Europa: más que solución, anestesia
«No debemos seguir confiando que Europa detenga nuestro derrumbe institucional. Lejos de ser la solución soñada, Europa se ha convertido en una droga»
La crisis institucional española es notable y viene de antiguo. Hunde sus raíces en las acciones y omisiones de gobiernos de todo signo desde 1982, unos gobiernos que, para mayor gravedad, eran muy representativos de las inconsistentes preferencias de los españoles. La Transición no se empezó a torcer en 2018, ni siquiera en 2004 o 1996, sino con dos grandes errores, consensuados o al menos refrendados por la oposición: en lo institucional, con el desprecio oportunista de la separación de poderes; en lo social, con unas políticas de intención redistributiva que siempre olvidan que es preciso producir antes de redistribuir.
Pero la degradación se aceleró con el procés de 2017 y la respuesta del gobierno de Mariano Rajoy, y con las políticas de los gobiernos de Pedro Sánchez. Desde 2018, al legislar casi sólo por decreto, ha desactivado los órganos y procedimientos que protegían al menos la calidad técnica de las leyes; y ha comprometido la independencia e incluso la profesionalidad del Tribunal Constitucional. Simultáneamente, ha acentuado el deterioro de la enseñanza (vía ley Celáa y ley LOSU de universidades), la función pública (con la funcionarización de interinos, la rebaja de las oposiciones y los nombramientos más provocadores); y ha extremado la captura partidista de todo tipo de órganos (desde la fiscalía a la Agencia Tributaria, pasando por RTVE, el CIS, el INE, las estadísticas de Trabajo y quizá muy pronto el Banco de España).
No le va mejor a la sociedad civil. Ha multiplicado la publicidad «institucional» para hacer demagogia, comprar voluntades en gran parte de la prensa y silenciar a la que se mantiene libre. Tras imponer impuestos discriminatorios a bancos y energéticas, ha redoblado recientemente su asalto al poder económico, usando deuda pública para comprar paquetes accionariales y forzando la entrada de comisarios gubernamentales en los consejos de las grandes empresas. Ahora mismo, juega a apoyar o a impedir operaciones de concentración según quién o cuándo se presentan.
«Ser parte de la UE ha tenido un doble efecto. Positivo, porque nos ha protegido del derrumbe. Negativo, porque esa ayuda ha hecho momentáneamente innecesario acometer las reformas estructurales que hubieran hecho ese derrumbe imposible»
Lo más grave es el asalto a la independencia judicial, iniciado con una ley de amnistía que sólo cuenta con el apoyo de una minoría de los ciudadanos. Amenaza ahora con consumarlo mediante la atribución de la instrucción de causas penales a un ministerio fiscal que el propio Ejecutivo seguiría controlando jerárquicamente; y reduciendo la mayoría necesaria para renovar el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), cuyo bloqueo es fruto de que las cámaras no activan las reglas de renovación que introdujo la reforma socialista de 1985. El CGPJ es el órgano encargado de nombrar los principales puestos judiciales, aquellos que se encargan de instruir y juzgar los casos de corrupción que afectan a políticos aforados. Por ello, si la ley de amnistía concede impunidad retrospectiva a los golpistas de 2017, este doble asalto judicial vendría a otorgar impunidad prospectiva de hecho a las irregularidades en que ha incurrido el Ejecutivo desde 2018, y que apenas empiezan ahora a aflorar.
Consumados esos cambios, no sería exagerado hablar de un régimen totalitario, en el que la democracia sería una mera fachada y el cambio de gobierno poco menos que imposible. Es por ello por lo que presenciamos el fenómeno insólito de que las instituciones aparezcan como un lastre cada vez más pesado incluso en los informes macroeconómicos, como los de BBVA Research hace meses o el del Banco de España de la pasada semana. Todos señalan que el deterioro institucional pesa especialmente en las decisiones de inversión, siempre atentas a las amenazas a largo plazo.
Pero el riesgo no es sólo el deterioro progresivo sino el derrumbe irreversible. La democracia y el Estado de derecho son como edificios, cuya estructura disfruta de cierto grado de redundancia. Cuando se le van retirando pilares y contrafuertes, se mantienen en pie, aparentemente incólumes. Hasta que, de repente, basta una pequeña tormenta para provocar su hundimiento.
Con los países, sucede lo mismo: al destruir sus instituciones, todo parece seguir igual; pero, a medida que se eliminan cautelas y contrapesos, aumenta el riesgo de colapso. Al principio, responden con sordina y sólo los oídos más sensibles empiezan a notar los crujidos. Tras un tiempo, con ocasión de alguna crisis exógena, se perciben las grietas y empiezan a derrumbarse. Antes de empezar el derrumbe, aún es posible repararlos. Pero después hay que empezar desde cero. De hecho, al traspasar un punto crítico, se articulan círculos viciosos que hacen muy difícil las reparaciones. Cunde entonces el desánimo porque reconstruir las instituciones supone un esfuerzo ímprobo que, para todo tipo de líder, es, a corto plazo, muy poco agradecido. Prevalece el «sálvese quien pueda».
Nuestro edificio institucional ha sufrido golpes muy duros estos últimos años, desde la crisis de 2008 a la pandemia del covid y el coletazo que supuso la invasión rusa de Ucrania. El ser parte de la Unión Europea ha tenido un doble efecto. Positivo, porque nos ha protegido del derrumbe. Negativo, porque esa ayuda ha hecho momentáneamente innecesario acometer las reformas estructurales —tanto económicas como institucionales— que hubieran hecho ese derrumbe imposible.
En lo económico, desde el principio de la segunda década del siglo, sólo el respaldo y las compras de deuda del Banco Central Europeo han permitido que hayamos podido seguir endeudándonos en los mercados sin que la prima de riesgo volviera a dispararse a niveles insoportables, como sucedió en 2012, cuando nuestra probabilidad de insolvencia se acercó al 50%. La deuda ha sido el comodín que ha permitido subir sueldos y pensiones públicas, y comprar todo tipo de voluntades y de votos.
La pandemia fue la excusa perfecta no sólo para eliminar las restricciones de déficit sino para facilitar ayudas adicionales mediante el plan Next Generation. Como era perfectamente previsible excepto para los habituales soñadores interesados, los condicionamientos de la deuda y de la ayuda europea no han sido eficaces. Los límites al déficit fueron levantados a la primera dificultad, a raíz de la pandemia; y, por imperativos políticos y en contra de los informes técnicos, la Comisión Europea ha permitido al Gobierno acceder a los fondos Next Generation sin haber realizado las reformas pactadas en el Plan de Recuperación, o incluso tergiversándolas en dirección opuesta a la pactada.
En el plano propiamente institucional, se espera que los recursos que interpongan los jueces ante el Tribunal Europeo de Justicia ralenticen e incluso impidan la aplicación de la ley de amnistía. La resistencia de la Comisión también ha impedido los intentos por parte del Gobierno de reducir unilateralmente la mayoría parlamentaria requerida para renovar la composición del CGPJ. Pero ambas soluciones están sujetas a notable incertidumbre y, en el mejor de los casos, originan costosas pérdidas de soberanía.
En ese contexto, las consecuencias del teatro que montó Pedro Sánchez hace dos semanas dependen de si cumple o no sus amenazas. Si las cumple, tendría graves consecuencias económicas porque confirmaría las peores expectativas. Las consecuencias del sanchismo sólo están descontadas en parte, pues subsiste alguna esperanza de que no pueda ultimar sus planes. Por ejemplo, nuestras grandes empresas cotizan en niveles muy bajos. Tanto que sufren un grave riesgo de compras hostiles, como vimos en Telefónica o Talgo. Pero es significativo que sus cotizaciones hayan permanecido estables durante el último vodevil. No parece, pues, que para los principales agentes del mercado, la actuación y las amenazas de Sánchez hayan supuesto una sorpresa.
Ciertamente, Sánchez se ha comprometido a emprender un «punto y aparte», que debemos interpretar como una intensificación de su asalto institucional. Pero estaba descontado que lo haría. La incertidumbre sólo se refería y se refiere a si podrá o no hacerlo. Observe que ha vuelto a proponerse como un paladín internacional del bloque antisistema que forman el neocomunismo y el integrismo islamista. Creen los optimistas que esta ruta extremista le lleva a chocar con las instituciones europeas, que ya le impidieron antes avanzar en esa dirección. Máxime cuando su espantada ha hecho a la prensa internacional y a los mandatarios extranjeros conscientes de que él, su partido y su familia están siendo acusados de tráfico de influencias.
Olvidan que, con suerte, Sánchez podrá aspirar a representar respecto a Europa un papel equivalente al que representa Puigdemont para el propio Gobierno de Sánchez en España, intercambiando su apoyo a cambio de que no sólo le sigan dando cuerda, vía deuda (fácil, dado que no es el único país afectado), sino también tolerando el incumplimiento de las reformas comprometidas en el Plan de Recuperación (menos fácil, pero alcanzable), e incluso condonando su asalto a las empresas, la justicia y la prensa libre.
A todo esto, la oposición democrática sigue esperando su turno, entretenida en estorbarse mutuamente y morder todos los cebos que les suelta el Gobierno, puentes argentinos incluidos. También en exhibir, los unos, su supuesta capacidad de gestión; y los otros, aspavientos a menudo contradictorios con los hechos. A raíz de las inminentes elecciones europeas, tendremos ocasión de comprobar si su visión de Europa y del papel, tanto de Europa en España como de España en Europa, va más allá de una gastada colección de lugares comunes.