Los toros son cultura
«Quieren españoles como el Belmonte de los inicios: avergonzados de sí mismos. Toros bien amaestradillos, que sigan las consignas culturales de los nuevos diletantes»
Toreo histórico en Madrid, toreo popular en Las Ventas. Dice el ministro de la cosa en pleno San Isidro que los toros no son cultura sino maltrato animal. Al margen de que no tiene mucho sentido esgrimir un juicio de valor moral para decidir la pertenencia de una cosa a la «cultura», una propone que sean los españoles los que decidan si los toros están o no intrincadamente relacionados con su pasado y su forma de sentir, pero también con sus propias historias familiares.
Muchos habrán oído hablar de aquella apasionante rivalidad de la historia del toreo, desde 1913 a 1920 toda España era gallista o belmontista. Mi bisabuelo era por aquel entonces el cirujano titular en la plaza de toros de Talavera. La coincidencia quiso que la trágica muerte de su hijo, de cuatro años de edad, coincidiera ese 16 de mayo de 1920 con la muerte de Joselito. El bisabuelo Paco tenía que haber operado a Joselito el Gallo el día que muere de una cornada, pero estaba en el velatorio y en su lugar le atendió el doctor David Ortega. No pudieron salvarle. España lloró esta pena y mi familia lloró doblemente. La imagen de Joselito muerto en la enfermería de la plaza salió en todos los periódicos al día siguiente y Sevilla no le perdonaría esta muerte a Talavera.
«Una propone que sean los españoles los que decidan si los toros están o no intrincadamente relacionados con su pasado y su forma de sentir, pero también con sus propias historias familiares»
Ahora sabemos lo que representa este ministro de cultura que no representa nada. Porque los toros son historia de España, tragedia, muerte y son la Fiesta Nacional. Pero siguiendo con la historia de esta pareja de toreros: Belmonte, el otro gran torero del momento, moriría de éxito. En la biografía de Chaves Nogales se entremezcla su historia con la cultura popular de Sevilla. Es una historia de superación personal, del artista hecho a sí mismo. El propio Belmonte renegaba de su valía en los inicios de su carrera. «¡De dónde sacaba yo que era torero!», se lamentaba, aterrado. Pero fue demostrando que tenía más coraje que el resto, o menos temeridad por su propia vida.
Una vez Belmonte estaba desesperado, en esa duda constante que era lucha interna y también agotado, porque no podía con el toro, y le entró un berrinche absurdo. De súbito se hincó ante él de rodillas y le desafió, frenético: «¡Mátame, ladrón, mátame!». Le llama ladrón al toro, le llama asesino, y al final le sacan del pescuezo. Y el toro no le mató, porque no quiso. Se crea en torno a Belmonte una aureola de temerario que empezó a ser motivo de discusiones.
Belmonte tenía la resolución de morir o triunfar en Sevilla. El triunfo llega la tarde que aprendió a torear en la plaza como había toreado tantas noches en los prados y las dehesas, como si estuviese trazando «un esquema en un encerado». Esa tarde, Belmonte se convierte en una revelación, porque toreó como él creía que debía hacerse, ajeno a todo lo que no fuese su fe en lo que estaba haciendo. Salió de la plaza encaramado sobre la multitud, que le aupaba como trofeo por las calles de Triana.
La danza del toro y del torero son un rito de marcado peso simbólico y artístico, son un ejercicio dificilísimo. Se habla poco de la bravura del torero, pero a menudo era un kamikaze, un pobre muerto de hambre con mucha valentía. Que los toros no son cultura, dicen. Lo que pasa es que la izquierda quiere amuermar a España a base de ideología. Quieren españoles como el Belmonte de los inicios: avergonzados de sí mismos. Toros bien amaestradillos, que sigan las consignas culturales de los nuevos diletantes. Y así, con tal bajo concepto de nosotros mismos, seremos un pueblo bien manso, acobardado.