THE OBJECTIVE
Manuel Pimentel

Distribución: ¿responsable del alto coste de los alimentos?

«Es necesaria una estrategia alimentaria europea. Ni la distribución ni los productores son parte del problema, son parte indisociable de la solución»

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Distribución: ¿responsable del alto coste de los alimentos?

Ilustración de Erich Gordon.

Los alimentos suben. Y aún lo harán en mayor medida, si continúan atizándose las razones de su incendio. ¿Cuáles? Pues las que ya abordamos en diversos artículos que dieron lugar al ensayo La venganza del campo (Almuzara) que está logrando generar un vivo debate. Por una parte, una sociedad –tanto española como occidental- que dejó de preocuparse por el abastecimiento de alimentos y que comenzó a ignorar, primero, y a despreciar, después, a productores, agricultores, ganaderos y pescadores. Por otra parte, por la asunción generalizada de nuevos valores – positivos y hermosos – medioambientales y de sostenibilidad que crearon imaginarios y leyes. La combinación de ambos se expresó en normas y prácticas que siempre limitaron o encarecieron la producción agraria propia.

La sociedad occidental quiere comer, sí, y bien y barato, además, pero sin producir alimentos. Eso, que lo hagan otros, en una especie de suicida externalización agraria, como ya ocurriera antes con la industrial. La sociedad urbana quiere salir al campo a solazarse en una naturaleza idealizada y, claro está, le molestan los regadíos, las granjas, los silos, los tractores, los invernaderos. En su inconsciente colectivo quiere dejar de producir alimentos a escala, pero, al mismo tiempo, protesta airadamente cuando la cesta de la compra –como no podía ser de otra forma– sube y sube. Sorber y soplar al mismo tiempo, es imposible, afirma el aserto popular. Y tiene razón, al menos en este caso.

Este asunto, de hondas raíces sociológicas y antropológicas, nos debe preocupar y ocupar si queremos disfrutar de una alimentación sana, abundante, variada y –muy importante– a un precio razonable. Por ello, defendemos la necesidad de una estrategia alimentaria europea, al igual que existe una energética, a la que después nos referiremos. Es importante conseguirla, porque la nueva PAC, imbuida de los valores –positivos, repetimos– de sostenibilidad, olvidó por completo la necesaria producción y la garantía de suministro alimentario a la población europea. Y visto lo visto, con la inestabilidad mundial que padecemos, con la desglobalización en marcha y con los conflictos, guerras y riesgos geopolíticos en cruel ascenso, bien haríamos en asegurarnos la despensa antes de que algo o alguien nos la corte. Porque las guerras, desgraciadamente, irán a más y no deben pillarnos con el sector desarbolado.

Los precios de los alimentos suben y las autoridades políticas de varios países europeos han cargado contra la distribución y los productores, acusándolos de avaricia y de aprovecharse de las penurias de los demás, responsabilizándolos, además, de una inflación que no saben como domeñar. Pues bien, en la distribución queríamos centrarnos. ¿Tienen la culpa las grandes cadenas de supermercados e hipermercados de la inflación alimentaria, como afirman esos portavoces? ¿Sería la intervención de precios un posible antídoto contra el ascenso de precios cebado –según esas voces– por el mezquino enriquecimiento de los intermediarios y comerciantes? 

«La feroz competencia entre los gigantes de la distribución genera una dinámica deflacionaria, no inflacionaria»

Anticipo, a mi parecer, las respuestas a estas preguntas. No, la distribución no es responsable de la subida de precios. Todo lo contrario, por su desproporcionado poder de negociación frente al sector productivo deprime los precios agrarios, al punto de ruina para los agricultores en muchos casos. A la gran distribución se le puede achacar su abuso de posición de dominio y el haberse convertido en un factor más de destrucción de nuestro tejido productivo, pero no de que sea un agente inflacionario. Por el contrario, la feroz competencia entre los gigantes de la distribución, obsesionados por ofrecer el precio más ajustado, generó y genera una dinámica deflacionaria, que no inflacionaria. Si la distribución fuera más débil, o los productores más fuertes, los precios no hubieran sido tan baratos, en el pasado, y en la actualidad subirían aún más. La gran distribución trabajó siempre para el consumidor sin tener en cuenta, jamás, la imprescindible rentabilidad de los agricultores. Solo ahora, cuando no hay garantía de suministro, parece dispuesta a pagar algo más a quien se la asegure. Pero, lo dicho, no es, para nada, responsable de la subida de precios, sino más bien de todo lo contrario.

La posible intervención de precios sería la puerta abierta al desabastecimiento y a la aparición de mercados negros, como ha ocurrido en todos los países en los que se impuso. Si se fija un precio por debajo de los costes de producción, ni el tendero lo vende, ni el agricultor lo produce, ni el importador lo importa, por lo que la oferta se reduce, desaparece de los anaqueles y los precios suben en el mercado negro consiguiente. Moraleja, sólo podrían comer bien los ricos; los demás, a las colas y a las tristes cartillas de abastecimiento, como desgraciadamente tantas veces vimos y aún vemos donde estas políticas se ponen en marcha. Intervenir los precios es una medida profundamente antisocial y de graves consecuencias, por lo que sería un tremendo error el implementarlas.

Pero profundicemos, a continuación, en las dinámicas que hasta aquí nos condujeron. ¿Está cara la alimentación? Pues depende. Si miramos el peso de la alimentación en la estructura de gastos de una familia, en estos momentos, en efecto, se encuentra cara frente a las dos décadas anteriores, pero barata, todavía, si la comparamos con el histórico a partir de los años cincuenta. Entre 2000 y 2020, disfrutamos de la alimentación más barata que conociéramos en la historia, desde miles de años atrás. ¿Las razones? Pues la combinación de cuatro factores fundamentales. La globalización, por una parte, que abría fronteras y abarataba precios. Por otra, la concentración de la distribución, que deprimía precios, como hemos visto. También, por la ininterrumpida optimización de la producción agraria, que incrementaba rendimientos y, por último, el factor clima, ya que disfrutamos de dos décadas sin grandes sequías. El resultado, una alimentación muy barata, que conllevó, como inesperada consecuencia sociológica, el desprecio al campo que ahora sufrimos.

La subida de precios a partir de 2021 vino motivada por el encarecimiento de la producción propia –mermada y perseguida-, por la subida de costes y desajustes derivados de la desglobalización y de los conflictos bélicos y por una mala climatología, con la maldición de la sequía castigándonos de nuevo. Los alimentos subieron, y mucho, pero la percepción de ascenso fue aún mayor porque acostumbrados estábamos a precios de derribo. Como ya dijimos, pensamos que son muy caros hoy, pero lo son en comparación con las baratísimas décadas anteriores, que no con las medias históricas.

«Tendremos que considerar políticas de oferta, de producción agraria, en la estrategia alimentaria que deberemos adoptar»

A partir de los sesenta del siglo pasado, la distribución tradicional, en base a tiendas familiares de ultramarinos y comestibles comenzó a evolucionar hacia las fórmulas que hoy conocemos. En los setenta ya se abrieron los primeros hipermercados, que se multiplicaron en las dos décadas siguientes. Las grandes cadenas de supermercados, nacionales primero, y las internacionales, también, algo después, comenzaron a expandirse a partir de los ochenta. Fusiones, adquisiciones y una feroz y darwiniana competencia hizo que los distribuidores se concentraran. Hoy, apenas una decena de empresas, entre hipermercados y cadenas de supermercados, dominan un elevado porcentaje de los alimentos que las familias se llevan a casa. Los tenderos supieron leer las demandas de la sociedad y ofertaron establecimientos con cómodos aparcamientos, con variedad, con marcas blancas, con secciones de alimentación ecológica, con consejos de salud, con una presentación e iluminación impecable, obsesionados en ofertar aquello tan socorrido de bueno, bonito y barato. Sobre todo, barato. Al concentrarse, tanto distribuidores como, en menor medida, transformadores, obtuvieron un poder de compra enorme, que aplastaba a los desconcentrados productores agrarios, al punto de deprimir los precios a niveles de ruina. 

Para tratar de paliar el acusado desequilibrio entre las partes, se aprobó la ley 12/2013 sobre medidas para mejorar el funcionamiento de la cadena alimentaria, modificada puntualmente por la ley 16/2021. En estas leyes, bienintencionadas, se intentaba evitar, por ejemplo, prácticas comerciales desleales o las ventas a pérdidas, al tiempo que otorgaba ciertas garantías a los productores, lo que, en principio, nos pareció muy bien, aunque de difícil control de cumplimiento. Más conflictivo fue el concepto del valor de la cadena, por el que cada interviniente en el proceso -desde el campo hasta el anaquel del supermercado- se comprometía a pagar al nivel inferior un precio al menos igual al de sus costes, para evitar así que entrara en pérdidas. O sea, una reedición del clásico concepto de precio justo, que tanta energía intelectual ha consumido desde el medioevo. En efecto, la Iglesia postulaba el precio justo para cada mercancía, que era el de sus costes más la razonable retribución al productor. Fue la importante –y desconocida todavía para muchos– Escuela de Salamanca la que, en el siglo XVI, desafiara a la tradicional postura eclesiástica del precio justo con la idea rompedora del precio de mercado.

¿Cómo poner precio a algo que nadie demanda, por mucho coste que haya supuesto para el productor? ¿Por qué premiar la ineficiencia de uno, abonando sus costes elevados, si otro me lo puede ofrecer más barato? La postura de los intelectuales de Salamanca, siglo XVI, admirados por el propio Schumpeter, tuvo una honda repercusión en toda Europa, que, progresivamente, adoptó el concepto del precio de mercado como más justo que el de la simple proyección de costes. Así, y como muestra del cambio de postura, el cardenal Juan de Lugo escribiría en 1642 en Lyon, en sus Disputationes de justitia et iure, que el precio justo dependía de tantos factores que «solo Dios los podría conocer». Punto y final al debate sobre el precio justo, que ahora vuelve a ponerse sobre la mesa con el concepto vaporoso de «destrucción de valor de la cadena» o con el suicida de «intervención de precios». La verdad es que no creo en ninguno de los dos.

Los precios agrarios suben porque la oferta disminuye o se encarece. Disminuye por el abandono de tierras, trabas a la producción y por la sequía y se encarece por efectos de la desglobalización y los conflictos. Si la oferta disminuye y la demanda se mantiene, los precios suben. Tendremos pues, que considerar políticas de oferta, esto es de producción agraria, en la estrategia alimentaria que necesariamente deberemos adoptar antes de que sea demasiado tarde.

Aprendamos del campo energético. Dicen que las crisis siempre encierran una oportunidad, dado su alto poder transformador. De eso hablamos en la sesión que impartimos en la sede de Foment del Treball en Barcelona para la Escuela Europea de Liderazgo y donde pude escuchar la intervención de Antonio Llardén, presidente de Enagás. Tras las amenazas y cierres rusos del gas, Europa comprendió que tenía que establecer una estrategia para garantizarse la energía que precisaba. Y bien que se apresuró en conseguirla, en base a tres ejes fundamentales, el de garantía de suministro; el del respeto medioambiental y la descarbonización y, por último, el del conseguir un precio razonable tanto para la población y como para la industria.

«Hasta ahora, hemos cebado los precios, al castigar la producción»

Sin entrar en detalle, debemos aprender del cesto de la energía para trenzar la necesaria estrategia alimentaria, que debería conjuntar los siguientes criterios inexcusables. Por una parte, la sostenibilidad y el respeto al medio ambiente y, por otra, la de la garantía de suministro de alimentos abundantes, variados, sanos y a un precio razonable a la población. Si se introducen los factores de producción, garantía de suministro y precio para el consumidor, las políticas agrarias sufrirán un severo cambio de orientación frente a las actuales, que los obvian en absoluto. Hasta ahora, hemos cebado los precios, al castigar la producción, y, nosotros, sin enterarnos.

De todo ello hablamos esta semana pasada en el importante I Foro sobre cooperativismo y reto demográfico organizado con gran éxito en Cuenca por las Cooperativas Agroalimentarias de Castilla-La Mancha. Sirva estas líneas para reivindicar el valiosísimo papel que juegan las cooperativas en el mundo rural, lo que las convierte en agentes imprescindibles para la nueva estrategia alimentaria que precisamos.

Los agricultores, ganaderos y pescadores deben ser valorados y respetados. Se esfuerzan en producir de manera sostenible los alimentos que precisamos y por lo que deben obtener, además, una razonable rentabilidad, porque, si no ganan, no producirán. ¿Cómo conseguimos, entonces, que consumidores y productores puedan vivir en justo equilibrio? Pues ahí radica el talento del gestor público y del legislador. Conseguir, se puede conseguir. Debemos asegurar a nuestra población una alimentación variada, abundante, sana y a precio razonable. Para ello, ni la distribución ni los productores son parte del problema, son parte indisociable de la solución. Pongámonos manos a la obra antes de que el tren de la historia, que bufa a toda máquina, nos pille dentro del túnel oscuro en el que nos encontramos. Evitemos la venganza del campo.

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