El monopolio del odio
«Para combatir a los violentos en las redes sociales no tenemos que renunciar a la libertad de expresión. No buscan acabar con el odio, sino gestionarlo en exclusiva»
El odio es una emoción presente en la trayectoria vital de cualquier ser humano que, en Occidente, hemos preferido demonizar en lugar de aprender a gestionar, seguramente por el influjo cultural que ejerce el cristianismo sobre nuestras sociedades y por esa tendencia contemporánea a rechazar cualquier sentimiento o expresión susceptible de producir frustración. Odiar es un verbo cargado de connotaciones negativas que provoca indignación, cuando no repulsa.
Por eso el odio se ha convertido en un recurso estratégico de primer orden a cuyo monopolio aspiran quienes ambicionan el poder político, pues es la herramienta idónea para construir narrativas que no solo polarizan a la sociedad, sino que también desacreditan al crítico o al disidente: quien controla el relato de lo que es odioso y, por lo tanto, malo, también goza de la facultad de decidir qué es lo deseable y, por lo tanto, bueno.
Por supuesto que la táctica no es nueva; a lo largo de la historia, el uso del odio ha sido recurrente en los momentos de mayor tensión social, sirviendo como catalizador para movilizar masas y consolidar poderes mediante la manipulación y la polarización. El objetivo es dividir a la sociedad en torno a la falsa dicotomía del amigo-enemigo, que a la postre no es más que una reedición contemporánea de la clásica dualidad entre el bien y el mal. Porque la simplificación de los problemas complejos en términos binarios facilita la movilización de las emociones, particularmente del miedo y el resentimiento, que son los catalizadores sociales del desencanto y del hartazgo.
Se trata de una estrategia transversal que vienen ejecutando con mayor o menor intensidad ambos lados del espectro político, especialmente mediante el control directo o indirecto de unos medios de comunicación que, bajo el paraguas de la libertad de información, no sólo intentan transformar el relato en dato, sino que se afanan en destruir civilmente la reputación del disidente o en fabricar credenciales al colaboracionista.
El surgimiento de medios de comunicación de masas alternativos, como internet y las redes sociales, han puesto en jaque el tradicional monopolio político y mediático del relato y debilitado el control emocional que las élites han ejercido tradicionalmente sobre la sociedad. Las plataformas digitales han creado nuevas formas de comunicación con un enorme potencial en materia de divulgación, difusión y libertad de expresión que el establishment ha decidido enfrentar como una amenaza en lugar de abrazar como una oportunidad.
«El control de la opinión se convierte en la antesala del control social y de la aprobación de leyes ideológicas»
Porque la gestión del odio digital ni busca necesariamente la verdad, ni se agota en la persecución de la incitación expresa a la violencia: lo que persigue es el control de un relato en el que los disidentes —aquellos que no se alinean con la ideología dominante— sean percibidos como peligrosos, corruptos o inmorales. Esta demonización no solo legitima la represión de las voces contrarias, sino que también refuerza la cohesión interna del grupo dominante, consolidando su poder y deslegitimando cualquier forma de crítica.
El control de la opinión se convierte así en la antesala del control social y de la aprobación de leyes ideológicas para cercenar la libertad de expresión, bien mediante la censura, bien mediante la imposición de costes difíciles de asumir para el común de los ciudadanos.
Si toda esta teoría la trasladamos a España, con un Gobierno de coalición extremado a la izquierda, con querencia a señalar a los críticos y acorralado por los diversos casos de corrupción que acechan al PSOE y al entorno de Pedro Sánchez, es fácil anticipar los efectos que tendrá la prohibición del anonimato y la exigencia de identificación para acceder a las redes sociales: que millones de españoles no se atreverán a plasmar sus opiniones políticas por miedo a las consecuencias que ello pudiera acarrearles personal o profesionalmente en una sociedad tan polarizada como la nuestra. Los ciudadanos pasarán de actores a meros espectadores del debate político, tal y como lo fueron antaño, cuando se limitaban a consumir prensa o televisión.
La hegemonía ideológica del socialismo en las redes sociales será absoluta, no lo duden, porque el Partido Popular hace mucho que renunció a la batalla ideológica y únicamente aspira a heredar la gestión de la ruina institucional que deje el sanchismo tras su paso. Lo colectivo, lo ecológico, lo paritario y lo diverso serán los tótems con los que los adalides del bien derrotarán al mal, representado en la propiedad privada, la prosperidad, la igualdad ante la ley y la libertad individual.
Por no hablar de la hipocresía que supone que los mismos que exigen restringir el acceso a las redes sociales para que dejen de ser un estercolero donde se siembra el odio, sean los que las han plagado de cuentas anónimas, cuando no falsas, gestionadas por personajes a sueldo de los partidos políticos o del propio Gobierno cuyo objetivo es amplificar las consignas y fomentar el ambiente de confrontación y exclusión, a menudo mediante el recurso al insulto. Y todo a cargo del presupuesto, claro. Los que más rédito han obtenido del anonimato son quienes abogan hoy por proscribirlo. Menuda banda de hipócritas.
No me entiendan mal. Que advierta de la finalidad que persiguen quienes abogan por condicionar el acceso a las redes sociales no significa que sea contraria a que se persigan aquellas publicaciones o declaraciones que supongan una incitación expresa a la violencia susceptible de ser materializada. Pero ello implica interpretar el concepto de odio de forma restrictiva, algo que choca frontalmente con la tendencia actual de expandir el ámbito de aplicación del delito para conseguir así un efecto disuasorio sobre el discurso público, silenciando la crítica legítima y condicionando el debate político.
Quienes somos activos en redes sociales sufrimos a diario insultos, desprecios y hasta intentos de descrédito por parte de otros usuarios, normalmente anónimos. Pero nuestro ordenamiento jurídico ya dispone de herramientas para castigar, penal y civilmente, a quienes, traspasando los límites de la libertad de expresión, vulneren otros derechos fundamentales, tales como el honor, la intimidad, la propia imagen o la dignidad, incluso cuando lo hacen desde el anonimato. Y si no me creen, verán que ni la fiscalía ni los tribunales van a encontrar demasiadas trabas para identificar y localizar a quienes llamaron a la violencia contra los menores inmigrantes alojados en un hotel de Mocejón o vilipendiaron y amenazaron a los familiares del niño asesinado.
Así que, si me permiten un consejo, no se dejen engañar por falsas disyuntivas: para combatir a los violentos que pululan en las redes no tenemos que ceder derechos ni renunciar a la libertad de expresión que, en palabras del Tribunal Constitucional (STC 144/1999), «garantiza a la persona un derecho al secreto, a ser desconocido, a que los demás no sepan qué somos o lo que hacemos, vedando que terceros, sean particulares o poderes públicos, decidan cuáles sean los lindes de nuestra vida privada, pudiendo cada persona reservarse un espacio resguardado de la curiosidad ajena, sea cual sea el contenido de ese espacio». Porque lo que buscan no es acabar con el odio, sino gestionarlo en régimen de monopolio.