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Argemino Barro

Un mal presentimiento

«Ahora mismo decenas de millones de americanos se toman la suspensión de la cuenta de Trump como un silenciamiento de sus voces y un ataque a sus ideas»

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Un mal presentimiento

Alex Edelman | AFP

Había preparado un artículo sobre qué vamos a hacer los periodistas en Estados Unidos cuando Donald Trump ya no sea presidente. El resumen, por si alguien siente curiosidad, era este: llevamos cuatro años consumiendo el equivalente informativo a una dieta de hamburguesas dobles y alitas de pollo con salsa picante. Un menú, el trumpismo, que nos ha dado mucho trabajo y también un lustre, a la vez, de villanos y héroes (depende de a qué parte del país le preguntemos). Una vez Trump se marche y el moderado Biden ocupe su lugar, ¿qué haremos los periodistas con el mono de tanta acción? ¿Qué nuevas polémicas dirigirán nuestras plumas?

Esta era, más o menos, la idea. Incluso le mandé el texto al jefe de sección.

La razón por la que no está usted leyendo ese artículo es porque, el viernes por la noche, Twitter decidió suspender permanentemente la cuenta de Donald Trump y un mal presentimiento se me metió en el cuerpo. A priori, nada de lo que extrañarse. Ningún ser humano despierto que viera las imágenes del miércoles en el Capitolio se pudo quedar impasible.

Pero lo de la suspensión de la cuenta de Twitter fue diferente. Me provocó la sensación de que todo lo que habíamos visto desde el miércoles: las caras enrojecidas chillando «cabezas en picas» y buscando al vicepresidente, Mike Pence, que por la mañana había anunciado que certificaría la victoria de Biden, para ahorcarlo por traición; la mujer de 35 años caída a plomo de un balazo, dejando un rastro de sangre al ser arrastrada por los suelos de mármol del Capitolio; los congresistas huyendo entre ruidos de disparos, y el presidente diciéndoles a los asaltantes «os queremos» y «sois muy especiales»… La sensación de que todo eso, quizás, solo quizás, no fue un mero incidente, sino el principio de algo feo.

Solo es un presentimiento. Puede que me equivoque y que la vida política se vuelva a encarrilar en los próximos días o semanas. A veces pasa eso, que nos llevamos las manos a la cabeza por costumbre del clic y luego no pasa nada. Si he decidido compartirlo, es como excusa para relacionar algunos hechos. Veamos.

Tenemos aproximadamente un 70% de votantes republicanos, según varias encuestas, viviendo en una realidad alternativa donde les han robado las elecciones. Un grupo de decenas de millones de estadounidenses que llevan años desinformándose en madrigueras de internet, diseminando bulos en las redes sociales y cultivando una fe religiosa en un presidente que se ha esforzado por romper todas las reglas del civismo, empezando por un mínimo respeto a la verdad.

Podemos profundizar algo más y ponernos sistémicos: se trata, por lo general, de personas que viven en regiones que llevan 30 años en decadencia socioeconómica. Sitios en los que han bajado todos los indicadores de la calidad de vida y en los que se concentran las llamadas «muertes por desesperación», como el suicidio, el alcoholismo, los tiroteos masivos y las sobredosis de opiáceos, al mismo tiempo que veían cómo las arrogantes ciudades acumulaban recursos y toda la atención.

Pero vamos a dejar esto para otro momento. Sigamos.

Tenemos una extrema derecha envalentonada, con sus mártires bien frescos y adrenalina a raudales. El asalto al Capitolio no estaba rigurosamente planeado, pero tampoco fue fruto de la improvisación. En los días anteriores, plataformas como Telegram o la red social conservadora Parler acogieron diálogos acerca del posible asedio. Muchos usuarios expresaron su deseo de «ocupar» el Congreso y hasta crearon panfletos electrónicos con la fecha y el objetivo. Sus fantasías se cumplieron a medias, lo suficiente como para querer «completar el trabajo».

Ahora esas mismas plataformas bullen de orgullo e indignación por lo sucedido. Los radicales barajan nuevas fechas. Ya hay al menos 10 marchas planeadas para el 17 de enero, según la experta en extremismos Megan Squire, miembro del Southern Poverty Law Center, que ha estado recolectando pistas, y también para el día de la toma de posesión de Joe Biden, el 20 de enero. El Servicio de Parques Nacionales de Washington dice estar tramitando siete permisos para manifestaciones en defensa de la libertad de expresión el día de la investidura. Una de ellas, según informa Anna Schecter en NBC News, claramente de partidarios de Trump.

Y luego Twitter ha cerrado para siempre la cuenta del magnate. La compañía lo acusa de haber violado sus normas, entre ellas la prohibición de glorificar la violencia, y le han preocupado, en concreto, dos tuits. En uno Trump decía que los «patriotas americanos» tendrán una (en mayúsculas) «voz gigante» en el futuro; en otro anunciaba que no estaría presente en la investidura de Biden. Esto ha hecho temer a la red social que Trump pudiera estar enviando señales a sus seguidores (los asaltantes del Capitolio se llaman a sí mismos «patriotas») para futuros incidentes.

La acción de Twitter no se da en un vacío. Hace años que las fuerzas conservadoras acusan a las tecnológicas de ser un nido de ofendiditos izquierdistas que censuran lo que no les gusta. El recelo es grande, está muy extendido y ahora mismo decenas de millones de americanos se toman la suspensión de la cuenta de Trump como un silenciamiento de sus voces y un ataque a sus ideas.

Pero lo preocupante, sobre todo, es el carácter de Trump. Si hubiera que resumir su poder en un solo elemento, sería la capacidad de manejar la atención. El republicano ha conseguido mantenernos enganchados como si fuéramos la audiencia de una serie de televisión; esto le ha permitido marcar la agenda política y hacernos vivir en el ecosistema de sus mensajes. Lo único que necesitaba era una cuenta de Twitter. Ahora ya no la tiene. Tampoco la de Facebook. El demagogo se ha quedado sin su herramienta principal, pero sigue siendo presidente de Estados Unidos.

Puede haber dos opciones. Primero, Trump guarda un perfil bajo para que no lo metan en la cárcel, por llamar a la insurrección, cuando deje la presidencia. Algo así habría hecho con su discurso de concesión del jueves, en el que condenó a los atacantes y se comprometió a una transición pacífica. O la segunda, que me hace pensar en ese verso de Dylan Thomas que los norteamericanos han modificado para hacerlo más peliculero, y que dice así: He is not gonna go quietly into the night.

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