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«Me he asomado a las páginas de los ministerios o de la Aemet y lo que me he encontrado es desolador, propio de un Estado de Derecho de cero a tres años»
Cada vez que estos días algún diario ha tratado de apuntalar una teoría de la culpabilidad con un parte meteorológico o una alerta civil, me he asomado a la fuente: a las páginas de los ministerios, de la Confederación Hidrográfica del Júcar, de la Aemet… Y lo que me he encontrado (trataré de ir con cuidado con las metáforas, que es lo que hay que hacer cuando el libro de estilo lo han dejado escrito 215 muertos) es desolador, propio de un Estado de Derecho de cero a tres años.
Hablo de webs que parecen un blog de los años 50 si en los años 50 hubiera habido blogs, de gráficos no mucho más sofisticados que las isobaras de Mariano Medina, con la salvedad de que éstas eran inteligibles y honestamente inútiles; hablo de fotografías sin pie ni firma, meramente ornamentales, en algún caso dispuestas con la inequívoca pretensión de engendrar un mosaico que mi profesora de Pretecnología en EGB habría puntuado con un suficiente bajo, umbral desalentador donde los hubiera, aún más humillante que el insuficiente a secas por cuanto el subtexto, implacable, no era otro que ‘chaval, no das para más’.
Llevo tiempo familiarizado con la ineptitud de la Administración, también en lo que atañe a la comunicación con el ciudadano. He navegado (a veces, lo admito, viciosamente) por muchos de esos portales de transparencia que hacen honor a su nombre, siquiera porque permiten constatar, sin filtro ninguno, cómo la incuria es lo primero que salta a la vista.
Con todo, esa espuma no es la mayor de las afrentas.
Cualquier español que se haya topado con el sintagma «solicitud de cita previa», y se haya sometido a sus derivaciones presenciales, ya sea en el SEPE, la DGT o La Meva Salut, no ha podido por menos que ‘resignificar’ sus tratos con los so-called servidores públicos, que pasan a ser, en lógica proporcionalidad, adustos contrincantes, el tipo de antagonista con el que se entabla una relación parecida a la que predisponen esos camareros de terracota que eluden, con impávida destreza, la mirada y aun el manoteo del sediento.
El portátil desde el que escribo tiene vistas a la realidad y sé por experiencia («¡sé, oh, con Voltaire!», dirían los politolais conforme al patético ceremonial de pedantería que también a mí me llegó a contagiar); sé, decía, que lo perfecto es enemigo de lo bueno. Y no aspiro a que el paratexto digital de nuestros gobiernos, ayuntamientos o diputaciones… cumpla los estándares de limpieza de Our World in Data. Como tampoco abjuro del parlamentarismo porque no todos los diputados se llamen Cayetana.
A lo que no me acostumbro es al deep state en su acepción chabacana, a la Red convertida en maraña, a los bajos fondos de la Aemet o del Departamento de Seguridad Nacional (de la infame sintaxis del material que cuelgan, iba a decir «publican», pero no, la palabra es cuelgan, habrá tiempo de ocuparse); a que el diseño (que nunca como en estos días ha evidenciado su condición de valor moral) esté en manos de funcionarios que aprendieron a programar en los tiempos del Messenger.
No me confundan con el almirante Alatriste ni con su grumete de secano, el «hijoputa, hijoputa, hijoputa». Esos Larritas de salón.
Lo que, sobre todo, me parece disfuncional, dejémoslo en disfuncional, es que el estiércol 2.0 conviva, de modo más o menos natural, más o menos cínico, con los planes quinquenales de digitalización, con esa retórica ampulosa del tipo: «¡A este gobierno no lo va a conocer ni la madre que lo parió!».
Más, si cabe, cuando la webísima ortopedia a la que corresponde decir, en letra limpia y sin contemplaciones, que estamos jodidos, es un galimatías perpetrado por una cuota de indolentes sobre los que mandan otra casta de iguales: los indolentes en jefe.