THE OBJECTIVE
Manuel Pimentel

Guerra de las marcas blancas de alimentación

«Finalizada la globalización, las grandes empresas de distribución están reforzando la apuesta por las marcas blancas en detrimento de las de fabricante»

Opinión
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Guerra de las marcas blancas de alimentación

Ilustración de Alejandra Svriz

Después de décadas de olvido, la alimentación adquiere creciente protagonismo. Es materia de debate en las noticias y se ha convertido en un recurrente tema de conversación. Incluso, tras años y años de ausencia, reaparece en los programas electorales. ¿Por qué este repentino interés por una agricultura despreciada e ignorada durante tanto tiempo? Pues básicamente por su rápido encarecimiento tras la pandemia, encarecimiento que ha llegado para quedarse por los motivos que, sucintamente, esbozaré en estas líneas. Un cambio de ciclo en toda regla que nos afectará tanto a consumidores como productores.

Pero, ¿y a las empresas de distribución, grandes protagonistas de la cadena alimentaria? ¿Les afectará en la misma medida? Pues anticipamos que sí, que las dinámicas a las que se acostumbraron en el ciclo globalizador – ya finalizado – van a cambiar, por lo que tendrán que adaptarse, y mucho, a un nuevo mercado más exigente para ellas. Ya observamos los primeros síntomas del reajuste, como el de, por ejemplo, la apuesta reforzada por las marcas blancas, en detrimento de las marcas de fabricante. O cambios en las filosofías y estrategias de los departamentos de compras, como vamos conociendo paulatinamente. Algo importante se mueve en la relación de poder entre productores, fabricantes y distribuidores y es necesario que reflexionemos sobre ello. Se va a jugar la trascendente partida del precio de los alimentos ante nuestra mirada, y es de sabios el tratar de conocer la visión, prioridades y fuerzas de cada una de las partes que la conformarán. Pues vamos a ello.

Expliquemos, primero, el porqué del nuevo ciclo en el precio de los alimentos y en el de las materias primas agrarias. A cada momento nos repiten aquello de que vivimos tiempos de incertidumbre. Y es verdad. Pero también existen certidumbres tendenciales, al menos en lo que a los grandes ciclos se refiere. Entender el ciclo, tanto el pasado como el nuevo, nos permite anticipar sus dinámicas y tendencias. Pues tengámoslo claro, estamos asistiendo, en primera línea de observación, a un evidente cambio de ciclo. El anterior, que condujo a los precios agrarios a niveles de derribo, comenzó en 1989 tras la caída del mundo de Berlín. Comenzaba lo que conocimos como globalización, con su consiguiente desarme arancelario y eliminación de aduanas y cortapisas para la libre circulación de productos, bienes, servicios y finanzas.

Tanto éxito tuvo que la producción se reubicó allá donde era más eficiente y competitiva, lo que conllevó precios a la baja. Los consumidores disfrutamos de un amplio periodo de precios baratos tanto en manufacturas como en alimentos, produciéndose el fenómeno bautizado como «exportación de inflación», ya que crecíamos sin que el IPC subiera gracias a que cada vez comprábamos más barato en aquellos países más competitivos y eficientes. La globalización, cara a los precios para el consumidor, era deflacionaria. Esta tendencia a la bajada de los precios agrarios se aceleró por la enorme concentración de la distribución.

Hipermercados, cadenas de supermercados y hard discounts obtuvieron un desproporcionado poder de negociación frente a los productores, forzados a vender a unos precios, en muchas ocasiones, por debajo del costo de producción. A estas dos determinantes dinámicas le debemos añadir tanto la fortaleza del euro hasta la pandemia – que significaba importar barato, por un lado, y resultar caros para exportar, por otro -, como los avances en productividad agraria y unos años climatológicamente favorables. Todos esos factores combinados permitieron que la sociedad europea disfrutara de 2000 a 2020 de la alimentación más barata de su historia, al punto de dejar de preocuparse por ella, generando una dinámica conocida como venganza del campo y que hemos analizado en anteriores artículos.

«Las baratas importaciones de antaño se han encarecido y dificultado en este nuevo ciclo desglobalizador»

Pero nos interesa ahora el análisis de ciclo de precios de los alimentos y de la relación de poder entre distribución y productores. Decíamos al principio que estamos asistiendo en primera línea a un cambio de ciclo: ¿por qué? Pues porque la globalización, tal y como la conocimos ha finalizado, una vez que EE UU comenzó a cambiar las reglas de juego que ellos mismo crearon debido a la imparable pujanza de China y otros emergentes, muy favorecidos por las dinámicas globalizadoras. Regresaron las aduanas, los aranceles, los embargos y las barreras tecnológicas.

Ya veremos cómo avanza esta desglobalización, que a día de hoy se nos antoja imparable. No sabemos ni su alcance ni sus perímetros, pero no tenemos duda que significará tanto el alza de los precios de importación como la aparición de desajustes, palabras que aterran a distribuidores y consumidores. Las guerras, conflictos y tensiones geopolíticas, que, desgraciadamente, nos van a acompañar durante un tiempo, introducen inseguridad para el comercio, lo que también incide directamente en el encarecimiento de las importaciones. Si a eso unimos el debilitamiento del euro, tenemos que las cómodas y baratas importaciones de antaño se han encarecido y dificultado en este nuevo ciclo desglobalizador, mucho más complejo que el anterior, en el que los mercados internacionales funcionaron durante años con transparencia y agilidad.

Y este encarecimiento de las importaciones, ¿cómo nos pilla a los europeos? Pues con el sector primario parcialmente desmantelado, por una política agraria que, de alguna manera, castigaba nuestra producción agrícola y ganadera, al restringirla, complicarla y encarecerla permanentemente. La sociedad europea, mayoritariamente urbana y despreocupada de su alimentación, cayó en el ensueño de preconizar aquello de que el campo europeo era para pasear. Pero, ¿y los alimentos que precisábamos? Pues eso, que los produzcan otros por ahí, a los que no preguntaremos mucho ni el cómo ni el dónde lo cultivaron. Increíble, pero ese ha sido el inconsciente colectivo, el espíritu del legislador de la PAC vigente, más preocupada en limitar y controlar la producción agraria propia que en garantizar la despensa de los europeos.

Un auténtico suicidio alimentario que ha comenzado a mostrar sus garras feroces en forma de brusca subida de los precios de los alimentos. Los que traemos de fuera salen más caros e inseguros y que los que aquí producimos son menos y más caros. O sea, simple cuestión de oferta y demanda, y no de la avaricia de productores y distribuidores, como la fácil demagogia de portavoces y gobernantes voceó para calmar la ansiedad de unos consumidores acostumbrados a precios de derribo.

«Quien garantice el suministro en fecha, cantidad y calidad, podrá obtener un plus de precios frente al que no lo asegure»

Por las razones básicas expuestas -desglobalización, conflictos y limitaciones de la producción propia– nos adentramos en un nuevo ciclo alcista para las materias primas agrarias, que puede durar varios años. ¿Qué influencia tendrá esta nueva realidad en las formas de operar de la gran distribución? Pues dependerá de muchos factores. Por ejemplo, el de la capacidad de concentración de la oferta. Los productores deben tender hacia economías de escala, que le harán más fuertes a la hora de negociar, al tiempo que diluyen sus gastos generales y de inversión. Además, y esto resultará de creciente importancia, pueden ofrecer garantía de suministro a unas grandes cadenas muy sensibles a esta cuestión. La fusión de cooperativas, por ejemplo, es una de las vías que venimos observando, aunque sus dimensiones son aún reducidas frente al gigantismo de los distribuidores.

Y es el que el tamaño importa. En el ciclo anterior, los jefes de compras de las grandes cadenas lo tuvieron fácil para negociar. Les bastaba recitar la fórmula mágica de «esto es lo que hay, o lo tomas o lo dejas» para que los ofertantes se ajustaran a sus pretensiones, ya que sabían que, si no aceptaban, el pedido se iría a otro proveedor, de fuera o de dentro, en un mundo abierto deseoso de ampliar negocio. En este nuevo ciclo, la relación de fuerzas se modifica, ligeramente, al menos, ya que entra en juego el factor garantía de suministro. Dado los previsibles desajustes en los mercados quien garantice el suministro en fecha, cantidad y calidad, podrá obtener un plus de precios frente al que no lo asegure. Las grandes cadenas precisan –y temen– de grandes proveedores. Sin son pequeños, no pueden garantizar el suministro, al tiempo que les dificulta la gestión, pero si se hacen demasiado grandes, pueden presionar en las condiciones. Un delicado equilibrio que dirimirá en gran medida el precio final de los alimentos, que, mande quien mande en la relación de poder, seguirán ascendiendo por la cuestión antes vista de encarecimiento de la oferta y demanda mantenida al alza.

Aunque existen muchos tipos de agriculturas – ecológica, familiar, tradicional -, todas ellas muy respetables y merecedoras del mayor apoyo y consideración, no cabe duda que la mayor responsabilidad de proveer alimentos recaerá sobre la agricultura productiva, la que innova, optimiza recursos y mecaniza. En el nuevo ciclo se disfrutarán de precios agrarios más altos, pero también los insumos se encarecerán, al tiempo que la mano de obra de primera línea y operarios, se reducirán aceleradamente. Esto hace que la nueva agricultura deba apostar por adquirir economía de escala –mediante explotación conjunta, arrendamientos, empresas de servicios o gestión cooperativa, por citar tan solo alguna de las posibilidades-, por la innovación, digitalización y mecanización, así como por avanzar en la integración vertical, esto es el incorporar valor de otros escalones de la cadena alimentaria hasta ahora en manos terceras. Algunas cooperativas, por ejemplo, elaboran las producciones de sus socios, comercializándolas con marca propia o con marca blanca, mientras que grandes empresas olivareras ya no venden aceitunas, sino el aceite que molturan.

La integración vertical, esto es participación de los agentes en niveles sucesivos de la cadena alimentaria, puede suponer un gran reto a los productores, como ya lo supone a los distribuidores. ¿Qué otra cosa, en el fondo, no es la marca blanca sino una integración vertical hacia abajo? De alguna manera, con ellas, los distribuidores se hacen fabricantes, pero sin asumir los riesgos de estos. Si una empresa que produce marca blanca vende toda su producción a una cadena de supermercados, que determina en gran parte sus precios, escandallos, calidades, componentes, envases y marcas, ¿de quién es la empresa, en verdad? ¿Quién es el verdadero propietario? ¿El fabricante o la cadena que le compra y que dirige toda su producción? No tengamos duda, el verdadero propietario es el distribuidor. No son marcas blancas, son marcas propias, que no es lo mismo. La marca blanca es, en verdad, una marca propia del distribuidor, que externaliza su producción a un tercero. De una simple externalización hablamos en el fondo, lo que tarde o temprano abrirá el debate de subrogación de actividad y empleo en caso de dificultades. No abordaré este delicado asunto en estas líneas, ya lo haremos en otra ocasión.

«Las cadenas de distribución han expulsado de sus lineales, en el último lustro, a un 23% de marcas de primer nivel»

¿Finaliza la integración vertical descendente con los fabricantes de marca blanca? Creemos que no. Paulatinamente se hará más importante el garantizar el acceso a las producciones agrarias básicas, por lo que el gran distribuidor forzará a los fabricantes a alcanzar acuerdos estables con los productores, en una especia de prolongación de su participación en la escala de valor. El gran distribuidor no necesita ser fabricante o agricultor, siempre preferirá controlarlos para que les trabajen bajo control de marca, precios y calidad.

El incremento de marcas blancas o marcas del distribuidor no sólo vienen motivadas por el deseo de ofrecer mejores precios a sus clientes, sino que, también, ocultan un evidente deseo de integración vertical descendente en busca de garantía final de suministro, toda vez que la producción agraria tomará valor de nuevo, tanto económico como estratégico. En efecto, vemos como la gran distribución apuesta por la marca blanca, en detrimento de los grandes y conocidas marcas tradicionales. Hemos seguido con interés en prensa cómo, por ejemplo, Carrefour anunciaba que cerraba sus tiendas a los productos Pepsico, Mercadona dejaba de vender productos de Pascual o Día abandonaba a Bimbo. En efecto, Promarca, la asociación que representa a los grandes fabricantes, denuncia que las cadenas de distribución han expulsado de sus lineales, en el último lustro, a un 23% de marcas de primer nivel y a las que acusa de discriminación y competencia desleal. Mientras ellos retroceden, la marca blanca crece y crece.

Es solo la punta del iceberg de la realidad de una distribución obsesionada con moderar la subida de los alimentos, sabedores de que, si la competencia los ofrece más baratos, sus ventas y cuenta de resultados terminará resintiéndose. Por eso, reducen fuertemente las referencias de marca fabricante mientras incrementan las blancas propias. Pero, ¿lo hacen solo por tratar de controlar la subida de precios y ofrecer – o aparentar ofrecer – una oferta más económica a sus clientes? Sin duda es la razón más poderosa, pero, probablemente, no será la única. ¿A qué temen las cadenas de distribución entonces? No a los fabricantes. Su temor último es el de los productores, aplastados en el ciclo que finaliza y que tomarán mayor valor en el que comienza. La escala de importancia puede que se invierta. El productor, antes despreciado, pasará a ser importante, una novedad que debería reordenar en algo la escala de valor.

Las marcas de fabricante no lo tienen fácil Es cierto que aportan un innegable valor en forma de calidad, innovación y diferenciación, pero, visto lo visto, este diferencial de valor frente a las marcas blancas no convence ni a consumidores ni a distribuidores, que van pasándose paulatinamente a las marcas blancas. Perder el canal de la gran distribución sería un duro golpe para ellas, que no podrían compensar esa caída de facturación con las ventas directas o a través del canal de hostelería. Ya veremos como evoluciona esa guerra, que también tendría como perdedores al sector de la publicidad y los medios. Si la marca no beneficia, ¿para qué invertir tanto en ella? Y, atención, que la integración vertical descendente de la gran distribución reducirá y encarecerá la oferta agraria a los fabricantes de marca, lo que estrechará sus márgenes. Un tema apasionante, como vemos y que nos ocuparán, a buen seguro, en el futuro.

Estamos ante unos equilibrios complejos y trascendentes, ya que afectan a nuestra alimentación. Estemos atentos, nos jugamos mucho en ellos.

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