THE OBJECTIVE
Manuel Arias Maldonado

Pesadillas gozosas

«Con ‘Annette’, el inconfundible director francés Leos Carax nos ha entregado una vez más una película asimismo inconfundible»

Rancho Notorious
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Pesadillas gozosas

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En el número estival de la revista Sight & Sound, que por cierto acaba de experimentar una prometedora renovación con su cambio de director, se rompía una lanza por los «héroes escondidos del cine». O sea: por los colaboradores que han quedado a la sombra del director tras el éxito de la malentendida política de los auteurs defendida por los críticos de Cahiers du Cinema en los años 50 y 60. Si algo definía la producción del sistema de estudios de Hollywood, de hecho, era la calidad de los departamentos que hacían posible el funcionamiento de la maquinaria de producción, cuyo secreto residía en la coordinación del talento de profesionales tan diversos como diseñadores de producción y vestuario, músicos, operadores de cámara, guionistas y directores de casting. Súmese a ello, entonces como ahora, la contribución de creadores de efectos especiales, ilustradores o agentes; la lista es casi interminable, como puede comprobar cualquiera que permanezca en la sala durante los créditos finales de nuestros días, tan lejos del expeditivo laconismo de la época clásica. Y esto, que vale para cualquier film contemporáneo, vale especialmente para una de las películas de la temporada: Annette.

Se trata, desde luego, de «un film de Leos Carax». El inconfundible director francés nos ha entregado una vez más una película asimismo inconfundible; es suya y quizá solo podía ser suya. Al mismo tiempo, Carax nunca hace dos películas iguales y suele hacer películas que no se parecen a ninguna otra; son virtudes —podrían ser defectos– que lucen también en Annette. Dicho esto, el protagonismo de sus colaboradores es aquí tan notable que algunos de ellos merecen ser considerados co-autores de la película, si bien siempre habrá de atribuirse al director —al menos allí donde no haya un productor demasiado intervencionista— la obra que se presenta a los espectadores. ¡Faltaría más!

Pero Annette no habría existido sin Sparks, el veterano dúo musical formado por los hermanos Ron y Russell Mael que tras 50 años en la industria han transitado toda clase de caminos —del glam a los sintetizadores de Moroder— hasta desembocar en lo que podríamos denominar ópera rock a falta de mejor nombre. Tras realizar un álbum conceptual sobre Ingmar Bergman para la radio sueca, Sparks colaboró con ese fan confeso que es Carax con una canción que aparece en en Holy Motors, su anterior film; pero no es la que canta Kylie Minogue en los entonces vacíos almacenes La Samaritaine, reabiertos con pompa presidencial este mismo año, aunque esta sea la escena de aquella prodigiosa película que con mayor claridad anticipa el musical que Annette ya es abiertamente. Es un musical atípico: no se baila, solo se canta; el modelo es Demy antes que Minnelli. En todo caso, la idea de la película es de Sparks: suyos son el libreto y las canciones. ¿Y qué sería de Annette sin su espléndida banda sonora, que en este caso equivale a aquello que se dice en la película y a todo lo que sucede en ella? Lo mismo puede decirse sobre la marioneta creada por Estelle Charlier y Romuald Collinet, el diseño de producción debido a Florian Sanson (decorados) y Pascaline Chavanne (vestuario) o la fotografía en digital de Caroline Champetier. Todos ellos contribuyen decisivamente al triunfo de un film único, seductor e imperfecto, que conviene ver en pantalla grande y —si fuera posible— prestando más atención al complejo sonoro-visual que a los subtítulos (no demasiado afortunados en español, dicho sea de paso).

Ya se ha dicho que el diálogo musical entre Kylie Minogue y Denis Lavant en Holy Motors señalaba la cercanía de Carax con ese venerable género cinematográfico que, en la figura de Jacques Démy, ha tenido un insigne cultivador en el cine francés, además de cultivadores ocasionales tan destacados como Godard (Una mujer es una mujer) o Resnais (On connaît la chanson). Otros comentaristas han recordado la memorable escena de Mala sangre, luego copiada por Noah Baumbach en Frances Ha, en la que un jovencísimo Lavant expresaba su enamoramiento a la carrera a los sones de Modern Love, la canción de David Bowie (hay un momento en Annette donde el tema principal, We love each other so much, experimenta un reprís que coincide con la travesía en moto de los dos protagonistas y que recuerda poderosamente al Bowie cuya influencia en los inicios de Sparks es innegable). Al comienzo de Annette, sin embargo, hay otro guiño a Holy Motors: lo primero que vemos es un escenario urbano, una calle angelina por la que pasan coches; la pantalla titila con un sonido electrónico cuasi-lynchiano y por un momento creemos reconocer en él la socarrona sinfonía de automóviles con la que terminaba aquel inclasificable film de 2013.

Pero si Holy Motors era, entre otras cosas, un peculiar elogio de la imaginación escénica y de su papel potencial en la existencia cotidiana, Annette se abre con una declaración de artificialidad que proporciona al espectador algunas claves para la recepción del film. En primer lugar, una voz que puede ser la de Carax même nos conmina a permanecer en silencio e incluso prescindir de la respiración durante la proyección de la película: antes de que comience el show, así definido, se nos pide una complete attention. En segundo lugar, después del plano exterior al que he aludido más arriba, nos vemos en el interior de un estudio de grabación donde Carax aparece como maestro de ceremonias; al fondo, su hija Nastya, a la que está dedicada la película. Puede ser el estudio de Sparks, que junto con los músicos de su banda arrancan el primer tema del film, So May We Start. Al poco de comenzar, sin embargo, Rusell Mael se quita los auriculares y se aleja del micrófono mientras su voz sigue sonando y su hermano lo sigue fuera del estudio; en la puerta del mismo se incorporan los dos actores principales, Adam Driver y Marion Cotillard, que suman sus voces mientras Carax y su hija se ponen a la cola del grupo que baja hasta la calle; el tercer actor en liza, Simon Helberg, se incorpora al grupo. La canción dice que es hora de empezar el espectáculo e ironiza sobre las preocupaciones de sus hacedores: «Esperan que vaya como se supone que debe ir / Tienen miedo, pero no pueden mostrarlo / No están preparados, pero puede bastar / El presupuesto es grande, pero aún así insuficiente». Adam Driver recibe la peluca que usará para dar vida a Henry McHenry, su personaje, y sube a su moto. Todos cantan: «Hemos construido un mundo, un mundo construido solo para ti / Un cuento de canciones y furia sin ningún tabú». Este énfasis en el carácter construido de la ficción en la que estamos a punto de adentrarnos se reitera al final de la película, cuando el equipo dal completo camine por un parque portando farolillos iluminados en plena noche y cantando This is the End para clausurar la función.

A decir verdad, el musical clásico no necesitaba de mecanismos distanciadores para crear su propia realidad: los personajes sencillamente bailaban y cantaban, sin que el espectador se cuestionara la verosimilitud de sus acciones. Carax quiere subrayar que todo lo que veremos es una representación, incluida la marioneta que encarnará a la hija de los protagonistas; nos va a contar un cuento lleno de elementos operísticos y no desea que nos preocupemos por la falta de realismo. Más aún, nos va a contar algo que tiene que ver con su propia vida; hay en Annette una crítica del artista romántico y autodestructivo a la que podemos conceder un cierto valor autobiográfico. La madre de la hija de Carax, la actriz Katerina Golubeva, se suicidó en 2013; su pareja anterior, el cineasta Sharunas Bartas, fue denunciado por malos tratos hace cuatro años. Esta pista la proporciona el propio director francés cuando somete al protagonista a un proceso de desfiguración que culmina en la última escena, en la que Adam Driver aparece maquillado de tal manera que su parecido con Carax resulta innegable.

Pero no nos adelantemos. Annette funciona como una variación del tema de la Bella y la Bestia, que Jean Cocteau llevó al cine de manera cautivadora a mitad del siglo pasado. Driver encarna con fuerza avasalladora a Henry McHenry, un comediante agresivo que disfruta del éxito popular con un act titulado El simio de Dios; la siemre impecable Cotillard es Anne, una cantante de ópera igualmente popular que se especializa en personajes trágicos destinados a una muerte violenta. Se dibujan así los polos masculino y femenino de una manera arquetípica: él es impetuoso, agresivo, atormentado; ella es armoniosa, delicada, lírica. Este reparto incluye un comentario sobre sus respectivas disciplinas profesionales: él es un stand-up comediant de vocación radical que interpela violentamente a su público y que, a la pregunta de por qué se hizo cómico, responde que hace reír «para poder contar la verdad sin que me maten» (una frase atribuida por igual a Oscar Wilde y George Bernard Shaw); ella representa el clasicismo y hasta sabe morir con elegancia. Las primeras secuencias de la película los muestran en plena actuación, primero a él y luego a ella; la escenografía es excelente en ambos casos y hay un brillante juego de espacios imposibles cuando Anne se adentra en el bosque real que se abre de improviso detrás de su escenario teatral. McHenry acude en moto a recoger a la cantante a la Ópera de Los Ángeles, donde son acosados por los paparazzi y ambos —en un simpático homenaje a Daft Punk— se esconden bajo sus cascos. Antes, ella le ha preguntado por su actuación y él responde aludiendo al público: «I killed them». Interrogada ella a su vez, contesta lo contrario: «I saved them».

Por supuesto, ambos personajes parecen lo que son: McHenry ama su motocicleta, lleva el pelo largo y fuma y bebe sin complejos, mientras Anne nada grácilmente en la piscina de su modernísima casa de las afueras y mordisquea en distintos momentos una equívoca manzana que la dibuja como una moderna Eva; ignoramos, sin embargo, la naturaleza de este fruto prohibido. Si hay un paraíso, es la felicidad de los enamorados, que se nos muestra sin ambages en su aspecto sentimental y en su dimensión erótica: igual caminan por el bosque cantándose su mutuo embeleso que fornican sudorosos en plena noche. ¿Se trata de un amour fou? Tal vez no tanto: su relación es plausible en el contexto californiano, como dejan claro los divertidos insertos de periodismo televisivo de celebrities que glosan el desarrollo de la relación. Pero sí parece tratarse de una relación imprevista de resultas de la cual los personajes pierden su libertad de elección, como ha sucedido y sucederá a cualquier enamorado. Su canción, We Love Each Other So Much, lo deja claro: «Nos amamos tanto / Estamos desafiando a la lógica / Este no era el plan». Después sabremos que Anne había conocido a Henry cuando acababa de empezar un romance con su pianista, interpretado por Simon Helberg; la cercanía de ambas relaciones carnales es tal que existirán dudas razonables acerca de la paternidad de Annette. Esta última viene al mundo tras un encadenamiento magistral de escenas: los gemidos de Anne mientras Henry le practica sexo oral se convierten de golpe en los jadeos de una parturienta que da a luz en el hospital. Que la niña resulte ser una marioneta y no una niña de verdad constituye una apuesta de riesgo, pues exige un suplemento de credulidad en el espectador. Más allá de los ecos de Pinocho, la interpretación más plausible —y por lo demás algo facilona— sugiere que el bebé es visto como un juguete en manos de adultos irresponsables, carente además de autonomía como sujeto pensante; una limitación que desaparecerá al final de la película.

Ocurre que Henry no acaba de llevar demasiado bien las obligaciones de la vida doméstica. En algún momento declara que experimenta «simpatía por el abismo» (aunque sympathy no se deja traducir fácilmente) y exhibe claras tendencias autodestructivas que conducen, andando el tiempo, al descarrilamiento de su carrera como comediante. Es en el transcurso de una actuación en Las Vegas donde Henry, cansado por los deberes de la crianza, se gana la enemiga de un público caprichoso que no soporta el relato del ficticio asesinato a cosquilla limpia de su mujer. Las alusiones a la cultura de la cancelación, en especial al caso de Louis CK, son claras; no sabemos si esta parte de la historia fue escrita o no antes de que el cómico norteamericano cayera en desgracia. Pudiera ser: los hermanos Mael han declarado que el sueño que tiene Anne mientras duerme en su coche, en el que seis mujeres salen a la palestra a denunciar la «conducta inapropiada» de Henry, fue concebido antes del #MeToo. Se manifiestan así los miedos de Anne en relación con Henry, cuyo lado oscuro ha empezado a vislumbrar. En el malestar de su marido juega también un papel su declive profesional, paralelo al éxito de Anne; la tensión subsiguiente entre ambos nos recuerda Ha nacido una estrella. Angustiado por la situación, Henry se lanza a la carretera con su moto de gran cilindrada y Carax superpone eficazamente las imágenes de Anne muriendo en escena sobre la lynchiana/hitchcockiana carretera solitaria en el desierto; un recurso propio del cine de los años 30 y 40 que aquí funciona impecablemente.

En este punto, la pareja trata de resolver sus cuitas embarcándose en un yate, lo que da pie a una escena memorable: Anne y Henry se pelean en cubierta mientras un mar tempestuoso es mostrado sin ambages como la back projection que es sin merma alguna de dramatismo y, de hecho, con una intensidad visual acrecentada por la juguetona melodía de Let’s Waltz in the Storm! El resultado es trágico: empujada sin querer por un Henry borracho, Anne cae por la borda; vemos su figura hundirse en el mar a través de la escotilla del dormitorio de Annette. Hay aquí un guiño visual a la caída en el mar de la novia de L’Atalante y, en lo que a Hollywood respecta, una alusión histórica a la muerte de Natalie Wood en las inmediaciones de Santa Catalina. Supervivientes al naufragio, Henry y Annette acaban en una isla de aspecto teatral, donde se les aparece el fantasma incorrupto y desaliñado de Anne prometiendo venganza: perseguirá a Henry a través de Annette, a la manera de esa spooky action at a distance de la que hablara Einstein. Por lo demás, la desaparición de Anne a mitad de metraje remite a películas — de Psicosis a La aventura— donde la protagonista sale de escena antes de lo previsto, dejando un vacío en la narración que aquí es ocupado por la peripecia de Annette. Tras descubrir en Annette un extraordinario talento para el canto espectral cuando alguna luz la ilumina en la oscuridad, Henry convence al pianista de Anne —ahora director y centro de un vertiginoso travelín circular en el que nos habla mientras dirige a su coro y orquesta— para hacer de Annette una estrella internacional. Pese a las críticas acerca de su posible explotación infantil, el plan se lleva a efecto. Las escenas eufóricas en las que los tres personajes recorren el mundo —los hermanos Mael aparecen como pilotos de uno de sus aviones— relatan luminosamente la aparición de un fenómeno musical de alcance global.

Algunos críticos han lamentado que la segunda parte de la película, que sigue a la desaparición de Anne, no está a la altura de la primera. Es fácil llevarse esa impresión, que en mi caso no obstante se disipó la segunda vez que la vi. Aunque la ausencia de Cotillard se deje sentir, es necesaria para la evolución de Henry, que por lo demás es el personaje que más interesa a Carax; a su lado, Anne está infradesarrollada. En esa segunda parte, de hecho, se esconde una de las claves de la película. Se trata de una escena en apariencia irrelevante, que no obstante tendrá consecuencias dramáticas de gran calado: en plena gira asiática de Annette, Henry sale a dar una vuelta y deja al Director en compañía de Annette. En ese rato, éste le enseñará la canción que habíamos identificado con Henry y Anne (We Love Each Other So Much); cuando Henry lo descubre, el Director se ve obligado a contarle que la canción fue compuesta por él para Anne cuando estaban juntos y que quizá Annette sea, después de todo, hija suya. Enfurecido, Henry teme que su rival acabe por hacerle perder legalmente a Annette y reacciona de manera fulminante: ahogándolo fríamente en la piscina. Es la misma piscina que Carax usa durante toda la cinta para marcar el paso del tiempo y aun el estado emocional de los protagonistas: de la luminosidad veraniega al abandono ruinoso. Este crimen será la perdición de Henry, ya que Annette terminará por denunciarlo públicamente en el transcurso de una hiperbowl recreada por medios digitales y que funciona como un comentario irónico sobre los grandes acontecimientos de masas.

No obstante, la clave a la que me refiero es otra. Cuando Henry se echa a la calle, acaba en una discoteca cantando cómo le sorprende que las mujeres hermosas allí reunidas se interesen por él. Y ellas, que también cantan, se desesperan: «Hard to understand this fucking men / who hate themselves / But want us to love them». O sea: es difícil entender a estos fastidiosos hombres, que se odian a sí mismos pero quieren que nosotros los amemos. ¡Menudo asunto! Este problema —por llamarlo de alguna manera— puede contemplarse desde dos puntos de vista, femenino y masculino. Femenino, porque el caso es que el artista rebelde y autodestructivo es objeto preferente de atención de muchas mujeres; la perdición de Anne —¿la manzana?— está en enamorarse del hombre equivocado. Y masculino, porque el odio de sí puede conducir al desastre; en el caso de Henry, un desastre en forma de cadena perpetua en una cárcel californiana. Henry se nos aparece como un hombre agresivo incapaz de enmendarse: si tras la muerte accidental de Anne canta que «I’m a good father / But she’s gone», no sabrá contener el impulso homicida que lo lleva a prisión. Allí, en la celda, tiene lugar el singular climax del film: la marioneta Annette dejará paso a la niña Annette, quien reprochará a sus padres —a los dos— su desdichada infancia. Impotente, Henry tiene que oír que ya no tiene a nadie a quien amar; el final no podía ser feliz, pero quizá no esperábamos que fuese tan amargo. Henry/Carax se queda solo en la celda y mira a la cámara, ordenándole en vano que deje de mirarlo antes de ponerse de cara a la pared: no hay redención posible para el heraldo del exceso. En este sentido, el romanticismo del cine de Carax ha dejado paso aquí a la crítica del romanticismo; en particular, al rechazo del rebelde autodestructivo que el mismo Carax ha podido ser.

Dicen los hermanos Mael en una entrevista que Carax abordó la filmación bajo la premisa de que un musical ha de ser sincero a pesar de su artificialidad, razón por la cual debe evitar la ironía; una regla que puede asimismo aplicarse a La La Land, por mencionar uno de los raros musicales recientes. El autor francés se permite algunos juegos referenciales, como los fragmentos de Zombie Child y, de manera más visible y significativa, la inserción del público que se carcajea en el cine de The Crowd, clásico inmarcesible de King Vidor; su querencia por el cine mudo es bien conocida e incluye a las vanguardias francesas de los años 20 y aun de los 30. Hay en Carax la voluntad, ocasionalmente suicida, de renovar el lenguaje del cine inspirándose en sus orígenes; el resultado, como escribe Marcos Uzal en Cahiers du Cinéma, es que cada una de sus obrla as constituye «una especie de prototipo que provoca una fuerte sensación de jamais-vu, cualidad euforizante cada vez más rara». En última instancia, la discusión de los contenidos dramáticos de Annette palidece ante la experiencia de ver Annette. La imaginación visual de Carax y compañía, que pocas veces cae en el exceso, ha dado forma a una gozosa pesadilla cuyas melodías salimos tarareando del cine.

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