Milagro en Bolonia: resucita el cine de ayer
«El festival ‘Il Cinema Ritrovato’, organizado por la Cineteca de Bolonia, es sin duda la institución más importante del mundo en restauración cinematográfica»
Una vez más se ha celebrado en Bolonia, bellísima capital de la región italiana de la Emilia-Romaña, el festival Il Cinema Ritrovato: organizado de manera impecable por la Cineteca de Bolonia, sin duda alguna la institución más importante del mundo en lo que se refiere a la vital tarea de la restauración cinematográfica, el festival lleva 38 años en marcha y convoca a miles de cinéfilos de todos los rincones del mundo en una ciudad de gran vigor comercial e inigualable tradición universitaria. A ellos hay que sumar una población autóctona malacostumbrada durante el resto del año; la Cineteca no deja de programar gran cine y las proyecciones públicas que se desarrollan en la Piazza Maggiore —congregando a más de 1500 personas por noche— se extienden durante todo el verano.
Para terminar de embelesar sus fieles, esta edición ha supuesto el estreno del Cinema Modernissimo, situado a un paso de la Piazza Maggiore y reabierto el pasado noviembre después de una cuidadosa restauración. Se trata de un hermosísimo cine subterráneo que abrió sus puertas en 1915 y se mantuvo en funcionamiento —se llamaba Cinema Arcobelano— hasta el año 2007. Cada una de sus butacas, tapizadas con un terciopelo rojo que remite al Salón Carmesí del restaurante Ernie’s donde James Stewart descubre a Kim Novak en Vertigo, lleva el nombre de un realizador, intérprete o guionista: de Ennio Flaliano a Clara Bow. Acierto indiscutible de la Cineteca, el Modernissimo se ha convertido ya en el centro de los actos públicos de la institución durante el resto del año y certifica el papel central que el cine —su restauración, conservación, exhibición— juega en la ciudad. Ni que decir tiene que una ciudad que coloca a la Cineteca de Bolonia en su centro tiene mucho que decir a su favor: comparen esa apuesta con tantas otras que bien conocemos.
No es así de extrañar que la preparación del festival ya resulte en sí misma exigente: la oferta es tan abundante como limitado el tiempo de que dispone el espectador durante los días que pasa en la calurosa y húmeda Bolonia. Para colmo, el numero creciente de asistentes supone una mayor competencia por las mejores entradas, de manera que no conviene descuidarse: cuando sale el programa completo, conviene sentarse a estudiar qué se querrá ver cada día. Este año se produjo un colapso del sistema informático de adquisición de localidades, que la organización del festival no supo gestionar demasiado bien; se comunicó poco, tarde y mal con los acreditados que esperaban turno en medio mundo.
Hubo quien pidió regresar al viejo sistema de asignación de entradas: cada cual entraba donde quería si había sitio en la sala correspondiente. Pero la vuelta al Edén primitivo es inviable en un festival que recibe a unos 5.000 visitantes y ha llegado a contar hasta 100.000 espectadores totales; nos conformamos con que aumenten la potencia de los servidores. Justo es añadir que nadie se queda sin ver la película que quiere ver: basta ponerse en la cola de espectadores senza prenotazione y buscar un asiento cuando los más previsores han ocupado sus localidades.
Hay que destacar que la pasión de los espectadores que acuden a Bolonia —entre los que se encuentran críticos e invitados de toda clase, entre ellos un Alexander Payne que vio a mi lado Berlín-Occidente y demostró ser educadísimo (y tener un buen español) cuando entablé conversación con él— es compatible con un comportamiento impecable dentro de la sala: nadie o casi nadie habla, desde luego nadie come ni bebe, nadie retuerce bolsas de plástico y nadie o casi nadie consulta su teléfono móvil. Todos están allí para ver películas y dejar que los demás las vean, con el respeto necesario a las condiciones que permiten su recepción ideal.
«Hay razones para pensar que el cine no está tan muerto como se dice: solo ha visto reducirse el número de sus devotos»
En ese sentido, el Ritrovato nos recuerda que el cine está hecho para la sala de cine, porque algo especial sucede cuando vemos una película en compañía de otras personas. Por fortuna, el cine del pasado se asimila aquí con el interés necesario para evitar esa carcajada incongruente y desviada que tantas veces he oído en las salas de cine norteamericanas y alguna vez en nuestro continente. Si a eso se añade que el público del Ritrovato está lleno de jóvenes, hay razones para pensar que el cine no está tan muerto como se dice: solo ha visto reducirse el número de sus devotos.
Hay que subrayar que el retorno al pasado —lejano o cercano— que propone cada año Il Cinema Ritrovato, sostenido durante el resto del año en las ediciones restauradas que llegan al mercado y a veces también a las plataformas, no es una simple mercancía sentimental para nostálgicos incurables. A diferencia de lo que sucede con la literatura, pese a que mucho tendríamos que hablar de las malas traducciones o las ediciones plagadas de erratas, el acceso al cine ha dependido de sus condiciones de recepción: malas copias, obras inaccesibles, televisores pequeños. Restaurar el cine de ayer hace posible su redescubrimiento y permite su reevaluación; obliga a poner notas al margen en la historia del medio; impone nuevos referentes visuales a quienes hacen cine hoy. No diré que el pasado es el futuro; diré que no es pasado.
En cuanto a la programación, los organizadores se han atenido una fórmula exitosa que encaja como un guante en la identidad del festival. Se ha presentado así de nuevo una amplia sección miscelánea dedicada a películas «redescubiertas y restauradas» de todas las épocas: del Judex de Louis Feuillade (nueve horas de maraviloso serial de espías) al Napoleón de Abel Gancé (aunque solo se proyectó la primera mitad), pasando por la primera versión de He nacido, pero… de Yasujiro Ozu (la de 1932) o el maravilloso Tokyo Drifter de Seijun Suzuki; sin olvidarnos de la copia en 70 milímetros de Centauros del desierto, el brillante western invernal, McCabe & Mrs. Miller de Robert Altman, la sobrevalorada Freaks de Todd Browning, los Golden Eighties de Chantal Ackerman (es una segunda restauración, quizá innecesaria), el potente Godzilla primigenio de Ishiro Honda, el magnífico western pro-indio La puerta del diablo de Anthony Mann, los trepidantes Violentos años 20 de Raoul Walsh, la Loca evasión de Spielberg, La conversación de Coppola o esa brillante parábola del comunismo que es Los desesperados, de Miklós Jancsó.
La guinda de este pastel fue la proyección en 70 milímetros de la restauración de Con la muerte en los talones en el Cinema Modernissimo; como dijo Margaret Bodde en la presentación del film, pocas cosas más placenteras que seguir el trayecto inverosímil del traje más elegante de la historia del cine. Quien solo se dedicase a ver las películas que forman parte de esta sección del festival ya tendría garantizada su felicidad; aunque algunas de ellas las hayamos visto ya muchas veces.
«La nueva copia de ‘Pat Garrett y Billy the Kid’ permite apreciar la suprema belleza de los encuadres de Peckinpah»
Mención aparte merece la prémiere mundial de Pat Garrett y Billy the Kid, que de hecho es más que una restauración; se ha realizado un nuevo montaje a partir de la copia preprint de Sam Peckinpah que la productora destrozó en su momento y se ha hecho con la ayuda de Roger Spottiswoode, su montador original. Pude asistir a una conversación entre Spottiswoode y Lee Kline, encargado de la edición para el sello Criterion, donde se discutieron secuencias concretas del film y se relató una memorable anécdota sobre la llegada de Bob Dylan a los estudios de la MGM. La película refulge en esta nueva copia, que permite apreciar la suprema belleza de los encuadres de Peckinpah y disfrutar como se merece de su canto elegíaco al pasado del Oeste.
También pudimos ver allí, debidamente restauradas, el Amadeus de Milos Forman y el Peeping Tom de Michael Powell, que ha ganado muchísimo con ello pese a que no tenía nada que perder: este singular cruce entre Vertigo y Psicosis, que a su vez es una película muy personal de su realizador, podrá verse con nuevos ojos y escucharse como nunca hasta ahora. Por otro lado, en el marco del centenario de Columbia Pictures, se proyectaron versiones impecables de dos películas tan distintas como El asunto del día, de George Stevens, y ese remake entre kitsch y estilizado de Vertigo que es el Doble cuerpo de Brian de Palma.
Por otro lado, nos encontramos con secciones monográficas dedicadas a explorar la obra de artistas individuales o a presentar films reunidos bajo un mismo paraguas temático. Dada la potencia de las cinematografías norteamericana y japonesa, es habitual que cada edición reivindique la obra de directores empleados en ambas. Del lado norteamericano, el elegido de este año ha sido Anatole Litvak, cuya trayectoria empieza en su Rusia natal y lo lleva luego a Alemania, Francia, Inglaterra y —estación final— Hollywood. Antes de acomodarse en la industria y perder nervio creativo, según David Thomson debido a sus dotes como socialite y donjuán, Litvak hizo varias películas notables y alguna sobresaliente. No suelo perderme esta sección, que en los últimos años se ha ocupado de realizadores como Felix Feist, Rouben Mamoulian o Hugo Fregonese.
De todos ellos puede decirse lo mismo que de Anatole Litvak: que su filmografía es desigual e incluye joyas poco conocidas (L’Equipage, hecha en Francia en 1935, que relata un triángulo amoroso en el marco de la I Guerra Mundial, o City for Conquest, vibrante drama de la Warner comandado por el siempre enérgico James Cagney), interesantes obras de género (la decente El genio del crimen, donde Edward G. Robinson encarna a un médico tan interesado en la naturaleza del delito que se convierte en criminal, o la estupenda Decisión antes del amanecer, cinta bélica filmada en Alemania en la que de repente aparece durante 30 segundos un jovencísimo Klaus Kinski que se las apaña para llamar la atención con apenas diez palabras de guion), dramas fallidos (Nido de víboras, retrato de un sanatorio psiquiátrico que ha envejecido mal, o The Deep Blue Sea, mediocre adaptación del drama de Terence Rattigan que nos recuerda lo extraordinaria que sin embargo es la versión filmada por Terence Davies en 2011).
«Es difícil evitar la impresión de que el cine japonés clásico está lleno de grandes directores apenas conocidos fuera de las islas»
Mención aparte merece Tovarich, fantástica screwball comedy del año 1937 en la que Charles Boyer y Claudette Colbert interpretan a dos miembros de la realeza rusa que viven empobrecidos en su exilio parisino y se ven obligados a trabajar como sirvientes de primera categoría en casa de un gran banquero francés. Baste mencionar la primera secuencia, en la que Boyer y Colbert bailan en una plaza durante las celebraciones del 14 de julio y quieren averiguar qué se conmemora; preguntandos los músicos, ninguno sabe nada… hasta que alguien les sopla que es la Toma de la Bastilla y entonces la princesa rusa se niega a participar en una fiesta que conmemora una revolución.
La industria japonesa estuvo representada por Kozaburo Yoshimura, activo entre 1939 y 1974, de quien se proyectaron películas de la década de los 50. Es el suyo un cine delicado, heredero del Mizoguchi de los años 30 (de cuyo último proyecto se hizo cargo tras la muerte del maestro) e interesado como este último por la condición de la mujer en el Japón de la posguerra y pendiente también del choque entre tradición y modernidad que se agudiza con la ocupación norteamericana y la consiguiente «desimperialización» de la sociedad japonesa.
Muchos de sus films fueron escritos por Kaneto Shindo, luego notable director; son películas sutiles, que se toman su tiempo para presentar a sus personajes; Yoshimura recuerda al gran Mikio Naruse aun sin poseer la gracia inimitable que distingue a las obras de este último. En Yoru No Kawa, que en inglés es Night River y en español no parece tener título, ha sido restaurada de tal forma que el hermoso color de 1956 hace resaltar los kimonos que diseña la protagonista; hay en ella una escena de amor adúltero con una iluminación que recuerda —o prefigura— a Wong-Kar Wai; también destacaría El disfraz, potente drama de 1951 que contiene una sobrecogedora persecución final: un hombre enloquecido por una geisha la sigue por la ciudad cuchillo en mano. Es difícil evitar la impresión de que el cine japonés clásico está lleno de grandes directores apenas conocidos fuera de las islas: no parece haber vida más allá de Kurosawa, Mizoguchi, Ozu y acaso Naruse. Pero la hay, ¡y mucha!
Súmense a lo anterior ciclos dedicados a explorar el lado oscuro de la Heimat en el cine alemán de los años 40, una retrospectiva del gran director Sergei Parajanov centrada en sus exploraciones documentales de su patria ucraniana, así como otra dedicada al director sueco Gustaf Molander, descubridor de Ingrid Bergman y firmante de la primera versión de Ordet: una película menos austera que la famosa cinta homónima de Dreyer y merecedora sin embargo de mayor atención. También hubo secciones dedicadas a la actriz francesa Delphine Seyrig, inolvidable protagonista de El año pasado en Marienbad, o al cineasta italiano Pietro Germi. Y aunque es poco frecuente que alguna película española se abra paso en el programa, este año se proyectaron Los golfos de Carlos Saura y el Tasio de Montxo Armendáriz.
«También hubo sitio para las proyecciones de cine mudo acompañadas de orquesta»
Marlene Dietrich fue objeto de la sección que suele asimismo dedicarse a un actor destacado del cine mundial; el año pasado fue Peter Lorre, hace dos o tres años le tocó a Jean Gabin, y así sucesivamente. No fue el ciclo al que más prioridad otorgué, pues ya había visto más de una vez todas las películas —unas diez— elegidas por el festival, pero no me privé del supremo placer de ver en pantalla grande y con la mayor nitidez visual esa joya inmarcesible que es Shanghai Express de Sternberg («It took more than one man to change my name to Shanghai Lili», dice la Dietrich en una línea inolvidable), de reírme a mandíbula batiente con la magnífica Berlín-Occidente (a mi juicio una de las mejores películas de Wilder), o redescubrir la estupenda Destry Rides Again (por alguna razón titulada Arizona en España), maravillosa parodia del western debida a George Marshall y que cuenta con una memorable interpretación de James Stewart (quien, al parecer, vivió un romance con la diva alemana en pleno rodaje).
También hubo sitio para las proyecciones de cine mudo acompañadas de orquesta: durante ocho mañanas sucesivas se proyectó el Judex de Louis Feuillade y pudimos ver dos de las obras maestras que el sueco Víctor Sjöstrom (protagonista del Ordet de Molander y de las Fresas salvajes de Bergman) rodó en Estados Unidos en los años 20. Si en El viento Lilian Gish lucha contra los elementos (la película se rodó on location en el desierto), en El que recibe las bofetadas es Lon Chaney quien protagoniza una poética fábula sobre el fracaso (el score preparado por unos músicos de jazz locales resultó ser apropiado a fuer de brillante). Hubo asimismo espacio para Laurel y Hardy, así como para noticieros y cortometrajes del año 1924.
Tiene el festival una veta documental de gran nivel. Se proyectó Made in Britain, donde Scorsese da una clase magistral sobre el cine de Michael Powell y Emeric Pressburger, así como el decepcionante Jacques Demy, el rosa y el negro: patrocinado por los hijos del realizador francés, este documental prefiere canonizar a Demy antes que en indagar en los misterios vitales y creativos del realizador francés, cuya caída en el abismo creativo a partir de 1970 es tanto más pronunciada a la vista de la rompedora calidad de sus primeras cinco peliculas. Pero también hay que destacar las restauraciones de The Bus, el retrato que hiciera Haskell Wexler de la marcha sobre Washington convocada por Martin Luther King en agosto de 1963, y de On the Bowery, la pionera crónica del por entonces paupérrimo barrio neoyorquino realizado por Lionel Rogosin en 1956. Pude ver unos cortos documentales del Kubrick que aún no había llegado al cine y me perdí Henry Fonda for President, película-ensayo de Alexander Horvath relata la historia de Estados Unidos a partir de la vida del actor y que ojalá esté pronto disponible en alguna parte.
Aunque parezca mentira, me dejo muchísimas cosas en el tintero: cada edición del Ritrovato es inagotable. Pero no hay amante del cine que no deje la ciudad italiana con una sensación de felicidad, renovada su fe en la capacidad del medio para reunir —eso no lo hace un festival literario porque no puede— en una misma sala a quienes siguen teniendo curiosidad por el largo pasado glorioso de un arte que no ha dicho su última palabra. Gian Luca Farinelli, director de la Cineteca desde 2014 y encargado de presentar las películas que se proyectan en la Piazza Maggiore, se despide siempre de los espectadores lanzando la misma divisa: «Viva il cinema!». Y que lo diga.