THE OBJECTIVE
Miguel Ángel Quintana Paz

Sobre la imbecilidad

«Si queremos vencer al progresismo desatado de nuestros días, hay al menos un requisito que no podemos pasar por alto: hay que dejar de ser imbéciles»

Opinión
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Sobre la imbecilidad

Unsplash.

Estará usted de acuerdo conmigo, amigo lector, en que vivimos bajo una pandemia de imbecilidad. Y parece imposible escapar de ella. 

Enciende uno la televisión y escucha imbecilidades; pone la radio y oye idioteces. Hasta el punto de que cabe preguntarse si lo estúpido no reside, a estas alturas, en conectarse a esos medios. ¿Cabrá escapar de ello enganchándose a las redes sociales? Vano anhelo: escriba uno lo que escriba, se le llenan los comentarios de tontitos que exhiben sus tonterías como una prostituta barata exhibiría sus quincallas. Dice el libro del Eclesiástico que «unos callan y parecen sabios, otros de tanto hablar se hacen odiosos»; está claro que la Biblia no es la obra más frecuentada por ese autor que creías interesante (¡posaba tan bien en las solapas de sus volúmenes!), pero cuyas sandeces te estomagaron al poco de seguirlo en Facebook.

¿Queda algún refugio a la estupidez reinante? Algunos, siguiendo el viejo consejo de Tomás de Kempis, hallarán abrigo in angulo cum libro: en algún rincón con algún libro. A otros les quedan los amigos y, con algo de suerte, como Epicuro, algún escueto jardín que compartir con ellos. Aquel tiene a su mujer que le consuela; ese otro prefiere aficionarse a las maquetas de guerra. Por doquier se buscan cobijos, guaridas o escapes. La estupidez reina; hemos de ser más astutos que ella.

Acaso nos sirva de consuelo comprobar que no somos la primera generación aquejada de males semejantes. Ya en su día todo un Erasmo de Rotterdam se espantó de la necedad que le rodeaba. De ahí que publicara una sátira al respecto: su Elogio de la estupidez, que a menudo se traduce, más pudorosos, como Elogio de la locura. Su mensaje de fondo no le será novedoso al lector: en épocas de idiotez generalizada los tontos gozan, a menudo, de mayor felicidad que los listos. Las invectivas de Erasmo se dirigían a menudo contra el alto clero de su época; fue una deliciosa ironía del destino que, a sus admiradores más fieles, se uniera pronto el papa León X, lector feliz.

Si la imbecilidad nos acompaña desde antaño, me temo que las perspectivas de futuro tampoco son halagüeñas. Hasta hace poco se hablaba del «efecto Flynn»: a medida que iban pasando las décadas del siglo XX, se percibía que los resultados en los test de inteligencia eran cada vez mejores. ¡Bien, parecía que podríamos derrotar la idiotez! Pero hasta eso nos han quitado: los estudios más recientes hablan ya de un neto descenso (y nada suave) en nuestras habilidades intelectivas. Dicho de otro modo: la ciencia corrobora que cada vez vamos siendo más idiotas. Si las cosas no cambian, se calcula que en unos 50 años el nivel intelectual medio habrá descendido 1,5 puntos. Se habla mucho del cambio climático, pero demasiado poco de esta mutación sapiencial.

Ante este panorama, ya nos explicó Erasmo que cabían dos reacciones. Una, la del necio, consiste en no preocuparse demasiado: «El necio, como es ignorante, a todos los que encuentra en su camino los cree también necios», advertía ya en la Biblia el Qohélet. Pero intuyo que a pocos lectores satisfará tal respuesta. Nos queda, pues, la otra vía: la de investigar mejor la imbecilidad humana, como investigamos el cáncer, la obesidad o el PSOE: para librarnos de ellos.

En esas investigaciones hay un jalón que todos reconocen imprescindible. Lo escribió hará unos 50 años un historiador de la economía, Carlo Maria Cipolla. Y lo tituló Allegro, ma non troppo, pues así se tomó nuestro asunto: medio en serio, medio en broma —tal y como hiciera en su día Erasmo, por cierto. ¿No hay ahí cierto patrón? ¿No constituirán quizá las bromas y las veras el único modo para tratar la estupidez sin que nos venza?—.

Cipolla desmentía las habituales teorías de la conspiración con otra nueva: no nos engañemos, ni la CIA, ni el Mossad, ni la Internacional Comunista (de entonces) ni el Foro de Davos (de ahora) dominan el mundo. El mundo lo domina la idiotez. Esta se halla repartida por doquier, además, con una regularidad pasmosa: tomes el grupo humano que escojas, siempre hallarás en él más imbéciles de los que te esperabas. A esto lo llamó la ley primera de la estupidez humana. Otra ley que descubrió (le dio el número 4) es que solemos subestimar el poder destructivo de los tontos: al juntarnos con ellos, siempre ocasionarán mucho más daño del que preveíamos. ¡No aprendemos! Y quizá por eso (ya lo decía Qohélet) todos seamos un poco necios al fin.

Ahora bien, lo más interesante de Cipolla es que nos otorgó una excelente definición del estúpido. No basta con ser ignorante (todos lo somos en muchas cosas); no basta con ser corto de miras (todos tenemos alguna miopía mental aquí o allá). Cipolla, como buen científico, buscó una definición más precisa. Y la formuló así: el idiota verdadero, el idiota de veras peligroso, es aquel que causa daños a los demás ¡pero al mismo tiempo se perjudica a sí mismo! Todos hemos conocido el caso: ese amigo, ese jefe, ese político que hace una imbecilidad que fastidia a todos, pero que también le daña a él mismo. Todos hemos conocido la sensación que entonces nos embarga: la más negra desesperación. ¿Por qué, Señor, por qué?

Se ve claro entonces que el estúpido es lo opuesto a la persona inteligente (que se beneficia a sí misma y al resto), pero también se distingue de las personas malvadas (que dañan a los otros pero, al menos, obtienen algún provecho para sí mismas). Conviene también distinguir, según Cipolla, al imbécil del incauto (este último es el que, perjudicándose a sí, permite que se aprovechen los demás). En suma, los estúpidos son gentes que solo aportan perjuicios al mundo. Son, en términos morales, un completo pasivo. Normal que nos aboquen a la angustia. Y a la sátira.

Las tesis de Cipolla sentaron cátedra en los Stupidity Studies. Con todo, creo que hay un tipo de idiota que no acertaron a detectar. Un tipo de idiota, por desgracia, cada vez más frecuente en nuestros días, sobre todo en asuntos políticos. Y para entenderlo, en vez de un economista, nos hará falta recurrir a un filósofo. Uno del cual además se cumple ahora su centenario: estamos pensando en Gilles Deleuze. Y en sus jugosas contribuciones a la comprensión de lo imbécil.

Para empezar, como nos invita este francés, distingamos tal imbecilidad de los meros errores.  De hecho, todos sabemos que una persona puede tener pensamientos imbéciles y expresar habladurías imbéciles que, sin embargo, se basen solo en verdades, en hechos, en datos, en su Excel. ¿En qué consiste, pues, pensar de manera imbécil?

Deleuze nos proporciona varios ejemplos, que van más allá de lo expuesto por Cipolla. Así, como nos advirtió ya Nietzsche, uno se abisma en lo estúpido cuando tiene «una manera baja de pensar» y por tanto las verdades que enuncia son pesadas, bajas, «de plomo». El imbécil es el que «requiere evidencias a las que llegaría por sí mismo» y, al mismo tiempo, «pondría en duda todas las verdades del universo». Otra muestra de imbecilidad, según Deleuze, es la del estudiante (o el de cualquier escritor) que inunda sus textos de «observaciones sin interés ni importancia, trivialidades consideradas como notables, confusiones entre puntos ordinarios y puntos singulares, problemas mal planteados o desviados de su sentido».

¿Qué tienen en común todos estos ejemplos de imbecilidad? Deleuze nos diría (con su lenguaje un tanto peculiar) que el imbécil es aquel individuo incapaz de pensar la diferencia; en aras de entendernos, digamos aquí que el imbécil es quien resulta incapaz de crear nada con su pensamiento. Imbécil es quien de continuo se remite a modelos ya sabidos (y es muy probable que ya caducos) bajo los que trata de entender todo lo nuevo, por diferente que esto sea. Y por novedosos que sean nuestros tiempos en general.

El imbécil, así, quizá se apoye en datos ciertos, en sucesos históricos de veras ocurridos, en ideas que alguna vez fueron pertinentes. Cabe la posibilidad, incluso, de que nuestro imbécil atesore un montón de conocimientos en su cabeza, conocimientos que le permitirían vencer en Saber y ganar (si es más animado) o llegar a catedrático universitario (si es más modosito). Con todo, nuestro imbécil utiliza esos saberes del mismo modo de siempre (aunque esté ante una situación nueva); es un poco como ese palurdo al que le das un taladrador eléctrico y se pone a golpear con él los clavos, porque asume que es un martillo de toda la vida. Los clavos así no se clavan y el taladrador se estropea; pero nuestro imbécil se enfada muchísimo si le cuentas que es que los tiempos han cambiado. Y que ya es hora de aprender los beneficios de la electricidad.

Gracias a esta definición de Deleuze, creo que podremos entender mucho mejor la epidemia de estupidez que nos circunda hoy en día. Nadie negará que vivimos tiempos convulsos, de cambios bruscos y giros inesperados. Entre tanta agitación, ¿cuántas veces no nos encontramos con personas que acaso sepan mucho de Derecho, de Politología, de Economía, de Historia, pero en realidad resultan incapaces de pensar la diferencia de nuestro mundo? ¿Incapaces de pensar con esquemas nuevos? Esas personas son nuestros imbéciles, en sentido de Deleuze.

Hablamos de gente que, por ejemplo, sostiene que aún estamos en tiempos de la Guerra Fría, gente que razona según categorías de la Guerra Fría y gente que a veces se diría, incluso, que desean abocarnos a una nueva Guerra Fría, ¡con tal de que así se corroborase que ellos llevan razón! Y sin duda la tendrán en muchos puntos (recordemos que un discurso imbécil puede estar repleto de verdades). Pero no la tienen en aquello que, para Deleuze, les libraría de la imbecilidad: su parálisis a la hora de pensar la diferencia, lo nuevo, lo peculiar de nuestro tiempo. Esas cosas que redibujan de continuo la faz de nuestro mundo; esas cosas que hacen que la historia no se limite a una mera repetición; esas cosas que, como decía Marx, hacen que, cuando quieres repetir la historia, te conviertas en un farsante (lo cual no deja de ser otro nombre para la idiotez).

Más ejemplos de imbecilidad à la Deleuze podrían residir en quienes aún contemplan el mundo desde la dicotomía democracia/dictadura (y prescinden, por tanto, de los elementos tiránicos que pueden infiltrarse, y de hecho ya se han infiltrado con profusión, en nuestras democracias). También son bastante imbéciles (deleuzianos) quienes ¡aún a estas alturas! identifican a la izquierda con el marxismo a secas —y prescinden, pues, de todos los elementos posmodernos o wokistas que esta ha incorporado—. Imbéciles aún más recalcitrantes (siempre deleuzianamente) son esos otros que todo lo tienen que comparar con Hitler y con Chamberlain; no digamos ya si su esquema de pensamiento es el de franquismo frente antifranquismo.

En suma, dado que usted, amigo lector, no es imbécil (pues no habría soportado los dicterios del presente artículo hasta este punto), de seguro se le ocurrirán ejemplos ulteriores de imbecilidad política a nuestro derredor; combátala, osado, y para ello empiece por nombrarla. Al imbécil le pone muy nervioso que usted le explique cómo funcionan los taladros eléctricos en realidad.

Permítame, eso sí, una conclusión final. Si queremos vencer al progresismo desatado de nuestros días, hay al menos un requisito que no podemos pasar por alto: hay que dejar de ser imbéciles. Las izquierdas no han tenido problema en repensar el mundo de maneras diversas: del socialismo utópico pasaron al marxismo, de ahí a los posmodernismos, luego han recogido elementos populistas o wokistas sin ambages. Los demás, por tanto, no podemos quedarnos pasmados, estupidizados, agarrados a esquemas antañones solo porque identifiquemos, un tanto idiotas, tal inmovilismo con lo «tradicional» o lo «conservador». En pocas palabras, la derecha hoy no puede sino ser una nueva derecha. Y aunque esta expresión atraiga el desprecio de muchos santones y santurrones atrapados en el pasado, al menos señala una vía de salida de la droga que estos a menudo cultivan, consumen y distribuyen: la más pura imbecilidad.

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