¿Por qué son tan estúpidas nuestras élites?
«¿Por qué tenemos la sensación de que nuestros políticos son cada vez más absurdos, de que los ricos defienden cada vez mayores idioteces, de que unos y otros se encuentran cada vez más alejados del mero sentido común?»
Si solicitáramos a una docena de analistas que nos destacasen los cinco o seis rasgos principales de nuestra época, seguro que pocos olvidarían este: la desconfianza creciente que aleja, como una enorme cuña, a nuestras élites del resto de la población. Ello incluye a las élites políticas, sin duda, pero también a las económicas o intelectuales (cuando no son las mismas).
Se trata además de una aprensión que circula en doble sentido, como nos corroboraron hace tres años Jennifer Bachner y Benjamin Ginsberg en un estudio bien revelador (What Washington Gets Wrong). Allí nos descubrían lo poco que se fiaban del resto de su país la gran mayoría de los burócratas y asesores en Washington. El dato es relevante porque esa ciudad no solo congrega a la flor y nata de la política, sino también de la economía estadounidense: los tres condados con mayor mediana de ingresos están a sus afueras. Más del 70 % de los entrevistados por Bachner y Ginsberg, por ejemplo, pensaban que el pueblo no tenía ni idea sobre cómo ayudar a los pobres, o sobre ciencia y tecnología, y que por tanto no había que prestarle demasiada atención a la hora de diseñar políticas. Solo un 6 % de los que elaboran las leyes y programas federales creía que, al menos en alguna área, los votantes sabían bastante; para todos los demás, eran unos ignorantes a los que más vale pastorear que escuchar.
Toda esa suspicacia de las élites hacia el pueblo se la devuelve este a aquellas con no menor difidencia. Estoy seguro de que el lector habrá escuchado a menudo, quizá incluso dentro de su cabeza, la pregunta que da título a este artículo. ¿Por qué tenemos la sensación de que nuestros políticos son cada vez más absurdos, de que los ricos defienden cada vez mayores idioteces, de que unos y otros se encuentran cada vez más alejados del mero sentido común? Creo que hay al menos tres factores que pueden ayudarnos a resolver este interrogante. Uno tiene que ver con el prestigio social; el otro; con la educación; y, el tercero, con un curioso fenómeno económico descubierto hace poco. Veámoslos uno a uno.
1. El prestigio de las ideas estúpidas
Entre las cosas más bonitas de pertenecer a una élite es poder dejarles claro a todos que eres parte de ella. Los seres humanos somos así: nos gusta disfrutar conduciendo nuestro Maserati, pero también saboreamos que otros vean que tenemos tanto poder o euros como para permitirnos ese auto.
Tradicionalmente existía tal abismo entre lo que la cúspide de la sociedad podía gozar y lo que nos quedaba al resto que era fácil desplegar signos de que te encumbrabas en la primera. Son los denominados “símbolos de estatus”. Hoy, aunque las diferencias de poder o de dinero permanecen (o incluso se han agrandado), sin embargo se ha vuelto mucho más complicado exhibir ante todos que estas te benefician. Cualquier vulgar miembro de la clase media puede alquilarse unos días el Maserati citado antes. Multitud de asalariados pueden viajar a algún paraje recóndito del planeta y mostrar en Instagram la piscina y el cóctel con que los lugareños les agasajen. En el campo de la moda las cosas resultan quizá aún más palmarias: no es ya que Zara imite más o menos bien (pero a mucho menor precio) lo último del prestigioso diseñador Michelangelo Q. Pace; es que Michelangelo Q. Pace ha empezado a imitar lo más exitoso de Zara.
¿Cómo han reaccionado las élites ante esta adversidad? Rob Henderson, de la Universidad de Cambridge, propuso hace unos días en este artículo una original idea. Dado que ya no les sirven los artículos lujosos, nuestras élites han empezado a adquirir “opiniones lujosas”. Es decir, opiniones que solo puedes permitirte si eres muy rico o muy poderoso, pero no si te ha tocado vivir una vida más convencional.
Pongamos un ejemplo tomado de Christophe Guilluy: imaginemos que eres un alto ejecutivo con un excelente sueldo que vive en los parisinos Campos Elíseos. Para ti, aumentar sin fin el número de inmigrantes que entra en Francia solo implica disponer de más mano de obra para traerte el pedido del supermercado aún más rápido la próxima vez. O incrementar la oferta de sirvientas (y, por tanto, quizá reducir su sueldo) que limpiarán tu dúplex de 500 metros cuadrados, o cuidarán a tu niño mientras juegas al squash. Pero ni en las canchas de ese deporte, ni en tu trabajo, ni con tus vecinos establecerás mucho más contacto con inmigrantes. Por eso tu opinión favorable a ellos tenderá a ser muy distinta de la de un miembro de lo que Guilluy llama “Francia periférica”. Es decir, la de aquellos que sí sufren las consecuencias de empezar a competir con mano de obra muy barata; o de que una cultura distinta empiece a ser mayoritaria en su barrio; o de que baje el nivel de vida de su ciudad dormitorio.
Las “opiniones lujosas” son, por consiguiente, un objeto exclusivo que deja claro que tú puedes permitírtelas solo por lo bien que te ha ido en la vida. Cuando las sostienes, no solo exhibes ante los demás tu virtud (lo que James Bartholomew llamó hace tiempo “virtue signalling”), sino que además les pones muy difícil a los demás alcanzar tu mismo estatus. ¿Quién puede permitirse despreciar el matrimonio y la familia, por ejemplo, como suelen hacer nuestras élites, con lo costoso que esas ideas les han resultado a las clases bajas (desde 1960 se ha multiplicado por diez el número de nacimientos fuera del matrimonio, y ser madre soltera es hoy de los factores que más incrementan tu riesgo de pobreza en EEUU)? Henderson nos recuerda que, sin embargo, esa idea les ha salido prácticamente gratis a los propios ricos que la promocionan (en ellos esas cifras siguen idénticas a 60 años atrás). El desprecio de la religión o del esfuerzo personal son otras de las “opiniones lujosas” que, según Henderson, resultan fáciles de sostener con un colchón bien adinerado debajo; pero que les salen mucho más caras a quienes deben enfrentarse a mil y un obstáculos para prosperar.
Por ello es previsible que en el futuro sigan triunfando las “ideas lujosas” que a nuestra élite le encantará seguir asumiendo; mientras que los demás, desde abajo, contemplaremos pasmados que alguien pueda decir cosas tan necias, ciego a toda consecuencia negativa posible. (En realidad no estamos ante ciegos, sino ante miopes: gente que no ve más allá de la puerta de servicio donde le dejaron su última pizza).
2. Una educación cada vez menos plural
Entre las cosas que suelen distinguir a las élites del pueblo llano está la educación. Cuanto más cara, más distinción. Ahora bien, ¿cómo se están formando nuestras élites? Todos los datos coinciden: en la educación universitaria cada vez es más abrumadora la mayoría de profesores izquierdistas por encima de los centristas o los de derecha. En 2016-2017 (los últimos datos publicados) se mantuvo en EEUU la marca de 5 profesores izquierdistas por cada uno de derechas. En disciplinas sociales o humanísticas (aquellas que más tienen que ver con la ideología) esa proporción resulta incluso mayor. Los psicólogos sociales, por ejemplo, presentan una ratio de 11 a 1.
En tiempos en que a muchos preocuparía la ausencia en la universidad de mujeres, o de ciertas etnias o lenguas u orientaciones sexuales, pues ello revelaría una criticable “falta de diversidad”, resulta llamativo que esta otra mengua de la pluralidad cunda sin excesivas quejas. Especialmente porque se trata de la diversidad de ideas, que acaso debiera estar entre las que más se valorara en ambientes intelectuales. Si de nuestras facultades cada vez están más ausentes los que cuestionan a la inmensa mayoría de los docentes; si hay menos debates entre perspectivas contrapuestas; si no se enseña a dirimir entre puntos de vista diferentes; entonces el resultado solo puede ser una educación peor, más sesgada, más sorda a muchas de las cosas que nos están pasando. En dos palabras: más estúpida.
Es cierto que la Universidad, sobre todo en España, no es coto reservado a las élites; pero si miramos la cosa desde una perspectiva mundial, sí detectaremos que muchos de los argumentos desquiciados que nos llegan proceden de los más exclusivos y monocromos claustros norteamericanos, auténticos manantiales hoy de tanta idiotez.
3. Ingresos mayores pueden hacerte más incompetente
Si nuestras élites son un tanto tontas, ¿no será porque no ganan dinero suficiente? Afirma un dicho anglosajón que, si solo pagas cacahuetes, tan solo trabajarán para ti los monos. La calidad no es barata. ¿No será que tenemos élites mal pagadas, que deberíamos atraer hacia ellas más talento aumentando (aún más) los ingresos que se les ofrecen? Por sorprendente que parezca, a veces se ha argumentado así, por ejemplo, sobre la clase política en España.
Cabe ser escéptico aquí, no obstante. No es cierto que cuanto más pagues vayas a obtener personas que rindan mejor. De hecho, existen pruebas de que una remuneración demasiado alta conduce a un peor rendimiento de nuestros dirigentes.
En 2009 un grupo de estudiosos de la economía conductual culminó un experimento que puede iluminarnos. Asignaron a dos grupos tan distintos como uno de estudiantes estadounidenses y otro de campesinos hindúes unas cuantas tareas intelectuales. Luego, fueron comprobando si su capacidad para resolverlas aumentaba a medida que incrementaban la recompensa que les ofrecían. El resultado fue muy matizado: lo cierto es que aumentar el premio solo acarreaba mejores resultados al principio, hasta cierto umbral; a partir de él, en cuanto empezaba a pesar mucho la paga, los resultados eran peores. Más estúpidos. La presión que nos abruma cuando está en juego mucho dinero no solo nos hace pasarlo mal; también nos entontece. Otros estudios ya habían apuntado en esa dirección, y se ha corroborado en médicos, baloncestistas profesionales o altos directivos.
Así pues, quizá les hagamos un favor a nuestras élites si empezamos a replantearnos una bajada de sus ingresos: ¿quién no daría por bueno perder unos cuantos miles de euros a cambio de dejar de ser un memo? Y si combinásemos esto con una universidad más plural (como vimos en el punto 2) o con no creernos ninguna de sus “opiniones lujosas” (punto 1), quizá poco a poco, entre todos, vayamos venciendo esa sinuosa enemiga que nos asedia: la insidiosa estupidez.