La hora dorada
«Aquellas tardes de verano. Con la falsa promesa de inmortalidad. En la hora dorada. Esta hora dorada en la que ahora vivo. La que precede a la noche»
El verano siempre trae consigo una suave promesa de inmortalidad. El olor del césped cortado y los ojos enrojecidos por el cloro. El tiempo lento, las siestas largas, botellas de gazpacho enfriándose en la nevera. Cuando estoy perdido busco el destino en mi memoria. Como si los viajes comenzaran sólo en el regreso.
Tengo 44 años y la enfermedad ya es parte del noticiero íntimo en mi familia y en mi grupo de amigos. En la niñez, la muerte era una posibilidad remota. Una lotería siniestra. Ahora rara es la semana en la que un amigo, la mujer de un amigo, el padre de un amigo, un primo o papá o mamá no llaman para decir: «Nada, los médicos son optimistas, ya verás».
No quiero que el balón deje de rodar. Me aterra la oscuridad futura. Todos los temas son ese tema. Todos los miedos son ese miedo. Toda la poesía y todos los besos son palabras y carne arrancada a la noche. Madurar es atravesar una calle en la que personas sin rostro apedrean las farolas hasta dejarnos sin luz. Camino lento, avanzo con la mirada alta, pero cada estallido me hace temblar. Piso los cristales. Y sigo. Seguir no es una decisión, seguir es nuestro único cometido.
Bebemos vino y recordamos a los que se han ido. La ausencia es presencia como el mar sólo es mar cuando cae derrotado en la orilla. Que estén los que no están es una conquista del corazón. Que nos dividamos sus recuerdos como una herencia. Que cada uno conserve un parpadeo y que todos juntos sumen su mirada.
Los tanatorios no cierran en verano. En las barras de los bares de los tanatorios siempre hay Larios y en las neveras Coca Cola. He bebido algunas veces allí, con los ojos endurecidos y un terremoto levísimo en las manos. Los adioses nos construyen, las bienvenidas nos desmoronan.
«No quiero ver envejecer. No quiero que se pongan verdes las piscinas ni quiero vaciar el piso en el que transcurrió mi infancia»
Escribo esto para espantar mi miedo. Pienso en qué hago y en por qué lo hago. Pienso en aquellos veranos en Parque Figueroa que no terminaron nunca. No quiero envejecer. No quiero ver envejecer. No quiero ceniza. No quiero que se pongan verdes las piscinas ni quiero vaciar el piso en el que transcurrió mi infancia. No quiero que los días caigan así, con esa suficiencia, con ese desdén, no soporto la vanidad de los calendarios. No quiero que me vuelvan a llamar de madrugada.
Quiero quedarme siempre en esta hora dorada, cuando el sol se retira y el verano se despereza sobre la tarde como una amante que despierta desnuda tras una larga siesta. El sabor de las cerezas en los labios. El silencio súbito de las chicharras. Yo no quiero irme de ahí, de ese instante al que me abrazo como las ramas se abrazan a la aurora.
Escribí a Salva. Pensé en Álvaro. Hablé con Pablo de Eduardo. Recordé la corona de flores de Manolo, la cinta decía: «Hay una luz que nunca se apagará». El accidente de Sergio. Los últimos mensajes que recibí de Pedro. Cuando me contaron lo del Mode. Los churros que a Fidel le hacía su bisabuela. La mano de mi abuela paseando por el mercado de La Corredera. Mi abuelo jugando al dominó. Las farolas rotas. La luz escasa. El asfalto escupiendo mi sombra.
Y seguir. La vida es un juego con una sola regla: seguir. Una gimnasia sencilla. Una moneda con una sola cara. Como cuando, de niños, jugábamos al fútbol sin porterías. Sólo por el vértigo de perseguir aquel balón, de pelear por él, de sentirlo en los pies al menos, por un instante. Aquellas tardes de verano. Con la falsa promesa de inmortalidad. En la hora dorada. Esta hora dorada en la que ahora vivo. La que precede a la noche. Cuando los camareros sacan las mesas de plástico a la terraza y los niños vuelven cansados a casa.