Los tiempos del cine
«La duración desacostumbrada de la película es uno más de los elementos que el director tiene a su disposición. Será su talento lo que determine el resultado»
No se equivocará el aficionado que tenga la impresión de pasar más tiempo que antes en la sala de cine: después de las tres horas dedicadas a Oppenheimer el pasado verano, en las últimas semanas hemos empleado casi otras tantas en ver Cerrar los ojos y media más a Los asesinos de la luna. Tal como puede comprobarse con este pequeño listado de actualidad, no es un fenómeno limitado a las producciones marginales del cine de autor, sino que alcanza en medida variable a toda la industria: los fans de John Wick habrán disfrutado con los 169 minutos que dura la cuarta entrega de la serie y los interesados en la última Palma de Oro entregada en el Festival de Cannes se encontrarán con los 150 minutos de Anatomía de una caída una vez se estrene en diciembre. Paradójicamente, hay realizadores que experimentan con formatos breves sin renunciar por ello al estreno comercial: el western corto de Almodóvar se detiene en los 30 minutos, Gaspar Noé se conforma en Lux Aeterna con 50 y la Mamántula de Ion de Sosa está en los 47. Y un mismo director contemporáneo puede hacer las dos cosas: Jonás Trueba estrenó de manera consecutiva la extensa Quién lo impide (320 minutos) y la concisa Tenéis que venir a verla (apenas 64). ¡A cada cual, lo suyo!
Sin embargo, la sensación de que las películas son hoy más largas que ayer se encuentra respaldada por los datos; es, pues, algo más que una sensación. De acuerdo con los cálculos realizados por la revista The Economist , que comparó más de 100.000 películas estrenadas en todo el mundo desde la década de los 30 a partir de la base de datos de la web IMDB, la duración media de las películas de ficción ha aumentado en torno a un 24%: si la media por entonces era de 81 minutos, en 2022 había pasado a los 107. Esta tendencia se acentúa en la categoría de los llamados blockbusters, ya que los diez títulos más populares de ese último año —medidos en función del número de reseñas en la susodicha web—se extienden de media hasta los 150 minutos; son así casi un 50% más largos que en los años 30. No deja de ser curioso entonces que, preguntados por el portal alemán Statista, la mitad de los norteamericanos respondiera que la duración ideal de una película es dos horas y un tercio de los encuestados se decantase por los 90 minutos; hay que suponer que los europeos piensan lo mismo.
A decir verdad, siempre ha habido películas más largas que las demás. No faltaban en la etapa muda: los dos grandes epics de Griffith —Intolerancia y El nacimiento de una nación— pasaban de las tres horas; la Avaricia de Von Stroheim iba a durar siete y se quedó, productores mediante, en 140 minutos; la versión completa del Napoleon de Abel Gance supera las cinco horas. En Europa, un director como Fritz Lang se tomaba su tiempo siempre que lo necesitaba: Spione es un thriller de tres horas y la versión integrada de Los nibelungos era tan larga —381 minutos— que hubo de partirse en dos. Todos ellos eran auteurs antes de la politique des auteurs; la llegada del sonoro y la consolidación de los grandes estudios establecería patrones más rígidos, que a menudo condujeron a un conflicto de intereses entre productores y realizadores y no pocas veces —pensemos en El cuarto mandamiento de Orson Welles— acababa con la derrota de estos últimos.
«Fue la llegada de la televisión lo que propició el alargamiento de las películas hollywoodenses en los años 60»
Todavía una película tan popular como Lo que el viento se llevó estaba cerca de las cuatro horas, dando lugar a aquel simpático latiguillo español: «Lo que el viento se llevó… ¡y lo que el culo aguantó!». Pero no era, en absoluto, la norma. Los estudios solían separar su producción en dos categorías bien definidas: los prestige films, producciones de alto presupuesto destinadas a los mejores cines; y la serie B, que rellenaba el resto de la programación y a menudo se ofrecían como sesiones dobles. Mientras que los primeros podían tener una duración variable, entre los 90 y los 120 minutos, las segundas solían rondar los 70 y pertenecer a géneros bien definidos: el noir, el wéstern, el terror. Esta discrepancia es interesante, porque nos permite establecer comparaciones entre distintas estrategias narrativas en el interior de un mismo sistema de producción.
Fue la llegada de la televisión, con la consiguiente necesidad de mantener el atractivo de las salas de cine a través de una oferta renovada y a veces estrambótica, lo que propició el alargamiento de las películas hollywoodenses en los años 60: Gigante, con sus 220 minutos, se estrena en 1959, dando el relevo a Cleopatra y Lawrence de Arabia, que se acercaban a las cuatro horas; Éxodo se conformaba con tres y media. Incluso un director tan sintético como Howard Hawks se fue hasta los 160 minutos en Hatari, comedia tardocolonial estrenada en 1962. Europa y Japón se sumarían a esta tendencia, que los directores con mayores ambiciones artísticas explotaron sin recato. Mizoguchi, Kurosawa e incluso Ozu rara vez bajaban de las dos horas; a menudo coqueteaban con las dos y media, llegando ocasionalmente a las tres o un poco más, como en Los siete samuráis; Kobayashi va más lejos en La condición humana y se planta en las tres y media. Otrosí en Italia, donde La aventura de Antonioni y el Casanova de Fellini rondaban los 150 minutos; la versión inicial del Ludwig de Visconti, comercializada recientemente, se aúpa hasta las cuatro horas.
Es peculiar el caso de Francia, donde la ley protegía a distribuidores y salas de cine limitando la extensión de las películas que llegaban a las salas; el fin de la restricción condujo al estreno de La mamá y la puta, del entonces joven Jean Eustache, en 1973, con sus casi cuatro horas, así como al delirante experimento de Jacques Rivette en Out 1 dos años antes: 13 horas divididas en ocho partes de unos 100 minutos cada una. A pesar del éxito en taquilla del film de Eustache, la larga duración fue mayormente en Europa el terreno del arte y ensayo: las más de siete horas del Hitler de Syberberg, estrenado en 1978, dan cuenta de una tradición que incluye a eximios cultivadores del film largo: del griego Theo Angelopoulos al húngaro Béla Tarr. Junto a ellos, encontramos a realizadores originales que han construido una carrera prolífica manteniéndose casi siempre por debajo de los 80 minutos: ahí están el finlandés Aki Kaurismäki y el coreano Hong-Sangsoo.
En el llamado Nuevo Hollywood, los directores más ambiciosos apostaron a menudo por el formato largo: largos son los dos Padrinos (cerca de tres horas la primera, casi tres y media la segunda), pero también el Nashville de Altman (160 minutos), el Pequeño gran hombre de Arthur Penn (140 minutos, casi lo mismo que Grupo salvaje, ambas no obstante algo más cortas que Hasta que llegó su hora, donde Leone alcanza los 175 minutos), o el New York, New York de Martin Scorsese (163 minutos). Y, desde luego, está Cimino: El cazador está en las tres horas y La puerta del cielo en casi cuatro. Se equivocará quien piense que el rotundo fracaso en taquilla de esta última —que arrastró a United Artists a la ruina— acabó con el film largo, ya que Leone estrena Érase una vez en América en 1985 con más de cuatro horas de duración y el Bird de Eastwood, tres años después, está en los 160 minutos. Según iban pasando los años, a los maestros anglosajones de la larga duración —Kubrick, Coppola, Altman, Scorsese— se han ido sumando discípulos como Paul Thomas Anderson, Christopher Nolan, Michael Mann o Quentin Tarantino. A medio camino generacional se encontraría un Ridley Scott dispuesto a endosarnos esta temporada un Napoleón de cuatro horas: a la grandeur del tema corresponde, como es tradición, la grandeur del tratamiento.
«La duración media de los largometrajes es más acusada en el caso de los más populares»
Sirva este somero repaso para constatar que el film largo no es una novedad, sino que se ha dado en casi todas las épocas y latitudes con intensidad variable. La singularidad de nuestro tiempo radica en el considerable aumento de la duración media de los largometrajes, que, como se ha visto, es más acusada en el caso de los más populares. Para encontrar una explicación, hay que pensar en los condicionantes industriales; el cine es un arte de vocación popular y sus financiadores no pueden permitirse el fracaso reiterado en taquilla. The Economist señala que la dificultad para atraer al público a las salas —motivada primero por el éxito de las plataformas de streaming y agudizada luego por la pandemia— conduce a la explotación de la «película-acontecimiento», a menudo perteneciente a una franquicia a la que se le sacará todo el jugo posible: ahí están John Wick, el cine de superhéroes o las distintas entregas de Misión Imposible.
Pero también pertenecen a esa categoría Oppenheimer o Barbie, lanzadas este verano con gran fanfarria periodística y debidamente conectadas las dos —ha pasado también con Scorsese— a un tema «trascendente» con resonancia política y cultural. Sería ingenuo pensar que estamos ante una estrategia nueva de marketing cinematográfico; el problema radica en que la entera salud de la industria depende en mayor medida que antes del éxito de estos «eventos» porque la clase media de la producción, incluido aquel cine independiente que floreció en los años 90, no es lo que fue. Por lo demás, que los grandes éxitos de la temporada sean películas larguísimas tiene efectos indeseados en la exhibición fílmica: para rellenar distintos tramos horarios, las salas de cine se ven obligadas a programarlas en distintas salas, restando así oportunidades a la competencia.
Otro de los factores que identifica la revista británica es la mayor ascendencia de los realizadores de prestigio, quienes con cada vez mayor frecuencia son productores ejecutivos de sus propios films y tienen así una posición de fuerza cuando negocian con los conglomerados que aportan financiación, con las distribuidoras encargadas de colocar las películas en salas y con las plataformas que las exhibirán cuando acabe su recorrido en la gran pantalla. También los actores son a menudo productores ejecutivos de las películas en las que aparecen; uno se pregunta si Leonardo DiCaprio habría figurado tanto tiempo en pantalla en Los asesinos de la luna de no haber participado en ella como productor. Lejos quedan ya aquellos legendarios estudios hollywoodenses cuyos jefes mantenían a raya a los directores, frenando sus caprichos o canalizando sus energías creativas, equivocándose a veces —fueron víctimas ilustres Welles, Fuller o Peckinpah— y acertando muchas otras. A finales de los años 50, los estudios ya eran agrupaciones dedicadas a financiar propuestas ajenas y alquilar sus recursos materiales, operando así con arreglo a un modelo que nada tenía que ver con la producción integrada y cooperativa de las décadas anteriores; por su parte, la serie B no daba más de sí tras la llegada de la televisión.
Sea como fuere, son muchos los realizadores que prefieren cultivar el film largo si tienen la oportunidad de hacerlo. Y detrás de esa preferencia hay razones artísticas: necesitan más tiempo que los demás para decir lo que tienen que decir. A su vez, esa preferencia remite a la pregunta sobre cuál sea la duración apropiada de un film. ¿Tienen las películas una duración natural? ¿Hay una norma a partir de la cual puedan juzgarse las desviaciones? ¿Qué ventajas ofrecen sus distintas duraciones posibles? Huelga decir que no pretendo responder con exhaustividad a todas estos interrogantes, que dan para hacer una tesis doctoral; me conformo con tratar de responderlas de manera breve y tentativa.
«Nadie puede imaginar una industria cinematográfica que solo produjese films de entre cinco y diez horas de metraje»
Ni que decir tiene que me ceñiré a criterios narrativos o estéticos, sin tener en cuenta el hecho de que el cine tiene unas condiciones ideales de recepción —en la sala de cine, cuya experiencia luego se replica en casa— que influyen sin remedio sobre la duración estándar de sus productos; nadie puede imaginar una industria cinematográfica que solo produjese films de entre cinco y diez horas de metraje. El contraste con la novela es evidente, ya que el lector puede decidir cuánto tarda en leerlas, administrando su experiencia de un modo que el cine no tolera. Se ha dicho ya que la rentabilidad de las salas de cine depende de la posibilidad de programar múltiples sesiones; lo mismo vale para la extensión de la vida de las películas en las plataformas o formatos de reproducción doméstica como el DVD o el Blu-Ray: si todas durasen cuatro horas, su consumo frecuente y masivo se haría más difícil. Asunto distinto es que, como ya sucede, coincidan en el mercado —no digamos en la historia del medio— películas de muy distinta duración, como sucede con el número de páginas de las obras literarias. Algunas plataformas, como la española Filmin, reúnen en una categoría específica las películas «cortas», indicando así a sus suscriptores dónde tienen que buscar en caso de que no tengan tiempo de ver nada que vaya más allá de los 70 u 80 minutos.
Decía Alfred Hitchcock que la experiencia del espectador cinematográfica se parece a la del lector de cuentos: la narración se consume de una sola vez, desde el principio hasta el final, sin interrupciones. Eso no cambia si la película, en lugar de tener 70 minutos, se extiende hasta los 180 o los 300; aunque habrá que disculpar a quien, en la intimidad de su casa, divida las siete horas del Satantango de Béla Tarr a fin de poder verla durante tres noches sucesivas. Y es obvio que los formatos imponen diferencias en el tratamiento del material: a la hora de adaptar Mildred Pierce, la novela de James M. Cain, el equipo de la Warner Brothers —liderado por el productor Jerry Wald— introdujo considerables cambios a fin de contar las peripecias de la señora Pierce en 109 minutos, manteniendo por el camino la atención de los espectadores sin molestar a la censura. Hace unos años, Todd Haynes adaptó la novela a la televisión y dividió la serie en cinco entregas o «partes» de alrededor de una hora cada una. Su tempo es mucho más pausado y caben en ella ramificaciones argumentales que no estaban en la película; Haynes da más protagonismo —la dirigió durante la crisis financiera— a la historia política de los Estados Unidos y acentúa los aspectos melodramáticos sobre los del noir. Se toma su tiempo, porque lo tiene, pese a que su brillante producto final no es una película, ni tampoco cinco películas que se suceden entre sí. La diferencia tiene que ver, sobre todo, con el planteamiento dramático: concierne a lo que se cuenta y a cómo se cuenta antes que a la planificación visual o la composición de los planos, aspecto en el que Haynes no escatima recursos.
¿Y qué hay del film largo? La respuesta es previsible: depende. Porque la cuestión no está en si una película es corta o larga, sino en las razones que explican que sea corta o larga y a los resultados que han obtenido sus responsables una vez que se han puesto manos a la obra. Así que cualquier película lograda durará el tiempo justo, si bien aquellas que no sean impecables podrán recibir el reproche de que tal o cual escena podría haberse eliminado del montaje final. Pero esto último no implica cuestionar su duración o convertir esta última en una variable decisiva a la hora de apreciar sus méritos: reprochar una o dos escenas a un film de tres horas es bien distinto a sostener que las películas de tres horas no pueden funcionar. Lo cierto es que algunas funcionan y otras no; como sucede con las que duran 70, 90 o 120 minutos. Hay que evitar asimismo el reproche contrario: pensar que la existencia de grandes films largos sugiere que solo estos últimos poseen complejidad dramática o gozan de la amplitud suficiente para el tratamiento sutil de los grandes temas. Pensemos en Rossellini: Alemania año cero se limita a 78 minutos y Te querré siempre apenas alcanza los 97; también Renoir o Chaplin fueron maestros del film corto. ¿Y qué hay de La Jetée de Chris Marker, que está por debajo de la media hora? Más: El año pasado en Marienbad dura una hora y media; Bresson siempre fue conciso. Nada impide, en definitiva, que el film corto alcance cimas estéticas y dramáticas.
«El tono y el ritmo marcados por el realizador dan forma a la ‘duración’ de la película»
Dicho esto, el film largo abre posibilidades que están vedadas al film corto. Aunque no todos los films largos son iguales: Scorsese cuenta muchas cosas en Casino o El irlandés, cubriendo años o décadas en la vida de sus protagonistas; lo mismo hace Coppola en sus Padrinos. El tiempo largo se ajusta así al formato de la saga, aunque el film corto es perfectamente capaz de hacer lo propio: el cine de gángsters se ocupaba del auge y caída del delincuente a lo largo del tiempo y fueron muchos los realizadores —como Walsh o Hawks o LeRoy— que supieron aprovecharlo sin superar las dos horas de metraje. Por el contrario, Chantal Ackerman en Jean Dielmann y Andrei Tarkovski en Solaris o Stalker hablan otro lenguaje: los acontecimientos son escasos y la acción se desarrolla en el transcurso de unas pocas jornadas; el ritmo es pausado, los planos son más largos.
De modo que hay películas largas que van muy rápido, como Grupo salvaje o El lobo de Wall Street, igual que hay películas cortas que no tienen prisa: tanto la japonesa La isla desnuda como la española El espíritu de la colmena se acaban a los 97 minutos. O bien: el punto de vista del espectador imparcial, habrá films largos que se nos harán cortos (pongamos El irlandés) y films cortos que se nos harán largos (cualquier película fallida de los años 30), igual que hay films largos que se nos harán largos (caso de Los asesinos de la luna) y films cortos que ojalá nunca terminasen (Luna nueva). Digamos entonces que el tono y el ritmo marcados por el realizador dan forma a la duración de la película, que no tiene por qué coincidir con el tiempo durante el cual se prolonga.
En una pieza sobre el tema, el crítico norteamericano Richard Brody sostenía que la duración natural de las películas está en los 63 minutos o en los 180: de un lado, el relato corto; del otro, la narración profunda. Hacer una película de 90 minutos, añadía, es recurrir a una fórmula de compromiso que no tiene por qué dar malos resultados y sin embargo no mejorará esos tipos ideales. Su planteamiento es que la película corta es sintética y abunda en personajes apenas esbozados; la película larga exige atención al matiz y profundidad psicológica. Puede ser: la magistral Scarface de Hawks está en 93 minutos en 1932 y la magistral Heat de Michael Mann roza las tres horas. En principio, una película corta será ideal para las convenciones del cine de género, donde los roles de los personajes vienen fijados de antemano por corresponderse con estereotipos reconocibles; la película larga obliga a desarrollar el perfil de sus personajes, porque disponen de mayor tiempo en pantalla (salvo que se haga un collage narrativo al estilo de Altman o Anderson, multiplicando el número de los personajes).
Pero no veo qué se puede objetar a My Darling Clementine (97 minutos) o The Searchers (119), dos wésterns colosales de John Ford que están en esa tierra de nadie que Brody considera «antinatural»; aunque la primera es más corta que la segunda, ambas parecen tomarse el tiempo que necesitan para decir lo que tienen que decir. No parece que My Darling Clementine —o Winchester 73 o Johnny Guitar, por seguir con el género— hubiera mejorado sustancialmente si durase media hora menos o se prolongase una hora y media más; de ahí saldrían, sencillamente, películas distintas.
Finalmente, se diría que la película larga de gran nivel artístico nos parecerá más imponente, porque la experiencia que nos vincula a ella exige más tiempo e impone mayor implicación psicológica con la historia y los personajes. Pero no hace falta llegar a las tres horas para fascinar a los espectadores: tanto Ordet como Vertigo están en las dos horas. Aunque es difícil llegar a conclusiones definitivas e este terreno, parece que un realizador hará buen uso del tiempo suplementario que proporciona el film largo cuando lo necesite para manejar vastas extensiones del tiempo histórico (de Lo que el viento se llevó a La puerta del cielo o El irlandés), profundizar en psicologías individuales o relaciones personales complejas (La dolce vita o La mamá y la puta), perseguir efectos hipnóticos mediante una planificación contemplativa (Sacrificio, Satantango, Jean Dielmann), o, en fin, perseguir grandes ambiciones artísticas (en un rango que va del Heat de Mann al Hitler de Syberberg). En todos esos casos, la duración desacostumbrada de la película se convierte en uno más de los elementos —como el montaje o el sonido— que el director tiene a su disposición. Y será su talento, junto con las virtudes o defectos intrínsecos del proyecto, lo que determine el resultado que salga de ahí. Porque de la película lograda diremos que dura lo que tiene que durar; solo de la película fallida podremos decir que se quedó corta o se pasó de larga.