Sir Roger Scruton, largo y (en)tendido
«Su tesis fue la de la nobleza de espíritu, encarnada en la tradición inglesa. Su antítesis, la humildad de sus orígenes, de los que presumía —remontándose hasta a sus abuelos, hijos ilegítimos— con un ostentoso snobismo patas arriba»
Sir Roger Scruton ha muerto. Ante su gran figura y la multitud de asuntos que suscitaron de interés, la tentación es conformarse con alguna de sus facetas. La amplitud de su obra y las inclinaciones de nuestro carácter pueden invitarnos a una lectura parcial. Cabe preferir su loa entusiasta y contagiosa de la cultura y de la belleza, o quedarse con su crítica incisiva y corrosiva de la postmodernidad. Ambos Scruton son auténticos, pero el secreto último de su valía radica en la coherencia del conjunto. El mejor homenaje que cabe rendirle es conservar el Scruton más completo.
Nada más llegar a la Universidad de Cambridge, Roger Scruton se percató de que tres techos de cristal lo separaban de sus nuevos compañeros y amigos: él no era hijo de una familia acomodada, él no era de izquierdas y él no era homosexual. Esa triple disonancia no fue pasajera. Toda su trayectoria intelectual está simbolizada ahí, tanto por la alta exigencia académica (hablamos de Cambridge), como por la sensación de extrañeza y soledad, que no le entorpecería, en absoluto, reconocer y defender sus posiciones con el desparpajo del que discute con unos condiscípulos.
La experiencia se repetiría en la Universidad de Birkbeck, donde fue profesor. En la institución, célebre por sus posiciones izquierdistas, se decía que allí los únicos de derechas eran Scruton y la señora que limpiaba el comedor. Publicar entonces un libro tan cáustico como Pensadores de la nueva izquierda (1985) hizo irrespirable el ambiente para Scruton, que acabó renunciando a su puesto. Años después, declararía: “Mereció la pena sacrificar las opciones de convertirse en un miembro del mundo académico británico, un vicerrector o un profesor emérito por el simple alivio de musitar la verdad”.
¿Quién fue Roger Scruton?
No será una originalidad partir de unos episodios biográficos para explicitar su filosofía. Él predicó con el ejemplo. Si iba a analizar la caza del zorro en un ensayo…, detallaba con quién (personas, caballos y sabuesos), cuándo, dónde, cómo y por qué comenzó a cazar. Si iba a disertar del vino…, se retrotraía a su familia (en la que no se bebía vino) para coger impulso hacia la epifanía vitivinícola de su paso por Francia. A menudo, cuando iba a hablar de política…, empezaba rememorando la vida de su padre, para luego seguir con la suya. Incluso en Inglaterra: una elegía (2000), volvía —para entonar el lamento por su país perdiéndose en los procelosos océanos de la globalización— a sus recuerdos infantiles.
Este hábito biográfico tiene una dimensión filosófica, que lo acerca a la razón vital preconizada por Ortega y Gasset. Scruton fue él y su circunstancia. Lo que cimentó, a la par, su dimensión literaria, porque insufló, hasta en sus más sesudos ensayos, el hálito de la lírica y la tensión de la autenticidad.
Esbocemos, pues, los hitos principales de su vida. Nació en Buslingthorpe, Inglaterra, en 1944, en una familia muy humilde. Su padre fue maestro, de adustas convicciones socialistas. A Roger, talentoso estudiante, las becas le abrieron, contra el criterio paterno, las puertas de Cambridge. Empezó Químicas, pero acabó filósofo, especialista en Estética. Ha sido autor de más de treinta libros, polémico columnista en The Times y editor de una combativa revista política: The Salisbury Review. Además, ha escrito tres novelas, dos libretos de ópera y una colección de cuentos. Ha sido uno de los pensadores más influyentes del conservadurismo occidental. Nadie como él supo condensar las razones (la filosofía), los sentimientos (el arte) y las experiencias (la cultura y la historia) que avalan tal doctrina. No es extraño: conjugaba una sólida formación filosófica, un magnético estilo literario, un agridulce sentido del humor, una febril capacidad de trabajo y una desconcertante ausencia de complejos sociales, políticos e intelectuales.
Ante este vastísimo panorama, el potencial lector interesado puede sufrir cierto desaliento. ¡Cuánto que abarcar! No sólo libros numerosos, heterogéneos y técnicos, también aventuras y anécdotas. Sin embargo, la obra que Scruton nos ha legado es diáfana y en ella se imbrica todo con una naturalidad fluida.
La clave biográfica
Comprendamos bien, pues, su llegada a Cambridge. Roger Scruton accede a un viejo mundo, nuevo para él, gracias a la conjunción fugaz y feliz de un incipiente Estado del Bienestar, que lo ampara, y de una educación pública todavía excelente, que lo proyecta. Pero accede cuando ese mundo, cansado de sí mismo, se vuelve la espalda, o sea, en vísperas de mayo del 68, con esa ideología en su último proceso de incubación. Se preguntará, contrariado: “¿Ahora? ¿Cuando llego yo?”.
«Repetía que el conservadurismo trata de amor. No es una frase cursi. Remitía a un flechazo verdadero y tumbativo, dantesco o paulino»
Dante recordaba el día y la hora y el lugar de su enamoramiento de Beatriz, y Scruton el instante en que se convirtió en un conservador. Lo detalló en una entrevista en The Guardian en 2002: “Estaba en el Barrio Latino de París viendo a los estudiantes volcar coches, romper ventanas y lanzar adoquines y por primera vez en mi vida sentí una oleada de indignación política. De repente me di cuenta de que estaba en el otro bando. Vi una multitud ingobernable de hooligans de clase media encantados de haberse conocido. Cuando pregunté a mis amigos qué querían, qué intentaban lograr, todo lo que me contestaron fue un centón de perezosos tópicos marxistas. Me irritó y pensé que debía de haber un camino de regreso a la defensa de la civilización occidental. Fue entonces cuando me convertí en conservador: quería conservar las cosas en lugar de derribarlas”. Desde entonces, repetía que el conservadurismo trata de amor. No es una frase cursi. Remitía a un flechazo verdadero y tumbativo, dantesco o paulino. Que le exigió una defensa sin cuartel, como a Dante el Inferno y el Purgatorio.
Scruton contraataca
La defensa será contra quienes no aprecian ni lo que hay ni lo que tienen. Si el 68 trataba de volcar un mundo que merecía ser conservado, Scruton, en legítima defensa, iba a poner al 68 de vuelta y media. Observen el efecto: el guarismo 68, dado un revolcón de ciento ochenta grados, se vuelve el 89, la fecha de la caída del Muro de Berlín, el evento histórico al que Scruton contribuyó cuanto pudo no sólo con sus escritos desde Occidente, sino allí, sobre el terreno, con su participación en la resistencia intelectual tras el Telón de Acero. Esa auténtica aventura la ha novelado en Notes from the Underground (2014). Tras la vuelta, vino la “y media”, pues siguió criticando al marxismo en cuanto que aún colea (y tanto) en Occidente.
El denominador común de sus críticas fue el nihilismo, que es lo que ofrece, según él, la postmodernidad (con sofisticados envoltorios). Su tesis sería sencillamente la opuesta: sostener lo bueno, lo hermoso y lo verdadero, demostrando que es bueno, hermoso y verdadero y, sobre todo, mejor, más práctico y más feliz. Su incansable defensa de la belleza (no de cualquier belleza, sino de una belleza, como subraya un perspicaz Calvo Serraller en El País el 14 de marzo de 2017, clasicista, provocadoramente vintage, platónica y kantiana, antimoderna) y sus constantes llamadas de atención sobre la importancia de la cultura no se pueden considerar compartimentos estancos de su obra. La hermosura de la naturaleza y del arte, el misterio de la música, el sabor de lo antiguo y los grandes hitos culturales son, a la vez, la mejor defensa de su posición política y lo mejor que su posición política defiende.
En el reciente Conservadurismo. Una invitación a la gran tradición (2018), Scruton describe cómo esa tradición evoluciona con el tiempo: “El conservadurismo, que comenzó como una defensa de la tradición frente a las exigencias de la soberanía popular, se convirtió en una vindicación de la religión y la alta cultura contra la doctrina materialista del progreso, antes de unir sus fuerzas con los liberales clásicos en su lucha contra el socialismo. Su más reciente empeño ha sido convertirse en el campeón de la civilización occidental ante sus enemigos, y contra dos de ellos en particular: la corrección política (especialmente sus limitaciones a la libertad de expresión y su énfasis en la culpabilidad de Occidente) y el extremismo religioso, especialmente el islamismo beligerante promovido por las sectas wahabistas y salafistas”. Tantas metamorfosis no son incoherentes porque el conservadurismo no viene conformado por sus rivales ni por sus polémicas, sino por lo que ama.
Roger Scruton venía vacunado a medirse con los aclamados intelectuales de la postmodernidad gracias a un muy británico anti-intelectualismo. Se le notaba en su recurrencia al argumento estético, al sentido común, al sentimiento popular y en su resistencia al cambio de cualquier cosa que funcionase más o menos. No obstante, era un filósofo de la cabeza a los pies y ese anti-intelectualismo suyo conllevaba un análisis en profundidad de esas teorías postmodernas, que consideró menos complejas que confusas y más pretenciosas que pertinentes.
Concentró su crítica a la retórica filosófica de fondo nihilista en la denuncia del tópico del nothing-buttery, que podríamos traducir como el “nada-más-que”. Es el mecanismo intelectual de moda. Consiste en afirmar que los hombres no somos “nada más que”… química o construcción social o intereses económicos o “memes” o código genético… Según Scruton, no son nada más que intentos de negar la dignidad de la naturaleza humana para liberarse de la obligación de vivir de acuerdo con la exigencia moral que implica. (Obsérvese la ironía: usó el mecanismo nothing-buttery para rebatirlo.)
El mismo deseo desesperado de escapar de las elevadas exigencias que emanan del espíritu humano se esconde detrás del feísmo del arte y la arquitectura moderna y postmoderna. El reflejo de la belleza pone en evidencia el alma. Nada como la belleza otorga sentido y significado, mantuvo nuestro autor, y lo ejemplificaba con una observación perspicaz. En los edificios modernos y en las ciudades contemporáneas, se necesitan muchísimos carteles indicando direcciones, usos y dependencias. La nueva arquitectura y el nuevo urbanismo en sí mismos son mudos, incapaces de transmitir por sus medios ningún tipo de sentido u orientación. Ni las viejas ciudades ni los edificios clásicos necesitaban más código que su propia plenitud formal. Era un planteamiento, de nuevo, muy anti-intelectual, pero indiscutible en la práctica. Como Dostoievski, Scruton sostuvo que la belleza salvaría el mundo, si la dejasen. Una anécdota biográfica debe de haber reafirmado a Scruton en su posición filosófica. Nada contribuyó a la divulgación de su pensamiento y a la proyección mediática de su personaje como el documental de la BBC de 2006 titulado, naturalmente, On Beauty.
Si nos quedásemos con este único movimiento del pensamiento de Scruton, podríamos considerarlo un filósofo reaccionario. En Cómo ser conservador (2014) define el pensamiento conservador como “La reacción [las negritas son mías] a los vastos cambios desatados por la Reforma Protestante y la Ilustración”. Las reacciones a la Revolución Francesa y a sus réplicas posteriores hasta llegar a la postmodernidad las daba ya por supuestas, consecuencias lógicas de su oposición a la primera ruptura. Chesterton había avisado de que “sólo a un crítico muy superficial le sería imposible ver el eterno rebelde que hay en el corazón del conservador”. Al rebelde despeinado que fue Scruton resultaba bien fácil verlo de lejos. Es muy importante, en cambio, acercarse más y descubrir lo que para Chesterton era evidente: el corazón enamorado que vibra en todo conservador verdadero.
Elegías y elogios
El amor fue el primer motor del pensamiento scrutoniano. La denuncia de la postura postmoderna iba por fuera, reactiva, pero, por dentro, proactivo, latía el amor. Roger Scruton hizo suyo el verso final de la Divina Comedia: “el amor, que mueve el sol y las demás estrellas”. Por eso, en La cultura cuenta (2007), confesó que “el trabajo de renovación a pequeña escala [una humilde creación literaria e intelectual] es mucho más importante, me parece a mí, que todo el bullicio exagerado de la repulsa”. En ningún libro puede sopesarse mejor ese meollo de amor incondicional como en Belleza (2009), pero se encuentra en todos.
En su meticuloso ensayo sobre el sexo (Sexual Desire: A Moral Philosophy of the Erotic, 1986), por ejemplo, remite finalmente al amor como solución, sentido y culmen de los problemas, las potencias y los placeres del sexo. Como disolvente de tanta teoría disolvente sobre el sexo, Scruton, sordo a los cantos de sirena de la originalidad, remite al amor.
Del mismo modo, reclama las raíces conservadoras del ecologismo, que, hijo legítimo, heredó hasta el nombre de la familia y se llamó “conservacionismo”. Los primeros modernos interesados en la belleza de la naturaleza y su preservación fueron el vizconde de Chauteaubriand y los románticos alemanes. Lo más scrutoniano de esta genealogía es que no es una ideología, sino una sentimentalidad, una estética y la decantación de un intenso sentido de pertenencia. El ecologismo actual presenta, según él, tres defectos de raíz. Primero, su cientificismo, ciego a las razones culturales. Segundo, su globalismo, que, al no nacer del sentido de comunidad, termina percibiéndose como una imposición exógena. Finalmente, su instintiva animadversión al ser humano, considerado implícita y hasta explícitamente una plaga para el planeta. Es otro de los disfraces del nihilismo contemporáneo en su pulsión de negarlo todo, subrayaba Scruton, que nunca se cansó de desenmascararlo.
El libro Bebo, luego existo (2009) es un canto de amor al vino. Por supuesto, hay autobiografía, ciencia, vitivinicultura, historia, filosofía, pero el eje es el elogio encendido.
Podríamos seguir libro a libro. Quizá ninguno dé mejor la medida del amor en el epicentro como Inglaterra: una elegía. “Se canta lo que se pierde”, escribió Antonio Machado, y Scruton, en ese libro, entonó el lamento por una Inglaterra que él conoció y que se le escapaba entre los dedos. Su prosa, siempre tersa, se hace suntuosa, y transparenta la pasión de un hombre por su país, mientras describe, con sistemático pudor y soterrado lirismo, sus instituciones, sus costumbres, sus hábitos y sus manías.
No hubo crítica acerba o desdén manifiesto de Scruton que no fuese la cáscara de un fruto de amor, ya sea a Inglaterra, al ser humano, a la naturaleza, a la filosofía, a la arquitectura, a la música, al sistema universitario de Oxbridge, al parlamentarismo o a la caza del zorro. Roger Scruton fue lo que amó…, aunque a él, reservado y flemático, se le descubriese lo que amaba, más que nada, por la fortaleza con que lo defendía.
No pero sí
Scruton no podía limitarse a la lógica binaria de unos amores hondos y pudorosos y el ataque vitriólico a las ideas que los socavan. Por hegeliano confeso, estaba abocado a una síntesis. Es la aportación más personal de su obra, tanto desde un punto de vista retórico como moral.
Como primera síntesis, usó el estilo y la desenvoltura de los postmodernos para hacerles la crítica. Eso implica una lectura atenta; en la medida de lo posible, admirativa; sin duda, apropiativa. No será sólo en la forma: más allá, trató de salvar cuanto pudo del fondo de sus rivales. Incluso en un libro tan furibundo como Fools, Frauds & Firebrands (2015) encuentra algo positivo, por mínimo que sea, en cada autor desmantelado.
“Las cosas buenas son fácilmente destrozadas, pero no se crean fácilmente”, fue su lema, y supo aplicárselo también a sus contrincantes. Parecía tener presente el formidable adagio del Aquinate: “Omne verum a quocumque dicatur, a Spiritu Sancto est” [S Theologiae I-II q. 109. a 1, ad 1], o sea, “Todo lo que es verdadero, no importa quién lo diga, viene del Espíritu Santo”. A veces, se critica a los conservadores por “conservar”, cuando gobiernan, con su inacción, las medidas de los progresistas. Pero, cuando no es desidia o rendición, ese hábito contiene, en lo intelectual, una semilla de mérito. Scruton, dispuesto a conservar lo bueno, también fue capaz de reconocer y amparar los aciertos de los contrarios, una vez separados –eso sí, eso siempre– del grueso de sus doctrinas.
«Se ha ido con la alegría de ver triunfar el Brexit por el que tanto luchó, y sin tener que asistir a las seguras dificultades de su puesta en práctica»
La aplicación práctica más sistemática de esta actitud la encontramos en Cómo ser conservador. En ese manual de instrucciones, repasó una tras otra las ideologías modernas y postmodernas, asumiendo lo mejor de cada cual. La verdad de los socialistas es o era la justicia social que fundamenta el “nosotros” de cualquier nación; la del multiculturalismo, la tolerancia con el que piensa diferente; la del ecologismo, el conservacionismo, naturalmente; etc. Acto seguido, hacía su crítica sin cuartel, aunque con su almendra de autenticidad ya salvada. En cuanto que su verdadero enemigo es el nihilismo, estamos ante una lección magistral. Scruton evidenciaba, con su reconocimiento y admiración, que nadie, ni el más nihilista, puede no tener nada de valor en sus postulados. Un nihilismo absoluto se negaría a sí mismo ab initio.
El que aparecía, en un primer momento, como reaccionario, practicó una generosa centralidad, si bien no tenía nada que ver con el extremo centrismo del equidistante. El centrismo scrutoniano fue el aristotélico “In medio, virtus”. Los socialistas se equivocan al postular un exceso de Estado y los liberales por querer suprimirlo. Él propone un justo medio: ni más que el necesario ni menos. Estas vertiginosas envolventes scrutonianas (afirmación de lo salvable de cualquier ideología, negación de sus errores, integración del acierto en su cosmovisión) giran sobre un eje. Para Scruton fue la nación: ámbito de solidaridad, garante de los derechos individuales, sujeto de Derecho Internacional, ecosistema cultural y hasta espacio natural del conservacionismo.
Su defensa del Estado-nación fue sin duda el tema más polémico de Roger Scruton. Se ha ido con la alegría de ver triunfar el Brexit por el que tanto luchó, y sin tener que asistir a las seguras dificultades de su puesta en práctica. Esa posición política —que no corresponde discutir aquí— se entiende mejor a través de lo que llevamos analizado. El Estado-nación, para Scruton, no fue más que una síntesis más de sus rechazos y amores. En cuanto Estado, estamos ante la dimensión defensiva, con sus fronteras claras, su soberanía sin resquicios y su negación de la globalización y del internacionalismo políticamente correcto. En cuanto nación, lugar de nacimiento y arraigo biográfico y cultural, estaríamos ante la dimensión afectiva. El Estado-nación sintetiza la dinámica intelectual de Scruton: la defensa, la pasión y —en el guión de su nombre— la síntesis.
Sir Roger Scruton
La respuesta a la pregunta «¿Quién fue Roger Scruton?» es Sir Roger Scruton. Definitiva síntesis, transida de razón vital. En 2016 fue elevado a la dignidad de caballero (Sir) por la Reina de Inglaterra. Eso, que en la mayoría de los casos no pasa de ser un anecdótico reconocimiento público con un folclórico resabio añejo, en él, paladín de lo clásico y lo jerárquico, alcanza condición de categoría. Recordemos su formación hegeliana y que el filósofo alemán concluyó que “el último fin de todo ser racional es la construcción de su propio yo”.
El filósofo Scruton ha cumplido el proceso de cuidado y construcción de su personalidad, hombre en busca de sentido, a través de una estética y de una metafísica de dimensiones éticas. Sostuvo muchas veces la idea democratizante de que la esencia del modelo de gentleman es, más allá de una estirpe familiar o un patrimonio, un código de comportamiento y una educación exquisita, y él se esforzó en ostentarlos, y lo logró. Haciéndolo, jane-austenizó su dickensiana historia familiar. En prácticamente todos sus libros discute con el recuerdo de su padre socialista, una presencia hamletiana en su obra que merecería un monográfico casi freudiano. Discute, pero nunca dejó de reconocerse en las virtudes de aquel hombre que, según nos cuenta su hijo una y otra vez, apreció como nadie a Inglaterra, al pueblo inglés y a la campiña inglesa. Inglaterra, una elegía, acaba muy significativamente rememorándolo y agradeciéndole esa herencia de amor y de compromiso.
En su flamante escudo de armas, Scruton hizo aparecer caballos y libros. Los caballos fueron su afición más simbólica, por la caballería y la caballerosidad; y los libros, el arma con la que dio hasta el final su batalla de las ideas. En el lema, su apellido se ennoblece en motto y, a la vez, en aforismo filosófico: “Scrutare Semper”, en la estela del “Sapere Aude” de Kant, inspirado en Horacio. Para que no falte de nada, compró una granja con una casa de 250 años y unos 100 acres de finca, que lo convirtieron en landed gentry a efectos prácticos.
No ha sido la suya sólo una vida cumplida, sino que además ha recorrido los estadios hegelianos. Su tesis fue la de la nobleza de espíritu, encarnada en la tradición inglesa. Su antítesis, la humildad de sus orígenes, de los que presumía —remontándose hasta a sus abuelos, hijos ilegítimos— con un ostentoso snobismo patas arriba. Añadiéndole la antítesis exterior: un mundo que había vuelto la espalda a lo excelso y a lo hermoso. La síntesis ha sido el buen combate que ha librado, que, como en los viejos buenos tiempos, es la razón de ser de su ennoblecimiento personal en cuanto que nos ha rendido a los demás un servicio esforzado y heroico. En La cultura cuenta (2007), que, en su versión original, Culture Counts, también podría leerse como “los condes de la cultura”, estableció que “ésos que hacen el esfuerzo de adquirir conocimiento no están solamente haciéndose un bien a sí mismos: son los salvadores de la comunidad”.