Pasado y presente del cine
«Seamos audaces y busquemos el justo medio: renunciar al pasado del cine es tan empobrecedor como desligarse de su presente»
Acaba de celebrarse una nueva edición del Festival de Cannes, donde cada año se proyectan las películas más ambiciosas y rompedoras del panorama cinematográfico mundial, o al menos aquellas que combinan cierta ambición estética con la posibilidad de llegar al gran público. Parece que ha sido un año más bien mediocre, si bien el aficionado arde ya en deseos de ver las películas de Sean Baker, Miguel Gomes o Jia Zhangke, pese a que este último fue el único favorito en no obtener reconocimiento del jurado. Allí tuvo una excelente acogida la nueva película de Jonás Trueba, Volveréis, que tal como explicó el propio director se inspira en la gloriosa tradición de la screwball comedy norteamericana; esa que su padre —Fernando Trueba, quien actúa en el film— le inculcó desde la infancia. Y en ese hermoso vínculo entre pasado y presente del cine quisiera apoyarme para introducir el tema de esta entrada.
Ocurre que los placeres que está llamada a proporcionarnos la película de Trueba se multiplicarán para el espectador que esté familiarizado con la screwball, pues le será posible apreciar lo que el director ha querido hacer con esa tradición y, además, experimentará el placer que se deriva del reconocimiento de una pasión común. Decía Trueba en Cannes que su padre interpreta en el film al padre de la novia y que él mismo, Trueba sénior, le ha subrayado la importancia que el padre de la novia tiene en aquellas comedias norteamericanas: del Walter Connolly de Sucedió una noche al John Halliday de Historias de Filadelfia, apenas dos entre muchos progenitores preocupados por el destino vital y romántico de la niña de sus ojos. Maren Ade supo inspirarse en esa figura cuando hizo Toni Erdmann, que es asimismo una screwball y cuenta la historia de un padre (el tristemente fallecido Peter Simonischek) empeñado en ayudar a su hija (Sandra Hüller) que se resiste a ser ayudada.
Haber disfrutado con los padres de la comedia clásica, entonces, hace más completa e intensa la experiencia del espectador que tiene delante a los padres de la comedia contemporánea. Y lo que vale para este género, si es que se puede seguir hablando en esos términos, vale para cualquier otro: al igual que sucede con la literatura, el recuerdo del cine fortalece su presente. Eso no quiere decir que sea indispensable conocer la historia del medio para seguir acudiendo a las salas, pero desde luego ayuda a detectar los préstamos y facilita el juego de asociaciones y comparaciones. Ayuda también a reconocer los ciclos productivos: igual que hoy abunda el cine con mensaje político que proclama sus buenas intenciones y son frecuentes las películas de temática feminista, así como, en el caso español, los dramas ruralizantes, en otros tiempos —géneros canónicos al margen— se hicieron muchas biografías de grandes personajes históricos, thrillers políticos con oscura conspiración dentro o historias de posesión demoníaca. El éxito llama al éxito y todo termina por dejar paso a otra cosa: paciencia.
Entre los aficionados, sin embargo, parecen dibujarse al menos dos antagonismos más bien desconcertantes. No me refiero al aficionado genuino pero vocacionalmente superficial, ese que se mueve entre Kubrick y Scorsese, continúa yendo a algunos estrenos y revisa los clásicos de rigor, pongamos que Cantando bajo la lluvia y Con faldas y a lo loco, pero limita el cine japonés a Kurosawa y no quiere saber nada del mudo —tal vez Chaplin— mientras recela de las nuevas olas o detesta a Tarkovski y Cassavetes. Acaso este haya sido el aficionado más o menos estándar, a riesgo de simplificar, que ha nutrido la clase media de la industria durante algunas décadas; ocasional lector de Fotogramas, admirador de las tertulias de José Luis Garci, reacio al cine de autor.
Pero lo que me interesa aquí es la separación entre el ferviente seguidor del cine contemporáneo y quien cultiva el cine clásico en régimen de monopolio. Ambos existen; son la cara y la cruz de una misma paradoja. Y, por cierto, no agotan la taxonomía: existen también los públicos especialistas, por ejemplo los dedicados al cine de terror o de ciencia-ficción de todas las épocas, que tienen sus propios festivales y comunidades y solo se relacionan marginalmente con el resto de la producción en sus distintas épocas; o los que no se pierden ninguna película española, tal vez por entenderlas más relacionadas con sus preocupaciones o su mundo vital.
«Para el nostálgico, a veces también catastrofista, cualquier tiempo pasado fue mejor»
Sea como fuere, hace unas semanas tuve ocasión de entablar una entretenidísima conversación con dos fervorosos amantes del cine clásico, gente bien formada y profesionalmente exitosa, situada en la mediana edad, con la que pasé un rato magnífico hablando de westerns, comedias menores salidas del sistema de estudios y la conveniencia de evitar las series televisivas a fin de poder ver más películas. Sostenía ella —eran hombre y mujer— que la experiencia del cine pertenece a la sala de cine, de manera que hay razones para temer que el cine haya desaparecido o esté en trance de extinción: si dejamos de sentarnos frente a la pantalla grande, el medio está acabado. Sobre ese asunto ya hemos hablado en este blog, donde mantenemos un cauteloso optimismo acerca de la capacidad del cine para sobreponerse a avatares tecnológicos y cambios sociológicos.
Pero me decía esta apasionada del periodo clásico norteamericano que podía disfrutar con cualquier obra menor de aquellos tiempos, incluso si una sola escena contenía un diálogo memorable capaz de redimir un producto del montón. Y cuando alegué que se sigue haciendo buen cine e incluso gran cine, refiriéndome por ejemplo al magisterio del norteamericano Paul Thomas Anderson, apenas parecía saber de lo que le hablaba; aunque no había dejado de ver novedades, rara vez le gustaba lo que veía —hablaba con desdén de Christopher Nolan— y carecía de una imagen global de la producción contemporánea: realizadores, tendencias, debates. Para el nostálgico, a veces también catastrofista, cualquier tiempo pasado fue mejor.
Tal como señalé a mi interlocutora, el culto al cine clásico —más que justificado— encuentra en las redes sociales un inmejorable lugar de encuentro: aficionados del mundo entero, aunque con mayoría estadounidense, conmemoran a diario la fecha de nacimiento o muerte de tal o cual actor o realizador, glosan las virtudes inmarcesibles de películas emblemáticas y tratan de llamar la atención sobre obras menos conocidas, y, en fin, se congregan en maravillosos festivales como el que desde hace más de veinte años reúne en Palm Springs a los amantes del cine negro. A él acude, por ejemplo, el entusiasta grupo de cinéfilos que mantiene abierto un museo en la casa donde Cecil B. DeMille empezó a producir películas en el Hollywood de los pioneros; muchos de ellos son, como yo mismo, suscriptores de The Criterion Channel.
Esta web norteamericana atesora un catálogo que mira más al pasado que al presente —aunque es un extenso pasado que va del mudo hasta finales del siglo XX— por contraste con la española Filmin, que sin olvidarse del clasicismo resalta las series y películas de ahora mismo, destacando además su conexión con las tendencias ideológicas en boga. Es un contraste que puede apreciarse también en las revistas españolas: mientras que Dirigido por se ha mantenido fiel a su costumbre de analizar en cada número —por medio de amplios dossieres— a realizadores o géneros clásicos, sin por ello renunciar al comentario de la actualidad fílmica, Caimán se centra más en el cine contemporáneo. Y si editoriales como Notorious tienen un catálogo dedicado al cine clásico norteamericano, con énfasis en las estrellas y autores más emblemáticos, otras, como la sevillana Athenaica, se abren a otras realidades cinematográficas del pasado: de las nuevas olas a los auteurs europeos.
«Convertir el interés por el cine en un culto necrófilo es matar el cine de otra manera»
Al otro lado de este continuo —porque es un espectro más que una división— se encuentra el aficionado que conoce el valor del cine clásico y no rechaza ponerse alguna película de Hitchcock o Welles o Hawks o Buñuel de vez en cuando, pero prima el consumo de cine contemporáneo y no lo hace de manera irreflexiva o superficial; sencillamente, lo que se hace hoy tira de él —¡o ella!— con más fuerza. El cine del pasado habría cumplido su función, pero ocuparía un lugar casi museístico; ni sus temas ni sus ritmos son ya soportables —se aburre— para quien prefiere el contacto con su época, más capaz de hablarle de lo que le interesa y de procurarle novedades formales que hagan posible la expansión del lenguaje cinematográfico.
Tampoco el aficionado que encaja con este tipo ideal es uniforme: unos adoran al filipino Lav Díaz y otros se aburren con él; los hay que disfrutan con el cine de superhéroes, al que sacan punta mediante la sofisticada interpretación culturalista de sus significados, mientras que no faltan quienes lo consideran reiterativo y pobretón. No es que los grandes directores del pasado tengan poco que decir, es que ya lo han dicho y su lección ha sido escuchada y asimilada: convertir el interés por el cine en un culto necrófilo es matar el cine de otra manera, creando un imaginario nostálgico que puede inducir a la claustrofobia y desembocar —en los casos más graves— en alguna forma de intolerancia.
Se me ocurre que el contraste entre estos dos tipos ideales se encuentra también presente en la literatura: unos se dedican a releer a los clásicos y otros no abandonan la mesa de novedades. Pero ¿no fue una vez el clásico apenas una novedad? Los peligros de dedicarse solo a la contemporaneidad son evidentes: no ha dado tiempo a que una obra demuestre su verdadero valor. Para colmo, la recepción de las novedades es especialmente sensible a las olas ideológicas y la literatura con vocación de «mensaje», que es el que más probabilidad tiene de permanecer encerrada en su tiempo.
Sin embargo, como decía la crítica cinematográfica Pauline Kael, no debemos despreciar esas obras mediocres que alcanzan el éxito por ser capaces de decir algo sobre su época o conectar con sensibilidades sociales que nos conciernen; incluso si nos parecen ajenas. Kael se refería a las películas, que se llevan menos tiempo que las novelas: comprobar si una novedad de 800 páginas exaltada por la crítica es o no para tanto tiene un coste de oportunidad que quizá no queramos pagar. Y con todo, es conveniente mantener el contacto con la creación artística —cine o novela— que proviene de las entrañas de nuestro presente: para algo es nuestro.
«Cada uno habrá de encontrar su equilibrio, sacudiéndose los prejuicios que le impiden familiarizarse con tal o cual género»
En todo caso, el problema es viejo y está sintetizado en la fórmula clásica que nos habla del «ars longis»: moriremos antes de leer todos los libros y ver todas las películas. Así que cultivar al mismo tiempo el cine del pasado y del presente con idéntico rigor y exhaustividad solo está al alcance de quien se dedica profesionalmente a la crítica cinematográfica o la teoría fílmica; aunque también jubilados y rentistas pudieran llegar a lograrlo. Hay demasiado cine a nuestro alcance: nadie llega a tanto. Pero de ahí no se deriva que sea necesario elegir cuál es el compartimento estanco en el que uno va a encerrarse.
La historia del cine y el poderoso influjo que sus periodos clásicos —hemos de incluir ya las nuevas olas de los años 60 como un periodo clásico— han ejercido sobre quienes han cultivado el medio después parecen exigir al aficionado genuino el uso de sus dos pulmones: uno respirará el aire vivificante del pasado, abierto siempre a nuevos descubrimientos y revisiones, mientras el otro se mantiene conectado a la atmósfera de su tiempo, que nunca deja de reciclar ese pasado y a la vez se abre al futuro mediante la búsqueda de nuevas formas de narrar y representar. Cada uno habrá de encontrar su equilibrio en esa atmósfera singular, gestionando sus inclinaciones y manías, esforzándose cuando le sea necesario, sacudiéndose los prejuicios que le impiden familiarizarse con tal o cual género o cinematografía.
Porque ni se ha hecho ya todo lo que estaba por hacerse, condenándonos a una retrospectiva interminable, ni lo que ya se hizo ha terminado de interpelarnos, dejándonos con la sola compañía de los novísimos. Seamos audaces y busquemos el justo medio: renunciar al pasado del cine es tan empobrecedor como desligarse de su presente. Y que nadie diga que le falta tiempo; tenemos todo el futuro por delante.