez acepté la invitación de buena gana porque era el banquete de homenaje a Luis Mateo Díez, premio Cervantes y apreciado colega de la Academia.
El palacio, como se sabe, es el mayor de Europa, que son casi 140.000 metros cuadrados. Hasta la difunta Isabel de Inglaterra se quedó de un aire cuando lo visitó y dijo que era mejor que el suyo. En una de sus más sugestivas novelas, La de Bringas, sitúa Pérez Galdós la acción en este monstruo porque había una pequeña ciudad en el piso alto, con sus comercios, su mercado, sus carretas, donde vivían el servicio y los empleados. Grande, es. Todavía hoy cuenta con 3.500 habitaciones.
El arquitecto Juvara hizo un excelente trabajo a partir de 1738. Los salones son magníficos de espacio y escala. La decoración ya es otra cuestión. Por supuesto ves espléndidos retratos de Goya mientras recorres los pasillos, pero, en general, el estilo imperante es un remedo de Versalles que no le va mucho al espíritu de este país. Eso sí, hay piezas notables, como el gran reloj de Pierre Jacquet Droz con sus autómatas que se agitan con las horas, conducidos desde la cúspide por un fino flautista.
«No es fácil explicarle a la izquierda progresista la diferencia entre una colonia y un virreinato»
La gran mesa del comedor de gala tiene capacidad para 140 invitados. Y esos me parece a mí que venían siendo los que éramos. Tenía enfrente a sus majestades y al homenajeado. Están en muy buena forma, unos y otro. Discreta cristalería, de la que me quedé sin saber qué significa el emblema grabado en el leve cristal de las copas. Sobria vajilla, lejos de aquella legendaria de oro macizo, propiedad del chiflado duque de Osuna, sobre la que habla Valera en sus cartas desde la Rusia de Alejandro II.
Discurso del Rey, breve e inteligente. Y menú también breve e inteligente. Hubo luego larga tertulia en el Salón de Columnas y departí largo rato con un viejo amigo catalán que es hoy asesor principal del ministro de Cultura. Espero que no descolonice el palacio. Yo tenía delante una pechina con Filipinas y otra detrás con México. No es fácil explicarle a la izquierda progresista la diferencia entre una colonia y un virreinato.
Cuando acabó la fiesta salimos hacia el imponente patio de armas y un poco más tarde sabríamos que el presidente, en un rasgo muy latinoamericano, a lo Perón o a lo Maduro, nos había conminado a pensar durante cinco días si no debían estar, él y su familia, por encima de la ley. Me lo estoy pensando.