La guarida y el hogar
«La necesidad de arraigo no puede reducirse a la memoria selectiva del nostálgico»
Nos hemos encontrado la frase de Simone Weil hasta en la sopa: «Echar raíces quizá sea la necesidad más importante e ignorada del alma humana». ¿Quién puede opinar lo contrario? Es un comodín que cuadra en casi cualquier texto y que resulta imposible de refutar, sobre todo porque no queda muy claro qué quiere decir, si es que quiere decir algo. Especialmente atinada es la pregunta que se hace la filósofa Clara Ramas en El tiempo perdido (Arpa) a cuento de la frasecita de marras: convengamos en que echar raíces es la necesidad más importante, pero ¿qué es lo decisivo? ¿La necesidad de buscarlas o el arraigo en sí?
Decía el poeta Bergamín que buscar raíces es una manera subterránea de andarse por las ramas. Sabía de lo que hablaba, porque se obstinó en urdir su último nido con las raíces del árbol de Guernica. Basta ver sus fotos en los mítines de Herri Batasuna, en medio de los años de plomo, para intuir que nunca dejó de tener la cabeza a pájaros, como rezaba el título de su primer libro. Así y todo, ¿cómo pasar por alto que toda persona busca la trascendencia, aunque ello nos induzca a cometer dislates? ¿Que, aunque aprendamos a flotar a la deriva, nunca dejaremos de buscar un sustrato firme? Quien sepa de las raíces del sauce -dice Rilke en el sexto soneto a Orfeo- será capaz de doblar sus ramas. Solo arraiga quien se afianza en lo profundo.
Coincido con Ramas cuando afirma, citando a Proust, que los verdaderos paraísos son los paraísos perdidos. O cuando sostiene que el disfraz de guardián de las esencias no es más que una cuota de mercado: no es melancólico quien se acoda en el bar de viejos y se hace un selfi con el plato de torreznos. ¡Viva la tradición!, dice, pero sabemos que también fotografiaría a la yaya en el lecho de muerte por conseguir unos likes. La melancolía en boga es, en efecto, un producto de mercado. Pero la necesidad de arraigo no puede reducirse a la memoria selectiva del nostálgico.
Hay personas sin hogar, pero no sin guarida. Ni el errante ni el atorrante pueden eludir una necesidad biológica: ambos han de protegerse del frío y la intemperie. El vagabundo busca el cajero como San Onofre buscaba una gruta entre los acantilados de la Capadocia para pasar la noche. Antes que un hogar, que es la forma espiritualizada del cobijo, necesitamos una guarida, es decir, algo que nos guara.
«No son pocos los que, ante la exigencia, la presión y la ansiedad de estar a la altura, terminan hibernando como osos, encerrándose entre las cuatro paredes de la alcoba»
Que nos guara, digo, y no es errata. El verbo guarir existe por igual en castellano, aunque en desuso, y en catalán. Ambos comparten raíz germánica, cuyo significado es proteger. Pero dicha raíz también significa estar vigilante; de ahí el reconocible letrero inglés de «warning!». Provienen de dicha raíz «garita», por ejemplo, y «guarecerse». Quien se mete en una garita se guarece de los rigores de la noche, pero se mantiene en estado de alerta. La garita es guarida, mas no hogar.
Sobra decir que las guaridas están llenas. No son pocos los que, ante la exigencia, la presión y la ansiedad de estar a la altura, el mandato de rendir siempre y no rendirse nunca, terminan hibernando como osos, encerrándose entre las cuatro paredes de la alcoba, como un hikikomori nipón. Dicha palabra, hikikomori, significa «retirarse dentro», lo que no es del todo exacto. Porque una cosa es el retiro monástico, que lleva a los monjes a un hogar llamado convento donde viven en familia, y otra la huída de la realidad.
Bertrand de Jouvenel definió la sociedad contemporánea como una multitud de individuos que se mueven caóticamente, sin vínculo entre ellos, y la comparó con un hormiguero agitado por un palo en manos de un niño. Ora por cuestiones materiales como la precariedad o el problema de la vivienda, ora por cuestiones inmateriales como la disolución de los lazos familiares -y seguramente por una mezcla de ambas- llevamos una vida de robinsones que se persuaden de que son quijotes. «Quien no tiene casa, ya no la construirá», dice otro verso de Rilke, y a medida que pasa el tiempo no queda sino convencerse de que, a falta de hogar, solo queda la guarida.