THE OBJECTIVE
Jorge Freire

El aplanamiento del mundo

«Los romanos llenaron sus dominios de templos de mármol, los ingleses diseminaron tacitas de té por medio mundo y la última globalización siembra el planeta de cafeterías indistinguibles»

Opinión
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El aplanamiento del mundo

"Instagram es un moloch insaciable que exige sacrificios constantes en el altar del buen gusto". | Ilustración: Alejandra Svriz

Hace dos décadas, el periodista estadounidense Thomas Friedman advirtió de varias fuerzas que, al calor de la globalización, tendían a aplanar el mundo, generando uniformidad y homologación. El acceso libre a la información, la deslocalización de las empresas y las aplicaciones informáticas eran algunos de ellas. Kyle Chayka (Portland, 1988) ha dedicado un libro a la más reciente de todas: el famoso algoritmo. Mundofiltro (Editorial Gatopardo) analiza cómo ese aplanamiento ha llegado a su paroxismo y que, en efecto, el mundo ya es plano.

No descubro nada si afirmo que las «recomendaciones algorítmicas» deciden qué vemos en redes sociales, qué películas nos recomienda Netflix o qué canciones suenan en Spotify, manipulando nuestra percepción. Pero ¿cómo explicar que Instagram ha reventado la hostelería? Poco importa que uno vaya a Kioto, Berlín, Los Ángeles o Alcobendas: siempre se encuentra la misma «Cafetería Genérica», como una franquicia que se replicara a sí misma.

Ladrillos y tuberías a la vista, lámparas colgantes, vigas de madera… ¡Odiosa estética, la de las cafeterías «de especialidad»! Convertido en prescriptor supremo, Instagram es un moloch insaciable que exige sacrificios constantes en el altar del buen gusto.

«Llegar a un pueblo de Cuenca y ver que han abierto una hamburguesería en la plaza mayor es tan desalentador como instructivo. Por muchas capas de estuco con que se disimule, lo que define nuestro mundo es su capacidad homogeneizadora»

¿Diversidad? No hay, bajo ese disfraz, más que narcisismo de la pequeña diferencia, paroxismo de la homogeneidad masificada, cosmopaletismo. Llegar a un pueblo de Cuenca y ver que han abierto una hamburguesería en la plaza mayor es tan desalentador como instructivo. Por muchas capas de estuco con que se disimule, lo que define nuestro mundo es su capacidad homogeneizadora. Si la cultura es cultivo, hoy toda la civilización es monocultivo. La llamada «cultura global» no es una era, sino un erial.

Los romanos llenaron sus dominios de templos de mármol, los ingleses diseminaron tacitas de té por medio mundo y la última globalización siembra el planeta de cafeterías indistinguibles, con paredes llenas de colorinchis, loza vistosa y platos acaso indigeribles pero sin duda fotogénicos. Añádanse los viajes algorítmicos a lugares instagrameables (el horror, el horror) para convenir en que la interconexión no solo ha producido un aplanamiento trivial y generalizado de la experiencia estética, sino que ha roto el hechizo. El peligro no era desencantar el mundo, sino reducir el mundo a una colección de sitios con encanto.

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