Cuando los imbéciles gobernaban la Tierra (y los idiotas les votaban)
«Cuando el engaño es masivo, decir la verdad es un acto revolucionario. Solo la verdad, repetida una y mil veces, un millón si es necesario, puede salvar a España»
Entre las paradojas occidentales, una de las más exasperantes es la deriva de las democracias hacia un embudo en cuya parte estrecha se apoltronan precisamente los líderes menos democráticos. De modo creciente, las grandes mayorías deben sacrificarse para satisfacer a unas élites minoritarias cuyo único mérito visible parece ser una automarginación teatralizada. Hace unos días se ha sabido que Artur Mas se ha jubilado y el Estado español por su breve lustro como líder autonómico catalán le ha asignado una pensión de casi 8.000 euros, el triple de la máxima a la que pueda aspirar un contribuyente español de a pie tras 40 años cotizando. Por algún motivo abstruso, mantenemos con cantidades desbordantes de dinero público a todas las personas que han dedicado su vida entera a luchar contra España. Diríase que la resignación del electorado mayoritario ante unas minorías políticas vampíricas apunta hacia una imbecilidad nacional congénita.
Sobre el peligroso ascenso de los imbéciles se han publicado en la última década dos libros. En Ensayo sobre la imbecilidad (Malpaso, 2016), el filósofo Aaron James nos hace dos puntualizaciones sobre Donald Trump. La primera es que llegó a la Casa Blanca porque millones de estadounidenses son exactamente igual de imbéciles que él. Y la segunda es que la imbecilidad probablemente no sea el mayor defecto del expresidente estadounidense. Cuando Trump terminó su mandato en 2020, nadie podía imaginar su regreso en 2024. Ahora parece una clara posibilidad.
El segundo libro sobre la plaga de imbecilidad que asola nuestro planeta es El poder de los idiotas (Planeta, 2020) del periodista español Juan Luis Cebrián, que empezó a escribirlo durante el coronavirus, espoleado por la excepcionalidad de las circunstancias y atónito ante la pésima gestión española. «Hay quien se pregunta cómo es posible que tantos países, y tan importantes, estén gobernados por auténticos idiotas», se pregunta el autor.
Antaño denostada como una tiranía de las mayorías, la democracia parece haber mutado en una tiranía de las minorías. Al frente de estos regímenes democráticos aparentemente funcionales están las élites políticas, pero existen otros prescriptores ideológicos con considerable poder, entre los que destacan las ciberestrellas de las redes sociales. En España, la democracia ha tenido una actuación convincente como sistema de gobierno durante casi medio siglo. Ha sido al proponerse en 2015 una regeneración política nacional cuando se ha hecho dolorosamente patente que cifras elevadas de la población ‒y de las élites políticas‒ apenas tienen un conocimiento rudimentario de lo que es la democracia.
La antorcha de la democracia española se la apropió la izquierda encabezada por el PSOE, con una actitud contenciosa y drástica que, convenientemente agresiva en momentos puntuales, sirve no solo para ganar elecciones, sino para acoquinar a una derecha con poca calle, por así decirlo. Esta izquierda maneja con soltura una ideología obsoleta, maniquea y superada tiempo ha por el resto de las izquierdas de las democracias veteranas. Esta impostura de gueto agraviado actúa como un peso muerto para un país con voluntad integración en el mundo real.
«Cuando una mentira se repite infinitas veces no se convierte en una verdad, sino en un dogma»
La diferencia entre pasado, presente y futuro es solo una ilusión, decía Einstein, pues los tres coexisten. Nuestra izquierda, incapaz de asimilar el pasado y aterrizar en el presente para afrontar el futuro, sigue fiel a su versión customizada de la democracia, cuyo fanatismo doctrinario ha dado al PSOE éxitos políticos y económicos durante cuatro largas décadas. Corrían los ochenta ‒ETA arrancó la década asesinando a 91 españoles en 1980‒ cuando Alfonso Guerra fabricó la consigna más potente del PSOE: la derecha es franquista y antidemócrata, mientras la izquierda es antifranquista y demócrata. Cuarenta y cinco años después, el epigrama guerrista está en plena vigencia.
Cuando una mentira se repite infinitas veces no se convierte en una verdad, sino en un dogma. Mientras España no sepa luchar contra la propaganda, los medios la validarán y buena parte del electorado la mascará como un chicle. La España actual no sabe bien qué es el dinero público; acepta y lee una prensa que es en buena parte propaganda gubernamental; cree que el mejor trabajo procede del entorno del poder y que las pautas de conducta personal las debe emitir el Gobierno. Una parte amplia de la población española acepta que la fiscalía dependa del Gobierno; que las instituciones se dejen colonizar por el partido en el poder; y por supuesto que cientos de jueces sean serviles ante el Gobierno.
Orwell ‒que pasó intensas temporadas deconstruyendo la mentira‒ lo explicó mejor que nadie. Cuando el engaño es masivo, decir la verdad es un acto revolucionario. Solo la verdad, repetida una y mil veces, un millón de veces si es necesario, puede salvar a España.